Pataletas, gritos, sentadas en el suelo... ¿Quién no ha vivido en primera persona o ha observado una rabieta? Sobre ellas se ha escrito mucho, a veces poniendo el acento en su contención o en cómo evitarlas. En No hay niños difíciles (Ed. Zenith), Milena González, psicóloga especialista en trauma, apego, sistemas familiares y psicoterapia infantil y juvenil, aborda este tema con una mirada mucho más amplia y compasiva que pone al menor en el centro.
La rabieta es, ante todo, una llamada al acompañamiento adulto. Y, dependiendo de cómo sea cada niño, precisará de una respuesta u otra. Hemos hablado con ella para que nos explique cómo hacerlo.
Las rabietas no son un fallo del niño, sino una forma legítima (aunque inmadura) de expresar lo que aún no sabe decir con palabras
Las rabietas son necesarias para el desarrollo del niño y habituales en todos o casi todos. Sin embargo, los adultos seguimos teniendo problemas para encajarlas. ¿Qué es lo que falla?
Lo que suele fallar es que interpretamos la rabieta como un desafío personal, como una falta de respeto o como un problema que hay que cortar de raíz, en vez de verla como una necesidad emocional que se expresa a través del cuerpo y el llanto porque aún no tiene otro camino. Y cuando cambiamos esa mirada, cambia por completo la forma de acompañarlos.
Las rabietas no son un fallo del niño, sino una forma legítima (aunque inmadura) de expresar lo que aún no sabe decir con palabras. Muchas veces lo que falla no es el niño, sino nuestras expectativas como adultos. Esperamos que se comporte como alguien que ya tiene el cerebro maduro, que sepa autorregularse, que entienda razones, etc., cuando aún está aprendiendo todo ello.
En mi libro hablo de los nueve rasgos del temperamento, y cómo cada niño llega al mundo con una forma distinta de reaccionar, adaptarse o expresar emociones. No hay niños difíciles, hay niños que necesitan ser comprendidos. Cuando un niño tiene una rabieta, lo que necesita no es que lo castiguemos o lo silenciemos, sino que lo contengamos, que lo ayudemos a poner en palabras lo que siente, y sobre todo, que alguien le diga con su presencia: “Estoy aquí, incluso cuando es difícil para ti.”
Esencialmente, ¿cuál es la función de las rabietas en el niño?
Las rabietas cumplen una función fundamental en el desarrollo emocional del niño, por ello insisto no solo en que son normales y esperadas, sino que son necesarias (aunque esto último no nos guste). Son una vía de descarga, expresión y aprendizaje. Cuando un niño tiene una rabieta, no tiene el objetivo de hacernos la vida imposible, en realidad está enfrentándose a algo que lo supera: una frustración, una necesidad no satisfecha, un “no” que no entiende, o simplemente una emoción muy intensa que aún no sabe cómo regular.
Desde la perspectiva que propongo en No hay niños difíciles, la rabieta no es un problema, sino una oportunidad: para que el niño exprese lo que siente y para que el adulto acompañe ese momento como un guía, no como un juez. Es también una forma de conocer mejor su temperamento, el cual es un rasgo biológico, innato: hay niños que por ese componente biológico pueden mostrarse más intensos en la expresión de sus emociones, o más sensibles, más persistentes… y eso influye en cómo viven y expresan sus vivencias.
La función de la rabieta no es manipular ni controlar al adulto (como a veces se cree), sino comunicar cómo se siente para recibir ayuda y a partir de allí con el acompañamiento adecuado desarrollar poco a poco las habilidades que más adelante permitirán al niño autorregularse, como el autocontrol, la empatía y la gestión emocional. Pero para eso necesita algo esencial: adultos que no lo interpreten como un niño “malo”, sino como un niño que está aprendiendo.
Cuando el niño tiene muchas rabietas se suele catalogar de difícil, algo que tú niegas en el mismo título de tu libro. ¿Sería más correcto hablar de padres que no saben responder?
Cuando un niño tiene muchas rabietas, solemos etiquetarlo rápidamente como “difícil” “insoportable”, “caprichoso” etc. Pero esa etiqueta habla más de nuestro nivel de incomodidad o desconocimiento que del niño en sí. En No hay niños difíciles justamente invito a cambiar esa mirada: no hay niños que estén “mal”, hay niños que necesitan ser comprendidos desde su temperamento, su etapa evolutiva y sus necesidades emocionales.
No se trata de señalar culpables. Ni el niño es el problema, ni el adulto lo está haciendo todo mal. Todos estamos aprendiendo: el niño a gestionar emociones que lo desbordan, y el adulto a acompañar sin perder la calma, con recursos que tal vez nadie le enseñó.
