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Francisco Xavier Méndez, psicólogo clínico© Francisco Xavier Méndez

Crianza

Francisco Xavier Méndez, psicólogo clínico: ‘Los niños superan el miedo de la mano de sus padres’

¿Cuándo y cómo surgen los temores infantiles? ¿Cuáles son los miedos más habituales en la adolescencia? ¿Cómo hacer frente a unos y a otros?


19 de junio de 2025 - 7:30 CEST

El miedo está intrínsecamente unido a la supervivencia y es, por tanto, necesario, por extraña que esta afirmación pueda resultar. Y esto tiene mucho que ver con los miedos más habituales en la infancia, como el miedo a la separación, uno de los que aparecen de manera más temprana en la infancia. ¿Por qué es un miedo casi universal? ¿Cómo ayudar a nuestro hijo a superarlo? Nos responde Francisco Xavier Méndez Carrillo, catedrático de la Universidad de Murcia, especialista en Psicología Clínica y Premio AITANA de Psicología Clínica Infanto-Juvenil, que acaba de publicar el libro ¡Tengo miedo! Guía práctica para superar los miedos infntiles (Ed. Pirámide).

Además, detalla cuándo ese miedo, que es natural y necesario, y otros temores infantiles dejan de ser algo normal y se convierten en un problema que es necesario consultar con un profesional de la salud mental. También nos ha hablado de los miedos más comunes en la adolescencia y nos ha explicado cuál es el ‘antídoto’ para superarlos. 

El truco consiste en animarle, que no es sinónimo de forzarle, a encarar el miedo y felicitarle por el intento

¿Por qué surgen la mayoría de los miedos infantiles?

La Ley de Murphy augura que los astros se alinean para ofrecer el peor resultado, con otras palabras, el miedo incapacitante surge de la confluencia de múltiples circunstancias adversas. Remontándonos a los orígenes, es una herencia de la evolución. El temor a la oscuridad de los pequeños hunde sus raíces en un pasado remoto, cuando nuestros ancestros de visión diurna se hallaban indefensos ante los depredadores de visión nocturna. 

Tal vez la primera terapia para el miedo a la oscuridad fuera el control del fuego, mantener encendida una fogata a la entrada del abrigo rocoso ahuyentaba a las fieras y permitía dormir con menos estrés. El mito del titán Prometeo que robó el fuego, fuente de luz y calor, a los dioses para entregárselo a los humanos homenajea a esta terapia pionera. Al atavismo se le suma la vulnerabilidad personal, niños con elevada sensibilidad a la ansiedad que se asustan de su sombra, blandos como la mantequilla al decir de los padres, y un sin fin de experiencias atemorizadoras: recibir amenazas, ser atacado por un pájaro, sufrir acoso escolar, ver películas de terror, leer historias para no dormir, escuchar relatos estremecedores, etc.

¿A qué edad suelen aparecer y cómo evolucionan, por lo general, a medida que crece el pequeño?

El miedo irrumpe tempranamente en la vida del niño y, en cierto modo, a cada edad le corresponde su miedo. El temor a estar solo hace su aparición el primer año de vida. Alrededor de la séptima semana el bebé muestra ansiedad cuando se le separa de las personas y, en torno al séptimo mes, que ya reconoce los rostros, al separarle de los padres. Hacia los dos años, la mayoría manifiesta reticencia a separarse de los padres. A partir de esa edad, y en paralelo a la conquista de mayor autonomía, el miedo disminuye gradualmente hasta desvanecerse. 

El ingreso en la escuela conlleva nuevos miedos, como suspender o ser enviado al jefe de estudios. El miedo a las criaturas malévolas de ficción, zombis, fantasmas, vampiros y otros personajes del elenco del terror, se difumina en torno a los nueve años, cuando se impone la distinción entre fantasía y realidad. En líneas generales, el miedo remite con la maduración y el desarrollo, aunque los temores sociales se acentúan en la adolescencia, por ejemplo, el miedo al rechazo de los compañeros.

