¿Y si te dijera que ser amable no solo mejora tus relaciones, sino también tu salud y tu longevidad? Jonathan Benito, neurocientífico y autor del libro El poder de la amabilidad (Ed. Planeta), lo tiene claro: ser amables es una de las estrategias más eficaces para sobrevivir, cooperar y prosperar. Hablamos con él para que nos explique, desde un punto de vista neurocientífico, cuáles son los beneficios de la amabilidad.
Amabilidad, el comportamiento clave en tiempos difíciles
La evolución ha demostrado que precisamente en tiempos difíciles es cuando la prosociabilidad, la amabilidad puede marcar la diferencia. A nivel individual porque las personas prosociales se relacionan y se posicionan mucho mejor en los grupos sociales, y esto hace que tengan mejor acceso a los recursos. Y nivel grupal, porque los individuos prosociales practican la colaboración positiva, la cooperación altruista, la comunicación efectiva... y esto hace que surjan sinergias que no podrían jamás generarse en grupos que no fuesen prosociales. A todo esto hay que añadirle que las personas prosociales, amables, van a ser más felices, van a tener menos enfermedades y van a vivir más años.
La historia evolutiva está repleta de ejemplos en los que la prosociabilidad, la amabilidad, otorga una ventaja incuestionable. Uno de los ejemplos más bonitos viene de la transición del lobo al perro. Los lobos son animales impredecibles, desconfiados y agresivos. Entre ellos surgían de vez en cuando individuos más amigables, y los humanos primitivos permitían que estos se acercasen a la periferia de sus poblados a comer sus restos de comida. Hubo un momento en el que los lobos amigables comían, mientras que los otros tenían que sobrevivir mediante la caza en un contexto terriblemente duro. Los amigables comenzaron a procrear entre ellos, de manera que con el paso de algunas generaciones surgió un ser ultrasocial: el perro.
La historia evolutiva está repleta de ejemplos en los que la prosociabilidad, la amabilidad, otorga una ventaja incuestionable.
El otro ejemplo viene de nosotros mismos, los Homo sapiens, frente a los neandertales. Los neandertales eran más fuertes, estaban mejor adaptados al frío y, casi con toda probabilidad, eran más inteligentes que nosotros. Sin embargo, en la Europa glaciar de hace unos 46.000 años fuimos nosotros los que sobrevivimos frente a ellos. ¿Por qué? Precisamente por la prosociabilidad.
Los neandertales vivían en pequeños grupos de convivencia y practicaban la llamada colaboración intragrupal, de manera que cada vez que interaccionaban con otros grupos de neandertales, se liaban a palos. Los sapiens no éramos así, nosotros éramos animales más sociales, confiables y predecibles practicábamos la llamada colaboración intragupal, de manera que colaborábamos con otros grupos de humanos por un bien común. Adquirimos una tremenda ventaja frente a ellos.
Ser amable no es ser débil o conformista
A pesar de la ventaja que podemos observar al ser amables, es curioso que mucha gente tenga miedo de ser amable porque mediante ello puede parecer débil o conformista. Nada más lejos de la realidad, ser amable no quiere decir ser débil, ni ingenuo ni sumiso. Ser prosocial, amable, es totalmente compatible (de hecho, ha de ser así) con tener límites, que se hacen respetar utilizando la inteligencia emocional y una gran dosis de asertividad. La persona prosocial pone límites y toma decisiones difíciles, pero lo hace con firmeza; desde la humanidad y sin agresividad.
La amabilidad no tiene nada que ver con la debilidad ni con el conformismo. De hecho, requiere una gran fortaleza interior. Ser amable implica tener autocontrol, empatía, claridad en los valores y la madurez necesaria para actuar con respeto incluso en situaciones de conflicto. No se trata de evitar los problemas o de ceder ante todo, sino de saber afrontar los desafíos con firmeza, pero sin agresividad.
Las personas prosociales, amables, van a ser más felices, van a tener menos enfermedades y van a vivir más años
Los beneficios de ser amable: más feliz y menos enfermedades
Ser amables no solo nos viene bien, también potencia nuestra salud. Se ha demostrado que las personas prosociales, amables, tienen mejor salud física, con menos riesgos de enfermedades y mayor esperanza de vida. Además, son más felices, poseen mayor bienestar emocional subjetivo.
Piensa que las personas que son prosociales asertivas son personas que tienen muy reducidos sus niveles de estrés, por tanto, tienen menores niveles de cortisol y fibrinógeno (este último íntimamente relacionado con infartos, ictus y otros problemas circulatorios). Además, la amabilidad nos protege frente a la ansiedad, la depresión y el aislamiento.
La amabilidad aporta más vida social, mayor bienestar
Una actitud prosocial, fundamentada en la amabilidad y la empatía, es determinante para nuestra vida social. Las personas que practican la prosociabilidad se relacionan mucho mejor en los entornos a los que pertenecen, ya sean laborales, familiares o de amistad. Suelen ser percibidas como personas magnéticas, que inspiran respeto y admiración.
