Adolfo tiene al aire de la casa: alto, moreno, deportivo, observador. Es doctor en Derecho. Me cuenta que fue a la Misa del Papa, con la familia, en la plaza de Colón, y que el día de su santo, el lunes, lo habitual, aunque distinto, si acaso una conversación larga por teléfono con su esposa, o de la casa de su padre; pero es día de furgoneta y de caminante, de candidato. Le gusta la polémica, no ha podido desasirse de la política porque la lleva en la masa de la sangre desde que vino al mundo, pero es un poeta secreto, aunque a veces publica sus versos, por ejemplo, «Sueños», «Poemas» y todo lo que le echen. Escucha a la gente, sabe que ganar no es fácil, quizá para él más difícil que para nadie. Ha hecho su tesis doctoral en Harvard, ha trabajado en la América de nuestro idioma y es duro y tierno al mismo tiempo. Hablamos mientras ya cantan las chicharras en los campos rojos, verdes, dorados de La Mancha.
—Dígame qué tiene usted de su madre, Amparo, que tanta fuerza aún infunde a su casa. Su madre, que en paz descanse.
—Debes hablarme de tú, si acaso yo de usted. Nos conocemos desde hace muchos años.
Respira fuerte. Los niños buscan espárragos, palabra de honor; espárragos verdes.
—La recuerdo desde muy pequeñito. De mi madre tengo dos pasiones compartidas, que son la música y la poesía. Desde muy pequeño me enseñó a leer poesía, me enseñaba a componer y a disfrutar de la música clásica y la ópera, pero, sobre todo, el sentido religioso y trascendente de la vida, que nos inculcó desde pequeños y que supo mantener hasta el último minuto de su vida. No me gusta hablar mucho de esto, pero adelante, adelante. Poco antes de entrar en el quirófano me dijo que, pasase lo que pasase a la salida de la operación última, ella estaba en paz con Dios y que nos ocupáramos de mi padre.
"La entrega total y absoluta con mi madre
Se le quiebra la voz. Le pregunto qué tiene de su padre, que acaba de cumplir setenta espléndidos años.
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