Según la teoría del apego, tu felicidad se basa en cuatro tipos de caracteres posibles

La forma en que nos tratan nuestros padres durante la infancia define qué tipo de adultos seremos en un futuro y qué carencias o seguridades podremos tener desde un plano afectivo.

Por Cristina Soria

Se suele pensar que la forma en que se nos educa en nuestra etapa infantil es lo que luego marcará nuestras vidas como adultos. Y, según los estudios y teorías psicológicas, esta certeza se hace más segura al tener en cuenta que somos el producto de cómo nos trataron nuestros mayores, pues nuestro cerebro está preparado para reaccionar ante el tipo de amor, comprensión y seguridad que recibimos en nuestra etapa más primaria, y de esta forma la infancia nos predispone a comportarnos de una determinada manera cuando alcanzamos la madurez.

Dentro de la teoría del apego, se contemplan cuatro tipos de posibles personalidades que pueden llegar a tener nuestros padres y, en concreto, nuestro cuidador principal, es decir, la persona sobre la que recaen la mayoría de las decisiones y sobre quien reposa la responsabilidad máxima de nuestro bienestar, educación y seguridad.

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Según esta teoría del apego, si nuestro cuidador principal es atento y busca siempre nuestra seguridad, manteniendo un control cercano y haciéndonos sentir comprendidos y apoyados, desarrollaremos un carácter distinto a si nuestro cuidador es justo lo contrario. 

Al primer caso se le llama “apego seguro” y al segundo “apego evitativo”, y en ningún caso se entra a valorar que la razón por la que estos cuidadores reaccionan así sobre el niño sea una cuestión de más o menos amor o intencionalidad, sino que sólo atienden a los resultados, dando por sentado en estas dos modalidades de apego que son progenitores bienintencionados que procuran lo mejor para su hijo. Pero, por su propia personalidad y otras cuestiones añadidas, se pueden llegar a comportar de formas diversas que no siempre resultan segurizantes para el menor.

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Además, existen otros dos tipos de apego que hacen referencia a una graduación más negativa. La primera sería la referida a un cuidador que, pese a tener una personalidad empática y bien intencionada, sus actos no logran estar a la altura de sus objetivos. Este tipo de comportamiento de un progenitor se incluiría en el grupo de personas que, desde un punto de vista teórico, saben cuál es la mejor forma de dar seguridad, y que tratan de que el niño se sienta acogido y apoyado, pero que de forma efectiva generan una contradicción muy evidente entre lo que se pretende y lo que se consigue. A esta tipología se le denomina “apego ansioso”, porque genera crisis de confianza y descompensaciones evidentes en el ánimo del cuidador y del niño.

Y por último encontramos un tipo de apego denominado técnicmente como “desorganizado”, que es el más daniño para el menor, pues implica que las carencias afectivas sean más graves, llegando a considerarse auténticas neglicencias y abusos. En este caso el adulto es plenamente consciente de que no atiende con corrección las necesidades del niño, y no realiza ningún efecto por ocultarlo.

Nuestro comportamiento funciona buscando la compensación

Todo en nuestro organismo está preparado para generar una asimilación equilibrada de aquello que nos acontece. Sea el resultado de nuestro metabolismo frente a los nutrientes o de cómo nuestra mente asimila las vivencias que nos convierten en la persona que somos. Toda nuestra biología, a nivel físico y mental, está preparada para la supervivencia y para dotarnos de las condiciones más favorecedoras de nuestra integración.

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De esta manera, se ha estudiado desde los años 60 que los niños que crecen en cualquiera de estos cuatro tipo de apegos desarrollan una personalidad que juega a su favor para habituarse a los impulsos segurizantes u hostiles de sus cuidadores, y conseguir salir adelante de la mejor forma posible.

No cabe duda que aquellos que han nacido y crecido en un entorno segurizante son muy afortunados, pues su autoestima y los mecanismos para controlar sus emociones gozarán de la mejor de las condiciones para desarrollarse en valores de estabilidad y de flexibilidad.

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Por el contrario, quienes han crecido en el apego contrario al segurizante, el desorganizado, carecen de las herramientas necesarias para poder controlar su percepción emocional y son personas que pueden acabar imitando los rasgos de sus progenitores, realizando maniobras de manipulación en sus relaciones sociales, no como un objetivo consciente, sino como fruto de la relación conductual que han mantenido desde su más tierna infancia.

Es precisamente cuando nos vemos vulnerables, en situaciones de temor y de crisis, cuando los resortes que hemos aprendido desde la infancia se ponen en funcionamiento. Nos referimos en este caso a todos los asideros que nos ayudan a superar aquellas situaciones que nos desestabilizan, generando ansiedad y estrés.

No existe una traslación directa entre el tipo de apego que hemos tenido en nuestra infancia y el tipo de adulto en el que nos convertimos. Esta teoría del apego lo que marca de forma efectiva es la debilidad que podemos arrastrar, fruto de nuestra configuración más primaria, y arroja luz acerca de los métodos para mejorar nuestra autoestima, seguridad y formas de relacionarnos con los adultos.

Sin embargo, se estima que lo más probable es que cuando un niño se cría en un determinado ambiente acabe desarrollando una personalidad que se amolde a ese tipo de ambiente, que lo entienda como natural, porque solo generando vínculos de “normalidad” nuestra mente puede compensar las carencias y acostumbrarse.

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