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Elvira Perejón, neuroeducadora: “Lo que de verdad enriquece a un niño o a una niña es la conexión con quien juega a su lado”


El vínculo con papá y mamá y explorar y jugar al aire libre son una necesidad para el desarrollo infantil


Elvira Perejón, neuroeducadora© Elvira Perejón
18 de noviembre de 2025 - 7:30 CET

Los niños necesitan jugar libremente y explorar, a ser posible, al aire libre. Sin embargo, cada vez se les aparta más de esas experiencias que para ellos, son vitales para desarrollar su cerebro correctamente. Es lo que se llama extinción de la experiencia y el motivo suele encontrarse en el tiempo que los niños pasan frente a una pantalla, ya sea por desconocimiento por parte de los padres, ya por necesidad, porque se necesite un rato para trabajar o hacer determinadas tareas.  ¿Qué implica esa falta de contacto con la naturaleza en nuestros hijos? ¿De qué manera favorece ese contacto en el desarrollo del cerebro infantil? Se lo hemos preguntado a Elvira Perejón, neuroeducadora, especialista en neuropsicología infanto-juvenil y bienestar digital, maestra de Infantil y Primaria, speaker, formadora y divulgadora en redes como @educacionincondicional.

¿En qué consiste la extinción de la experiencia?

Vivimos en una época en la que muchos menores saben deslizar una pantalla antes que trepar a un árbol. Y, aunque pueda parecer un cambio natural por encontrarnos en la era digital, desde la neuroeducación sabemos que detrás de esta transformación hay una pérdida profunda: lo que los investigadores llaman la "extinción de la experiencia".

Este término, acuñado por el ecólogo japonés Masashi Soga y estudiado por Miles Richardson, describe cómo las nuevas generaciones están perdiendo el contacto directo con la naturaleza y con las experiencias sensoriales reales. En palabras sencillas: cada vez menos niños y niñas juegan con tierra, huelen el mar, pisan charcos o se ensucian las manos explorando su entorno.

La falta de contacto con la naturaleza y de juego libre afecta directamente al desarrollo cerebral.

Elvira Perejón, neuroeducadora

Un estudio publicado en la revista People and Nature (2021) reveló que la conexión humana con la naturaleza se ha reducido más de un 60 % en los últimos dos siglos. Ese dato, que puede parecer lejano, se refleja hoy en casa, en los patios de los colegios y en la forma en que los menores se relacionan con el mundo. Desde la neuropsicología sabemos que esas experiencias sensoriales y motoras —tocar, oler, moverse, experimentar— son esenciales para un desarrollo saludable: estimulan el sistema nervioso, fortalecen la coordinación, la atención y la regulación emocional, entre otros.

Cuando los niños y niñas crecen en entornos más urbanos, más dirigidos y con menos libertad para explorar, su cerebro recibe menos oportunidades de aprendizaje natural. Y eso, a la larga, empobrece su curiosidad, su creatividad y su bienestar emocional.

¿Cómo afecta a los niños?

La falta de contacto con la naturaleza y de juego libre afecta directamente al desarrollo cerebral. Cuando un niño o una niña no se mueve, no explora ni manipula materiales reales, su cerebro recibe menos estímulos que fortalecen la coordinación, la memoria y la autorregulación.

Un metaanálisis publicado en Environmental Research (2022) confirmó que quienes crecen cerca de entornos naturales presentan mejor bienestar físico, emocional y cognitivo. Y un estudio del ISGlobal de Barcelona observó que el alumnado con más espacios verdes alrededor del colegio muestra mejor memoria de trabajo y menor falta de atención

Por el contrario, la American Academy of Pediatrics advierte que la falta de juego libre se asocia con más estrés, menos creatividad y más dificultades para regular las emociones. En la práctica lo vemos cada día: los niños y las niñas que tienen menos experiencias reales suelen mostrar más rabietas y menor tolerancia a la frustración. No porque haya algo mal en ellos o ellas, sino porque su cerebro necesita vivir el mundo para poder desarrollarse de forma equilibrada.

¿Tiene que ver con ello la presencia de pantallas y dispositivos electrónicos en la vida en familia?