Entonces, no se trata de decir “es culpa de los padres”, sino de entender que cuando el adulto cambia su mirada y se conecta desde la comprensión, no desde la reacción, el vínculo se transforma y por tanto la forma de abordar el comportamiento del niño. Lo importante no es tener siempre la respuesta perfecta, sino estar disponibles, aprender juntos y entender que una rabieta es una oportunidad de conexión, no una batalla que hay que ganar.
¿Por qué es importante conocer el temperamento de cada hijo y cómo afecta a la relación que se mantiene con él?
Conocer el temperamento de cada hijo es fundamental porque nos permite dejar de educar desde la expectativa y empezar a educar desde la realidad del niño que tenemos frente a nosotros. No todos los niños reaccionan igual, ni necesitan lo mismo. Hay niños más intensos, más sensibles, más persistentes, más activos… y cada rasgo del temperamento influye en cómo viven el mundo, cómo se relacionan y cómo necesitan ser acompañados.
Cuando no conocemos el temperamento, corremos el riesgo de pensar que el niño “exagera”, “manipula” o “desobedece”, cuando en realidad simplemente está actuando desde su forma natural de ser. Entender eso cambia por completo la relación: dejamos de verlo como un desafío personal y empezamos a verlo como una invitación a conectar mejor.
En el libro digo que no hay una sola forma correcta de criar, porque no hay un solo tipo de niño. Conocer su temperamento no es etiquetarlo, es tener un mapa que nos ayuda a ser el adulto que ese hijo necesita: ni más rígido, ni más permisivo, sino más consciente y esto en últimas transmite un mensaje poderoso al niño: no hay algo malo en ti, sientes tus emociones de una forma diferente y estamos encontrando la manera adecuada para que la exprese. A esto se le llama bondad de ajuste (goodness of fit, en inglés) que hace referencia a la compatibilidad que hay entre el temperamento del niño, el estilo de crianza y las demandas y exigencias de su entorno. Por tanto, la bondad de ajuste se da cuando el cuidador/adulto comprende cómo es el niño, y adapta su forma de acompañarlo, facilitando condiciones que favorezcan su desarrollo socioemocional.
¿Cuál es el motivo de que algunos niños tengan más dificultades para calmarse en esos episodios?
Algunos niños tienen más dificultades para calmarse durante una rabieta, y eso no significa que estén mal o que “que se nos quieran subir a la chepa”, sino que su forma de sentir y reaccionar es naturalmente más intensa. En el libro explico que uno de los nueve rasgos del temperamento es la intensidad de la respuesta emocional. Los niños que puntúan alto en este rasgo viven cada emoción, ya sea alegría, frustración o tristeza, con mucho ímpetu. Así como reacciona dando saltitos, y pequeños gritos de alegría cuando recibe un regalo, es el mismo niño que cuando está en medio de una rabieta no parece que llora sino que aúlla, no grita sino que chilla, todo para ser más intenso con sus reacciones. Por ello, en medio de su caos, no llora desconsoladamente a propósito o como una forma de manipularte, simplemente por su temperamento reacciona con más intensidad como forma de regularse.
Si a eso le sumamos que su cerebro todavía está en desarrollo, especialmente las áreas que regulan la impulsividad, el control emocional y la toma de perspectiva, es completamente esperable que les cueste calmarse. No es desobediencia, es inmadurez. En la infancia, el autocontrol no se exige: se aprende. Y ese aprendizaje lleva tiempo, muchas repeticiones y, sobre todo, adultos que acompañen sin añadir más fuego al incendio.
Entonces, cuando un niño “no se calma”, no necesita más presión, ni más castigo. Necesita un adulto que entienda su ritmo, su intensidad, y que lo ayude a transitar esa tormenta desde la calma, no desde la exigencia. Porque cuanto más fuerte es la emoción, más fuerte debe ser el sostén, no la reacción.
Algunos niños tienen más dificultades para calmarse durante una rabieta, y eso no significa que estén mal o que “que se nos quieran subir a la chepa”
La respuesta ante las rabietas por parte de los padres, ¿cómo debe ajustarse según las particularidades de cada niño?
La respuesta ante una rabieta no puede ser igual para todos los niños, porque no todos sienten, reaccionan ni necesitan lo mismo. En mi libro, hablo de la importancia de conocer el temperamento, y esto es clave aquí. Hay niños que necesitan espacio para calmarse, otros que necesitan contacto físico; algunos reaccionan con explosividad, otros con economía de palabras. La clave es observar, conocer y ajustarnos a lo que necesita el niño en el momento que está desregulado.