¿Cómo ayudar a un niño a superar sus miedos?

El novato vence el miedo a conducir poniéndose manos al volante. El orador, el miedo a hablar en público impartiendo conferencias. Es una lucha a brazo partido: paso del niño al frente, el miedo retrocede; paso atrás, el miedo se robustece. La dificultad radica en que enfrentarse a la situación temida es una medicina amarga. ¿Cómo convencerle de que disfrute de los fuegos artificiales, si al primer trueno huye como alma que lleva el diablo? ¿Cómo hacerle ver que se divertirá con los amigos en el campamento de verano, si siente nostalgia del hogar? El truco consiste en animarle, que no es sinónimo de forzarle, a encarar el miedo y felicitarle por el intento. Y si no lo consigue, no pasa nada. Habrá nuevas oportunidades de probar.

¿Qué hacer cuando son los padres los que le transmiten, de manera inconsciente, sus propios miedos a los niños? (por ejemplo, un padre o una madre a los que les den miedo los perros o tengan fobia a las arañas…) ¿Es posible evitarlo?

Un mito extendido es que acompañado, sobre todo de Superwoman (mamá) y Supermán (papá), se siente menos miedo. El adolescente incapaz de saltar del trampolín o de cantar en el karaoke se lanza a la piscina jaleado por los amigos o se apodera del micrófono y canta a coro con la pandilla. Un grupo aguerrido transmite valor; asustado, contagia miedo. Es el fenómeno conocido como pánico de masas. Los espectadores de la primera fila observan el fuego que ha prendido en las bambalinas y escapan despavoridos, los de las últimas, ignorantes del siniestro, se agregan a la estampida al contemplar el terror en el semblante de los que se les vienen encima. 

Con los padres sucede otro tanto, si conservan la calma, tranquilizan al hijo; si no, el asunto se complica. La cuestión es que las reacciones de miedo son involuntarias y difíciles de controlar, en esa tesitura mejor quedarse al margen, si es posible. Si uno de los padres padece de hematofobia y se desmaya al ver sangre, entonces mejor que sea el otro quien acompañe al hijo a la extracción.

¡Tengo miedo! Guía práctica para superar los miedos infantiles, de Francisco Xavier Méndez Carrillo

Indica en el libro que es saludable sentir miedo. ¿Por qué?

El miedo es un sistema de alarma que avisa del peligro e impulsa a ser prudente. Por miedo al daño físico nos concentramos al cortar jamón con un cuchillo afilado o nos ponemos el cinturón de seguridad y el casco de la moto; por miedo al fracaso estudiamos a fondo el temario de la oposición o practicamos antes de examinarnos del carné de conducir; por miedo al ridículo ensayamos a conciencia la intervención en público o ante las cámaras. 

En principio, el miedo es saludable porque nos protege y evita que corramos riesgos innecesarios. ¿Te imaginas a un niño que no tuviera miedo a las fieras?, ¿que en el safari se bajara alegremente del coche a jugar con el carrocho de león que se le antoja un peluche?, ¿a un joven excursionista que se quedara extasiado contemplando las llamas del bosque que le evocan las fallas de su Valencia natal? Gracias al miedo subimos la ventanilla y ponemos el seguro a la puerta o nos alejamos a toda prisa del incendio forestal. En dos palabras, el miedo es nuestro guardaespaldas, nuestro ángel de la guarda.

Y cuando ocurre al contrario, cuando un niño parece no tener miedo a nada, ¿qué hacer para que deje de ser tan temerario y adquiera consciencia de los riesgos, sin tampoco infundirle miedo?

El sistema no es perfecto. Unas veces se dispara sin motivo, dando lugar a falsas alarmas llamadas fobias, y el niño temeroso se echa a temblar en presencia de una araña inofensiva; otras, falla al no suscitar miedo ante una amenaza, el niño temerario se acerca al animal despreciando el aviso «perro peligroso». 