Cuando, además, esa prosociabilidad se combina con asertividad y humildad, el resultado es un posicionamiento privilegiado dentro del grupo, porque se genera confianza, se favorece la cooperación y se construyen redes de apoyo sólidas y sostenibles.
Relacionarnos bien no solo mejora nuestra calidad de vida social: también refuerza nuestro sentido de pertenencia, lo cual impacta directamente en la forma en que nos percibimos a nosotros mismos, alimentando nuestra autoestima y reduciendo el aislamiento emocional.
La amabilidad no tiene nada que ver con la debilidad ni con el conformismo. De hecho, requiere una gran fortaleza interior
Inteligencia social: otro factor clave en nuestra calidad de vida
Otro factor del que se debe hablar es la inteligencia social, que se define como la capacidad de comprender, interpretar y gestionar eficazmente las relaciones humanas. Implica empatía, autocontrol, escucha activa, sensibilidad social y la habilidad para influir positivamente en los demás sin manipular. En esencia, es el arte de relacionarse con acierto en entornos sociales complejos.
Desde un enfoque neurobiológico, podríamos decir que la inteligencia social es una sofisticada forma de cooperación entre diferentes áreas cerebrales: desde la amígdala (procesamiento emocional) hasta la corteza prefrontal (toma de decisiones y control de impulsos). Las personas con alta inteligencia social no solo leen mejor a los demás, sino que gestionan mejor sus propias emociones para responder con equilibrio.
En el plano personal, la inteligencia social fortalece los vínculos afectivos, reduce los conflictos y mejora el bienestar emocional. En lo profesional, es un activo estratégico: los líderes con alta inteligencia social crean entornos más colaborativos, inspiran confianza y logran una mayor cohesión en sus equipos. No es casualidad que sea una de las competencias que comienzan a valorarse cada vez más en procesos de selección, liderazgo y promoción.
Podemos tener un gran coeficiente intelectual, pero si no sabemos relacionarnos, influir con respeto y construir relaciones sólidas, nuestro potencial se ve limitado. La inteligencia social es el puente entre el talento y el impacto real que ese talento puede tener en el mundo.
Podemos tener un gran coeficiente intelectual, pero si no sabemos relacionarnos, nuestro potencial se ve limitado
Las habilidades asertivas que debemos entrenar
Entrenar la asertividad no es solo cuestión de saber comunicarse bien, sino de aprender a respetarse a uno mismo mientras se respeta a los demás. Algunas de las habilidades más importantes que deberíamos trabajar a diario son:
- Aprender a decir “no” sin sentir culpa, algo esencial para proteger nuestro tiempo, nuestra energía y nuestras prioridades. Cada “sí” que damos por compromiso es un “no” que nos estamos dando a nosotros mismos.
- Expresar nuestras necesidades y emociones con claridad y respeto, utilizando frases en primera persona (“yo necesito”, “yo siento”) en lugar de culpar o acusar.
- Poner límites de forma firme pero amable, algo que nos ayuda a preservar la integridad sin caer en confrontaciones innecesarias.
- Escuchar activamente sin interrumpir, mostrando empatía incluso cuando no estamos de acuerdo.
- Cuidar el lenguaje corporal: la postura, la mirada, el tono de voz y la distancia interpersonal comunican tanto como las palabras.
- Responder con pausa en lugar de reaccionar impulsivamente. Como explico en mi libro, técnicas como la del “café caliente emocional” nos ayudan a dejar enfriar la emoción antes de contestar.
- Usar estrategias comunicativas como la técnica del sándwich, el disco rayado o la pregunta asertiva para gestionar críticas y peticiones sin conflicto. La técnica del sandwich, por ejemplo, se refiere a 'envolver' una crítica constructiva entre dos afirmaciones positivas: "He notado que has dedicado mucho esfuerzo y trabajo a este proyecto. Sin embargo, podría ser más visual. Seguro que con unos retoques el resultado será perfecto"
En definitiva, ser asertivo es una forma de amabilidad madura, una herramienta que nos permite construir relaciones más sanas, proteger nuestro bienestar y ganar influencia real desde el respeto.
Responder con respeto en medio del conflicto no es señal de debilidad. Es el resultado de una mente entrenada.
Ser amables a pesar del conflicto
Es conveniente mencionar también que, en algunas situaciones, por ejemplo, cuando estamos enfadados, nos resulta más difícil actuar con amabilidad. ¿Por qué? Porque cuando estamos inmersos en un conflicto somos seres muy emocionales y poco racionales. En medio del conflicto nuestro cerebro percibe una amenaza, ya sea al ego, al estatus o a la justicia, y entra en modo defensivo. En ese estado, si no hemos entrenado lo suficiente, la amígdala toma el control y desplaza a la corteza prefrontal, que es la que nos permite regular la conducta, valorar consecuencias y mantener el autocontrol. Por eso, aunque sepamos que deberíamos responder con calma, muchas veces reaccionamos de forma impulsiva.