No se trata de tener una fórmula mágica, sino de tener una mirada flexible y compasiva. Un niño con alta intensidad emocional, por ejemplo, no necesita “más firmeza”, sino más contención y comprensión. Un niño muy sensible no necesita que lo ignoren “para que se le pase”, sino que lo validen sin invadir. Y todos, sin importar su temperamento, necesitan saber que sus emociones no son peligrosas ni malas, y que tienen a alguien a su lado que los ayuda a entenderlas.
Ajustar la respuesta (bondad de ajuste) no es ceder, es educar con conexión. Es entender que la disciplina más efectiva no es la que aplica premios o castigos, sino la que nace del vínculo y del respeto por lo que ese niño necesita para crecer desde su esencia.
En el libro hablas de la "técnica de las 3 P" ante las rabietas. ¿En qué consiste?
En mi libro propongo la técnica de las 3 P como una herramienta sencilla y respetuosa para acompañar las rabietas o los momentos de desregulación especialmente en niños y niñas de hasta 18 meses, una etapa en la que la mayoría de sus necesidades y emociones se expresan a través del cuerpo y el llanto, ya que todavía no cuentan con las habilidades para comunicarse de forma verbal o regular sus impulsos (son psicocorporales).
Las tres P significan:
- Poner un límite: de forma clara y respetuosa, ya sea verbal (“no podemos pegar”) o física (intervenir para detener una acción que pone en riesgo). No se trata de permitirlo todo, sino de acompañar con firmeza y cuidado. Los niños pequeños también necesitan límites cuando una conducta pone en riesgo su seguridad o la de los demás. Por ejemplo: “No podemos pegar” o intervenir con suavidad para detener una acción.
- Pensar en lo que motivó su comportamiento: los niños no pegan, gritan o empujan porque quieran hacer daño. Lo hacen porque están desbordados, porque quieren algo y no saben pedirlo, o incluso por entusiasmo. Preguntarnos "¿qué está necesitando mi hijo en este momento?” nos ayuda a actuar con empatía: ¿Está frustrado? ¿Quiere algo que no puede alcanzar? ¿Está cansado o sobreestimulado? Esta reflexión nos permite tomarnos unos segundos y responder con empatía en lugar de reaccionar desde la rabia o el juicio.
- Poner en palabras lo que siente y enseñarle otra forma de actuar: esta es la parte más educativa. Le damos lenguaje emocional y lo guiamos: “Estás enojada porque querías el coche. La próxima vez, en lugar de empujar a Daniel, le dices 'prestámelo por favor que estoy jugando con él”. Así, ayudamos al niño a mentalizar lo que siente y aprender habilidades que aún no tiene. Aunque no lo entiendan del todo aún, al narrar lo que pasa estamos sentando las bases del desarrollo emocional, del lenguaje y de la autorregulación a través de la repetición. Es clave tener en mente que requiere de repetición y paciencia, es una habilidad social y como tal es necesario enseñarla una y otra vez, tal como invertimos tiempo para enseñar habilidades motoras como montar en bici, patines, nadar, etc. No aprenden de un día para otro. Necesitan entrenamiento, acompañamiento y motivación.
¿Debemos preocuparnos cuando un niño no tiene rabietas?
No necesariamente. No todos los niños expresan sus emociones de la misma forma, y que un niño no tenga rabietas no significa que algo vaya mal. Volviendo al rasgo intensidad de la respuesta emocional, los niños que puntúan bajo en este rasgo, pueden expresar con menor intensidad, frecuencia y duración su malestar emocional. Después de un momento de frustración podrían mostrar más facilidad para volver a la calma, adaptarse y continuar.
Sin embargo, si no es el caso, sí es importante observar cómo expresa lo que siente. A veces, los niños que aparentemente no hacen rabietas no es que no sientan frustración, enojo, o ira sino que han aprendido a reprimirla, a desconectarse o a complacer para evitar ser castigados o reprendidos. En esos casos, más que preocuparnos, podemos preguntarnos si tiene espacios seguros para expresar lo que siente sin miedo a ser rechazado o corregido.
La clave no es si hay o no rabietas, sino si el niño tiene permiso emocional para ser él mismo, expresar lo que siente y saber que será acompañado, no juzgado. Un niño sereno puede estar bien regulado… o también puede estar conteniéndose demasiado. Como siempre, observar sin etiquetas y acompañar desde el vínculo es lo más importante.