Las pantallas no son “el enemigo”, pero sí se vuelven un problema cuando sustituyen la exploración, el movimiento y el juego libre. Es decir, el problema no son solo las pantallas, sino lo que dejan de hacer mientras están al frente de las mismas.  

La Asociación Española de Pediatría recuerda que ningún tiempo ni contenido de pantallas puede considerarse seguro antes de los 6 años, ya que en esta etapa el cerebro está en pleno desarrollo y necesita experiencias sensoriales, motrices y sociales reales para madurar correctamente. Aun así, la realidad es que la mayoría de niños y niñas menores de seis años superan las dos horas diarias de exposición, según datos de Common Sense Media. El informe reciente Media Use by Kids Zero to Eight (2025) señala que los niños de 0-2 años usan de media 1 h 03 min por día de pantallas; los de 2-4 años alrededor de 2 h 08 min diarias; los de 5-8 años aproximadamente 3h 28 min. 

Y eso tiene consecuencias: las investigaciones muestran que un uso excesivo se asocia con más problemas de sueño, atención y autorregulación emocional, además de un menor tiempo de juego activo y de interacción social. En la práctica, esto se traduce en más rabietas, problemas en el lenguaje, menos tolerancia a la frustración y una menor capacidad de concentración. El problema no son las pantallas en sí, sino cuando ocupan el espacio que debería llenar la experiencia real: jugar, aburrirse, inventar, moverse o conectar con otras personas.

Madre e hijo abrazados© Getty Images

¿Qué implica la falta de juego en la infancia?

El juego no es solo una forma de entretenerse: es una necesidad biológica y la herramienta más poderosa que tiene el cerebro infantil para aprender. Por tanto, no debemos ver el juego como un premio ni una pérdida de tiempo, sino como una necesidad vital, ya que cuando niños y niñas juegan, no solo se divierten: están entrenando las habilidades que usarán toda la vida para pensar, concentrarse y gestionar sus emociones.

Estas habilidades se llaman funciones ejecutivas y son las que permiten mantener la atención, recordar lo aprendido, esperar el turno, planificar, resolver un problema o controlar un impulso. Sin ellas, aprender, convivir y manejar la frustración se vuelve mucho más difícil. Por eso, cuando el juego desaparece y se sustituye por pantallas, los niños y las niñas pierden oportunidades naturales de practicar esas habilidades.

Diez minutos de conexión real con los hijos valen mucho más que una hora de presencia distraída.

Elvira Perejón, neuroeducadora

La American Academy of Pediatrics advierte que la falta de juego está relacionada con más estrés, menos creatividad y más dificultades para autorregularse. Y estudios de Harvard University, Science y Frontiers in Psychology confirman que el juego libre y social mejora la atención, el autocontrol y la capacidad de planificar.

El lenguaje también se ve afectado si el juego falta. Cuando un niño o una niña juega “a médicos”, “a cocinar” o “a ser mamá o papá”, está practicando vocabulario, turnos de palabra y expresión emocional. Ese juego simbólico construye pensamiento y lenguaje al mismo tiempo. Por ello es primordial proteger su tiempo de juego, ya que no es un lujo: es una inversión en su desarrollo cognitivo, físico y emocional.

¿Por qué es necesario que los niños exploren su entorno?

Explorar y curiosear son necesidades tan básicas como comer o dormir. El cerebro infantil está diseñado para aprender tocando, probando, moviéndose y haciendo preguntas. Por eso, cada vez que un niño o una niña explora su entorno -ya sea jugando con tierra, oliendo una flor o mezclando arena con agua-, su cerebro se activa en miles de conexiones nuevas.

Explorar estimula los sentidos, el movimiento, la atención y el lenguaje. Cuando un niño dice “¡mira lo que he encontrado!” o “¿por qué esto flota?”, está practicando curiosidad, comunicación y pensamiento científico. Esa curiosidad espontánea es el motor del aprendizaje.