Sin embargo, gestionar los conflictos con calma y respeto es una habilidad que se puede entrenar. En mi libro El poder de la amabilidad explico varias estrategias concretas, entre ellas:
- La técnica del “café caliente emocional”: dejar enfriar la emoción antes de actuar, sobre todo cuando se trata de correos o decisiones importantes.
- El uso de la respiración consciente, como la técnica 4-7-8, para bajar la reactividad fisiológica.
- La visualización anticipada de situaciones en las que solemos perder el control, ensayando mentalmente una respuesta más serena.
- Y por supuesto, la práctica regular de meditación, que fortalece el autocontrol y mejora la gestión del pensamiento.
Responder con respeto en medio del conflicto no es señal de debilidad. Es el resultado de una mente entrenada, de una inteligencia emocional activa y de una voluntad de construir. Y como todo entrenamiento, al principio cuesta, pero el impacto que tiene en nuestras relaciones y en nuestro bienestar es enorme.
La gratitud activa el sistema de recompensa y genera bienestar, tanto en quien la expresa como en quien la recibe
Ser amable y agradecido en nuestras relaciones de pareja
La amabilidad y la gratitud juegan un papel absolutamente esencial. La gratitud es uno de los pilares invisibles que sostienen las relaciones duraderas: cuando agradecemos de forma genuina, reforzamos los vínculos, validamos al otro y generamos un círculo virtuoso de reconocimiento mutuo. La pareja se convierte así en un espacio emocional seguro, donde uno siente que lo que hace importa, que no se da por hecho.
Desde la neurociencia sabemos que la gratitud activa el sistema de recompensa y genera bienestar, tanto en quien la expresa como en quien la recibe. Y ese bienestar compartido fortalece la cohesión emocional. Agradecer es una forma de cuidar. Y también de reparar.
Por otro lado, la escucha activa es una forma avanzada de amar. Escuchar al otro, sin interrumpir, sin juzgar, con interés real, es uno de los actos más generosos y empáticos que existen. Escuchar de verdad es decir: “me importas”.
En las relaciones de pareja, muchas veces no necesitamos grandes gestos ni discursos: basta con sentir que el otro nos ve, nos valora y nos entiende. Y eso se consigue con gratitud constante y con escucha presente.
Ambas cosas, la gratitud y la escucha activa, no son gestos automáticos. Requieren consciencia, humildad y práctica. Pero cuando se convierten en hábitos emocionales, transforman radicalmente la calidad de la relación.
Autocontrol en las relaciones de pareja
Puede ser determinante en ese tipo de situaciones, porque es precisamente en mitad de un conflicto cuando más cuesta ejercer el autocontrol.
En una discusión de pareja, las emociones intensas, como el enfado, la frustración o la decepción, activan automáticamente nuestra amígdala, preparando una respuesta defensiva o agresiva. Si no intervenimos, el resultado suele ser una reacción impulsiva, muchas veces dañina.
Aquí es donde entra el papel clave del autocontrol: gracias a la activación de la corteza prefrontal dorsolateral, somos capaces de frenar ese impulso inmediato, pensar antes de hablar y elegir una respuesta más respetuosa, más alineada con nuestros valores y con el vínculo que queremos proteger. Es decir, el autocontrol nos permite seguir siendo amables sin traicionarnos ni explotar.
Como explico en mi libro, el autocontrol se puede entrenar. Las parejas que aprenden a ser amables incluso en momentos tensos no son las que evitan los conflictos, sino las que saben gestionarlos con madurez emocional. Y eso solo es posible cuando existe una buena regulación de los impulsos.
Aprender a ser tolerantes, empáticos, amable ¿es posible?
Sí, se puede aprender. La empatía, la amabilidad y la tolerancia, aunque puedan tener un gran componente innato, se pueden desarrollar con práctica, conciencia y voluntad. De hecho, en el libro El poder de la amabilidad explico cómo hacerlo.
Y no, no considero que sea un comportamiento hipócrita, en absoluto. Actuar con respeto, aunque estés enfadado, escuchar con atención, aunque estés cansado o decidir ser amable aunque el impulso inicial sea otro, no es falsedad: es madurez emocional. Es el resultado de haber entendido que no siempre debemos actuar como sentimos, sino como elegimos. De hecho, la coherencia entre valores y conducta es mucho más importante que la coherencia entre emoción e impulso.
La neurociencia lo respalda: nuestras conductas modifican nuestro cerebro. Cuando repetimos ciertos gestos amables o intentos de comprensión, incluso sin que nazcan de manera automática, estamos generando nuevas conexiones neuronales que, con el tiempo, facilitan respuestas más naturales. El cerebro se entrena, igual que el cuerpo.
Considero que lejos de ser hipocresía es evolución personal. No se trata de fingir emociones, sino de elegir comportamientos que construyan.