Vivimos en un mundo frenético que parece no tener espacio ni tiempo para el asombro, una emoción que nos mantiene abiertos a la sorpresa, a disfrutar de las pequeñas cosas.
Miguel Salas Díaz es profesor y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Acaba de publicar Crecer en el asombro (Ed. Plataforma), donde explora cómo propiciar el asombro y descubre cuáles son sus beneficios. Hemos charlado con él.
Los educadores deben fomentar la calma, la gratitud y la apertura, guiar a los estudiantes por sendas como la naturaleza, el arte o la ciencia
¿Cómo ayuda al niño en su día a día la capacidad de asombro?
Los estudios sobre la emoción del asombro arrojan resultados sorprendentes. Sus beneficios van de lo físico (es antiinflamatorio, estimula el nervio vago y reduce el estrés) a lo espiritual (nos abre a la trascendencia y despierta en nosotros la búsqueda de un sentido vital) pasando por lo psicológico: mejora el bienestar emocional, nos hace más adaptables y resistentes, estimula la creatividad, fomenta la humildad y modula la autoestima. Por algo venimos al mundo equipados para el asombro: es una emoción necesaria de la que nos estamos olvidando, pero que tiene una gran relevancia en todas las tradiciones espirituales y filosóficas.
La necesidad de control está muy presente en la actualidad. Por ejemplo, los adolescentes ya no llaman por teléfono, sino que se envían audios. ¿Por qué temen tanto la sorpresa?
La necesidad de control, tan arraigada en la vida moderna, refleja una gran rigidez y un evidente temor a la sorpresa. Los adolescentes, al preferir audios a llamadas, buscan evitar lo imprevisible de una conversación en tiempo real, intentando controlar el mensaje y la respuesta. Este miedo surge de un mundo que nos empuja a la dispersión y la velocidad, donde pantallas y estímulos constantes nos desconectan de la calma necesaria para enfrentarnos lo inesperado, a lo que no podemos controlar.
El asombro, que es una emoción que sacude y fuerza nuestra perspectiva, implica aceptar lo desconocido, algo que choca con el deseo de previsibilidad. Los adolescentes, aturdidos por las redes sociales y las agendas frenéticas (igual que los adultos), se refugian en lo seguro para evitar la sensación de vulnerabilidad que produce la interacción espontánea con los demás. Sin embargo, este control los aleja de la maravilla, que nace enfrentarse al misterio. Como Chesterton decía, “el mundo no perece por falta de maravillas, sino por falta de capacidad de asombrarse.”
En el libro apuntas que el asombro se relaciona con la adquisición de conocimiento y la creación de sentido, que son indispensables en el proceso de aprendizaje. Un menor con capacidad de asombro, ¿aprende más y mejor?
No cabe ninguna duda. Platón y Aristóteles afirman que el asombro es la madre del conocimiento. El asombro estimula la curiosidad, rompe nuestros esquemas mentales preexistentes y fomenta el pensamiento divergente, por lo que fomenta la creatividad. Además, el encuentro con la maravilla reduce nuestra rigidez mental, multiplica nuestra capacidad de concentración y refuerza la memoria. Un niño que se asombra durante su aprendizaje no olvida los nuevos conocimientos.
¿Cómo debe integrarse y fomentarse desde la educación reglada la capacidad de asombro?
Fomentar la capacidad de asombro en la educación reglada implica diseñar entornos y prácticas pedagógicas que despierten curiosidad, apertura mental y conexión emocional con el aprendizaje.
En Crecer en el asombro, abogo por integrar el asombro en la educación como un pilar esencial para el aprendizaje y el crecimiento integral de los estudiantes. Esta emoción, que estimula el hipocampo y la amígdala, facilita, como ya hemos mencionado, la memorización significativa y despierta la curiosidad, conectando a los jóvenes con el mundo y orientándolos en su necesidad de sentir.