Explorar activa las zonas del cerebro relacionadas con la atención, la memoria y la motivación. Así que cada vez que un niño o una niña descubre algo por sí mismo, su cerebro genera una pequeña “chispa” de satisfacción que le anima a repetir la experiencia y de esa forma la curiosidad se convierte en un hábito y el aprendizaje se vuelve natural y placentero. En cambio, cuando todo está pautado o sustituido por pantallas, la exploración natural se detiene. El cerebro se vuelve más pasivo, menos creativo y menos curioso. Por ello es importante recordar que los niños y las niñas necesitan “aprender haciendo”, no solo observando, ya que cuando les dejamos tocar, descubrir y equivocarse, no solo están jugando: están construyendo atención, lenguaje, pensamiento crítico, autoestima y confianza.

¿Necesitan el contacto con la naturaleza?

Sí, absolutamente. El contacto con la naturaleza mejora la coordinación, la atención, el sueño y la regulación emocional, pero además tiene un efecto directo sobre la salud visual y física. En los últimos años, la miopía infantil se ha convertido en un problema global. Según la British Journal of Ophthalmology (2021), uno de cada tres adolescentes será miope en 2030, y los casos se duplican entre quienes pasan poco tiempo al aire libre. 

Estudios de JAMA Ophthalmology y la American Academy of Ophthalmology han demostrado que jugar al aire libre al menos dos horas al día puede reducir hasta un 40 % el riesgo de desarrollar miopía, gracias a la exposición a la luz solar. También el cuerpo necesita ese movimiento diario, ya que la Organización Mundial de la Salud advierte que más del 30 % de los niños y las niñas europeos presenta sobrepeso u obesidad. Esta cifra ha crecido en paralelo a la reducción del juego activo y el aumento de las horas frente a pantallas. 

Otra revisión publicada en Environmental Research (2022) mostró que el contacto frecuente con la naturaleza está asociado con mayor bienestar físico, emocional y cognitivo. Y el ISGlobal de Barcelona demostró que el alumnado con más espacios verdes en su entorno escolar tiene mejor memoria de trabajo y menos problemas de atención. Y es que la naturaleza ofrece algo que ninguna pantalla puede imitar y todo eso alimenta el cerebro, protege la vista y equilibra las emociones porque cada minuto de juego al aire libre es una inversión en salud. 

Y es importante señalar que, aunque vivamos en entornos urbanos, una hora de parque, un paseo con luz natural o una tarde al sol pueden influir de manera muy positiva en el desarrollo de niños y niñas.

Cuando no hay opción a llevar a menudo a los niños de excursión o a dar un paseo por el campo, ¿es el parque una buena alternativa?

Sí, el parque puede ser una gran alternativa, aunque no todos ofrecen las mismas oportunidades. Los entornos con hierba, tierra, árboles o arena estimulan mucho más los sentidos y el equilibrio que los parques totalmente cubiertos de caucho o plástico, donde el cerebro infantil recibe menos experiencias reales. Aun así, si lo que tenemos cerca es un parque de caucho, es importante no caer en la culpa ni en la perfección, ya que sigue siendo mejor salir que quedarse en casa frente a la pantalla. Lo más importante es que niños y niñas estén al aire libre, se muevan, jueguen, reciban luz natural y se relacionen. 

Y hay algo esencial: cuando vayamos al parque, dejemos el móvil guardado. El mejor juego ocurre cuando una persona adulta está presente, mira, escucha y comparte el momento. Porque más allá de columpios o toboganes, lo que de verdad enriquece a un niño o a una niña es la conexión con quien juega a su lado.

Teniendo en cuenta que los niños más expuestos a pantallas tienen más rabietas y éstas son más difíciles de controlar, ¿qué hacer para empezar a cambiar la situación en casa y retirarles las pantallas? 

Cuando hay exceso de pantallas, es normal que las rabietas aumenten. No es un fallo del niño o la niña, sino una respuesta del cerebro: las pantallas ofrecen una estimulación tan intensa que, al apagarlas, el sistema nervioso se desregula. Esa desconexión brusca provoca irritabilidad, frustración y una menor tolerancia a la espera.

El primer paso no es retirar de golpe, sino reeducar el entorno. En mi libro Educar con cerebro y en el Club BrainyFamily, enseño a las familias a hacerlo paso a paso, sustituyendo antes de quitar.  No se trata solo de eliminar pantallas, sino de llenar el día de experiencias reales que activen el cerebro de manera sana, ya que cuando el entorno ofrece experiencias ricas y estimulantes, el cerebro ya no necesita tanto el “subidón digital”.