Veinticinco siglos después, la psicología refrenda las palabras de Aristóteles en la Ética a Nicómaco: las virtudes morales son el justo medio entre los extremos viciosos, así, la valentía es el término medio entre la temeridad (exceso) y la cobardía (defecto). Al niño hay que advertirle de los riesgos que entraña la conducta temeraria y enseñarle que más vale ser prudente que pasarse de valiente recurriendo, si fuere necesario, a la amonestación o a algún tipo de sanción, así, si hace caso omiso y cruza la calle sin mirar corriendo tras el balón se le puede privar unos días de jugar con él por haber puesto en riesgo su vida.

Al niño hay que advertirle de los riesgos que entraña la conducta temeraria y enseñarle que más vale ser prudente que pasarse de valiente

¿Cuándo el miedo que pueda sentir un niño deja de ser ‘normal’ y se convierte en motivo de consulta con un profesional?

Unos miedos ahorran malos tragos y son saludables, el temor a las alturas impide asomarse atolondradamente al balcón o al precipicio con riesgo de despeñarse y caer al vacío. Otros causan sufrimiento sin justificación y son estériles, el miedo a la oscuridad obsequia con noches toledanas a la familia. Antes de solicitar la ayuda del psicólogo, conviene plantearse varias preguntas. Primera, ¿la situación temida es una amenaza real? Acercarse distraídamente a un acantilado encierra peligro, apagar la luz para dormir es completamente inocuo. Segunda, ¿la reacción del niño es desproporcionada? Es común ponerse algo nervioso en el examen, es exagerado quedarse completamente en blanco a pesar de ir bien preparado. 

Tercera, ¿el miedo provoca malestar intenso, interfiere el desarrollo del niño o altera el funcionamiento familiar? Si sigue a la mamá por toda la casa como su sombra coartando la libertad de movimiento de la madre, si es objeto de burla en el colegio porque llora añorando regresar a casa, si se frustra por no atreverse a asistir con sus primos a la fiesta del pijama, si se niega a ir de excursión un fin de semana con el colegio por no dormir lejos del hogar, si la mamitis es un obstáculo en el día a día, entonces no hay que dudar: coge el móvil y solicita cita con el experto.

¿Qué técnicas psicológicas se podrían emplear en ese caso?

Los niños superan el miedo de la mano de sus padres. El pequeño consigue adentrarse poco a poco en el mar, una pavorosa extensión de agua dispuesta a tragárselo, provisto del salvavidas y aferrado como una lapa a la madre, que disipa sus temores. Sin embargo, los miedos que pasan de castaño oscuro requieren la ayuda del profesional, que cuenta con un amplio arsenal terapéutico descrito en el libro: cuentos, filmaciones, señales de seguridad, demostraciones, juegos, relajación, mentalización y un largo etcétera, para lograr la victoria sobre el miedo desadaptador.

¿Es el miedo diferente en niños y en niñas?

Sin entrar al detalle, los problemas emocionales, ansiedad y depresión, son femeninos; los conductuales, transgresión de normas y agresión física, masculinos. Las niñas puntúan más alto en los test de miedos. Los casos de fobia son el doble de frecuentes en las mujeres, especialmente a los animales, a las alturas, a fenómenos naturales como las tormentas o el agua y a espacios cerrados como los ascensores o los aviones. Aunque la razón última no es bien conocida, la concurrencia de factores biológicos y culturales cobra fuerza. 

En los mamíferos superiores, y en otras especies, el macho segrega más testosterona, hormona que favorece el aumento de la masa muscular y ósea, confiriendo mayor complexión y mejor dotación para la lucha y el ataque. Por otro lado, en la educación tradicional, los padres tienden a ser más permisivos y tolerantes con las manifestaciones de miedo de las niñas, el mal denominado sexo débil. A la vista de los cambios sociales, cabría plantearse si la brecha de género se reducirá en el futuro. 

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