Para ello, propongo cinco claves prácticas: vincular lo cotidiano con lo extraordinario; plantear preguntas socráticas que aviven el misterio; narrar historias fascinantes; promover actividades que permitan a los estudiantes experimentar de forma directa lo aprendido; y, por último, aprovechar el misterio, recordando a los alumnos que ignoramos el 96% del universo. Estas estrategias contrarrestan enemigos del asombro: rutina, pantallas, burocracia y agendas frenéticas. Los educadores deben fomentar la calma, la gratitud y la apertura, guiar a los estudiantes por sendas como la naturaleza, el arte o la ciencia. Educar en el asombro no solo mejora el aprendizaje, sino que forma personas empáticas, humildes y capaces de mejorar el mundo y de vivir una vida plena y abierta a la trascendencia.
¿Y desde la familia?
Las familias pueden cultivar el asombro en sus hijos siendo un ejemplo y acompañándolos con dedicación por las vías que despiertan esta emoción.
El acompañamiento es clave: no se trata de imponer, sino de caminar junto a los niños por sendas como la naturaleza, el arte o la espiritualidad, de invitarlos a observar y experimentar por sí mismos, y de reflexionar con ellos cuando sea necesario.
Este ejemplo y acompañamiento constante protegen la inocencia infantil, porque contrarresta la dispersión moderna. Al modelar su mirada asombrada y guiarlos con amor por estas sendas, ayudamos a nuestros hijos a no solo aprender, sino también a vivir con empatía, plenitud y sentido.
El problema es que el ejemplo que les damos es el contrario: vamos corriendo de un lado a otro y vivimos enganchados a las pantallas. Llevamos un ritmo de vida vertiginoso e incompatible con la contemplación de las maravillas de la existencia y el asombro que provocan.
Hablas de la rutina como uno de los grandes enemigos del asombro. Sin embargo, las rutinas dan tranquilidad a los menores, ¿cómo conjugar ambos aspectos?
La rutina es necesaria y maravillosa, y nos beneficia a todos, niños y mayores, pero la vida no puede volverse una habitación sin aire y sin luz, con todas las puertas y ventanas cerradas. Para fomentar el asombro, hemos de incorporar a la rutina de nuestros hijos espacios flexibles de contemplación y creatividad, en los que se puedan relacionar de manera relajada con la naturaleza, el arte y otras personas, a través del juego, la exploración y la aventura. Imponerles a niños pequeños una agenda de ministro, llena a rebosar de actividades extraescolares y ocio guiado, es un error. También lo es permitir que llenen los espacios entre actividades con el consumo superficial y compulsivo de pantallas.
¿Cómo afectan las pantallas a esa capacidad de asombro?
Las pantallas de móviles, ordenadores y tabletas merman la capacidad de asombro en los menores, una emoción esencial para su desarrollo. Estas tecnologías, omnipresentes en la vida moderna, generan dispersión constante, un velo que nos desconecta de la maravilla. Los niños, absortos en estímulos rápidos y superficiales, pierden la calma y la atención necesarias para maravillarse ante lo cotidiano que los rodea. Las pantallas los aíslan en un mundo digital que prioriza la gratificación inmediata sobre la contemplación paciente, y sofoca la curiosidad natural que lleva al asombro.
Además, el abuso de pantallas fomenta la impaciencia y dificulta que los menores se detengan a explorar el misterio de la existencia, ya sea a través de la naturaleza, el arte o la ciencia, por ejemplo. Este aislamiento digital también debilita los vínculos comunitarios, pues reduce la empatía y la generosidad, efectos sociales del asombro que han sido contrastados. La velocidad frenética de las redes sociales y los videojuegos, cargados de ruido y estímulos, contrasta con la quietud que requiere experimentar la maravilla. Como resultado, los niños crecen menos abiertos a lo trascendente, atrapados en un ciclo de consumo que, según Adam Zagajewski, “amputa lo sublime.”
Para contrarrestar esto, las familias y educadores debemos limitar el tiempo de pantalla, proponer un uso consciente y guiar a los menores hacia experiencias y narrativas que los conecten con el mundo real. Proteger su capacidad de asombro es devolverles la posibilidad de vivir con plenitud, humildad y gratitud.