También es fundamental anticipar y acompañar. Explicar lo que va a pasar (“Hoy veremos menos dibujos, pero luego jugamos juntos”) y mantener la calma cuando aparece la frustración y acompañarla. Y esa es otra pieza clave: predicar con el ejemplo; guardar el móvil durante las comidas, las rutinas o los momentos de juego compartido es la forma más poderosa de enseñar autorregulación.

Reducir pantallas no es una batalla, es un proceso de acompañamiento. Cuando lo hacemos con coherencia y conexión, el cerebro infantil aprende a autorregularse y la familia entera recupera algo mucho más valioso que el silencio: la calma, la presencia y el vínculo.

La realidad es que las pantallas es el único recurso que tienen muchas familias en las que los dos progenitores trabajan y no tienen ayuda de ningún tipo en casa. ¿Cómo gestionar la situación en estos casos?

Es la realidad de muchas familias, ya que cuando ambos progenitores trabajan y no hay ayuda, las pantallas se convierten en un recurso fácil y accesible para poder atender lo urgente. Pero aunque a corto plazo parezca una solución, a largo plazo suelen traer más dificultades. Algunos pequeños cambios que recomiendo es anticipar y estructurar el uso: no dejar las pantallas “a demanda”, sino decidir juntos cuándo y cuánto tiempo se verán. Cuando un niño o una niña sabe, por ejemplo, que podrá ver dibujos después de comer, se reduce el conflicto y se entrena la capacidad de esperar.

El segundo paso es ofrecer alternativas reales. Hay muchas actividades y juegos fáciles que estimulan el cerebro de forma saludable, como las que enseño en mi programa de estimulación sin pantallas BrainyPlay. Todas ellas ayudan a desarrollar todas las habilidades de nuestros niños y niñas y también sus funciones ejecutivas. También es fundamental cuidar los momentos compartidos. Aunque el tiempo sea poco, diez minutos de conexión real —una conversación, un cuento, una receta juntos o una mirada presente— valen mucho más que una hora de presencia distraída.

Y, por último, conviene evitar las pantallas en los momentos clave del día: durante las comidas, antes de dormir y al despertar. Esos espacios son esenciales para el neurodesarrollo. Y con esto no se está demonizando las pantallas y la perfección en la crianza, ya que no se trata de eso. Se trata de hacerlo consciente, de entender que cada pequeño gesto suma. Cuando las pantallas dejan de ser el centro y vuelven las experiencias reales, el cerebro se regula, las rabietas disminuyen y la conexión familiar se fortalece. Es vital usar la tecnología como apoyo, no como sustituto. 

¿Hay una manera ‘saludable’ de utilizar las pantallas por parte de los niños?

Durante los primeros años de vida, no. Las pantallas no son una herramienta educativa, y cuanto menos y más tarde se introduzcan, mejor. El cerebro infantil necesita experiencias reales —tocar, moverse, hablar, aburrirse, crear— para desarrollarse de forma sana. Ninguna aplicación o vídeo puede reemplazar eso.

La Asociación Española de Pediatría recuerda que antes de los seis años no existe ningún tiempo ni contenido de pantalla que pueda considerarse seguro, ya que la exposición temprana puede alterar el sueño, la atención y el desarrollo del lenguaje, entre otras. A partir de esa edad, sí puede haber un uso muy puntual y siempre acompañado por una persona adulta, por ejemplo, ver juntos un vídeo corto para aprender a dibujar algo, cocinar una receta o un vídeo explicativo sobre los dinosaurios. En esos casos, la pantalla se convierte en una herramienta de apoyo, no en una forma de entretener.

También importa el tipo de dispositivo. Si se usa, es preferible que sea una televisión sin manipulación directa, en lugar de una tablet o un móvil, que sobreestimulan por su cercanía, brillo y formato táctil e interacción inmediata. En Educar con cerebro y en el Club BrainyFamily insisto siempre en lo mismo: primero el mundo, después la pantalla ya que las experiencias reales son las que construyen el cerebro infantil. Las pantallas pueden esperar.La infancia, no.

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