"Hay días en los que me siento agotada, me molesta todo, tengo poca paciencia y, sin pensarlo demasiado, termino buscando algo dulce. A veces ni siquiera tengo hambre, pero ese trozo de pastel o ese pan con mermelada me da una sensación momentánea de alivio. No sé si es mi falta de voluntad, pero muchas veces lo dulce me calma por un momento y después me viene el bajón: el mal humor, el cansancio aún más profundo, la culpa, la inflamación. Y durante la menopausia, esa conexión se vuelve aún más evidente."
¿Por qué somos más sensibles al azúcar en la menopausia?
Durante la transición a la menopausia, el deseo por el azúcar aumenta por múltiples razones fisiológicas y emocionales. El cerebro, en estados de irritabilidad, ansiedad, estrés crónico o carencia de energía, busca soluciones rápidas como alimentos dulces o refinados que se transforman en glucosa.
Una vez que ingerimos azúcar o carbohidratos refinados, el páncreas libera insulina —una hormona que ayuda a introducir la glucosa en las células para transformarla en energía—. En esta etapa, esta respuesta suele estar alterada: los cambios neuronales y hormonales, especialmente la disminución de los niveles de estrógeno, reducen la sensibilidad de las células a la insulina.
Esto genera subidas rápidas de glucosa que, a su vez, provocan un pico de dopamina, el neurotransmisor del placer, lo que explica esa sensación de alivio emocional temporal. Esta acción tan rápida del azúcar te conduce a querer consumir más, al tiempo que el cerebro libera endorfinas —derivados naturales con efectos similares a las drogas— que brindan una sensación de relajación, disminuyen la ansiedad por hambre y refuerzan el placer de comer. Pero poco después, el cuerpo responde con una bajada brusca de esa glucosa, y con ella llega el efecto rebote.
El azúcar no solo impacta por lo que contiene, sino por lo que provoca: una montaña rusa emocional y energética que altera el estado de ánimo, amplifica el cansancio y perpetúa el malestar
Paralelamente, el deseo por lo dulce se incrementa debido a la resistencia a la leptina, típica de esta etapa. Esta hormona, encargada de la saciedad, deja de enviar señales claras al cerebro de “estoy llena”. Al mismo tiempo, la grelina —la hormona que estimula el apetito— puede aumentar en situaciones de estrés o falta de sueño, elevando aún más el apetito y, en particular, el deseo de energía rápida como el azúcar o alimentos ricos en harinas o almidones.
Esta combinación hormonal contribuye a que muchas mujeres en esta etapa sientan más hambre, más antojos y menos control sobre el impulso de comer este tipo de alimentos.
Dicho de otra manera: el azúcar no solo impacta por lo que contiene, sino por lo que provoca: una montaña rusa emocional y energética que altera el estado de ánimo, amplifica el cansancio y perpetúa el malestar, especialmente en la menopausia. Además, carece de vitaminas, minerales, fibra, antioxidantes y otros nutrientes esenciales: es energía vacía, como cita Miguel Sánchez Romero en su libro Alimenta bien tu cerebro (Editorial Cúpula).
El riesgo de abuso de este mecanismo puede resultar en envejecimiento cerebral y aumentar la probabilidad futura de alzhéimer, obesidad, diabetes, hipertensión arterial, cardiopatías y otras lesiones vasculares.
De la galleta a la crisis existencial: crónica de una microbiota alterada
Además, este tipo de dieta alta en azúcares y ultraprocesados altera la microbiota intestinal, favoreciendo un estado inflamatorio crónico. La disbiosis —el desequilibrio entre bacterias beneficiosas y patógenas— promueve el crecimiento de cepas como clostridium, klebsiella o ciertos estreptococos, lo que interfiere directamente en la producción de serotonina, el neurotransmisor clave para regular el estado de ánimo, el sueño y el apetito.
También se ve afectado el GABA, nuestro calmante natural. Cuando este neurotransmisor disminuye, aparecen con más frecuencia la ansiedad, el insomnio y el deseo irrefrenable de consumir azúcar. Y esto se agrava en la transición a la menopausia, donde la progesterona —una de las vías para sintetizar GABA— también se encuentra en descenso.
A todo esto se suma la activación crónica del eje del estrés (HHA: eje hipotálamo-hipófisis-adrenal), una vía que se mantiene encendida por el ritmo de vida moderno y por la caída de progesterona, una hormona con efecto antiinflamatorio natural. Esto repercute directamente sobre el sistema inmune.
¿El resultado? Una mezcla explosiva de niebla mental, ansiedad, insomnio y fatiga persistente, que se retroalimentan con un entorno intestinal inflamado
Como bien menciona Beatriz Larrea en su libro El cerebro atómico, de Editorial La Esfera de Los Libros, la inflamación crónica es un factor de riesgo importante para enfermedades mentales como la depresión y la ansiedad, además de estar vinculada a alteraciones neurológicas.
Por si fuera poco, los picos de azúcar y el consumo habitual de carbohidratos refinados —panes, dulces, pasta, arroz— elevan la insulina y favorecen el aumento de grasa abdominal, alterando aún más el equilibrio hormonal.
Este impacto se ve intensificado en mujeres con tiroides desequilibrada, cortisol alterado por estrés o insulina inestable. Todo se retroalimenta. El intestino se convierte en un centro inflamatorio que afecta al resto del cuerpo, y en muchos casos, termina detonando procesos autoinmunes.
En conjunto, este proceso es una verdadera montaña rusa fisiológica y emocional: desde el deseo inicial por algo dulce hasta el agotamiento físico y mental que deja como consecuencia un círculo vicioso: azúcar, inflamación y agotamiento.
Cómo lo soluciono
- Desengánchate del azúcar: al igual que cualquier sustancia adictiva, necesitas hacerlo poco a poco. Comienza sustituyendo por versiones integrales y endulza tus alimentos con azúcar de coco o sirope de agave, ambos de bajo índice glucémico. Luego, reduce progresivamente el consumo de estos alimentos hasta alcanzar una ingesta adecuada, que podría rondar los 50 mg diarios, según tu nivel de actividad física. También puedes usar frutas como manzanas, dátiles o mangos para endulzar de forma natural, ya que son ricas en fibra.
- Respeta las demandas de tu cuerpo: asegúrate de mantener una alimentación equilibrada, con porciones adecuadas de proteínas, fibra, verduras y frutas de colores. Esto favorece una buena saciedad y estabilidad emocional.
- Respeta los horarios de las comidas y deja suficiente espacio entre ellas para que tu metabolismo pueda hacer bien su trabajo digestivo.
- Muévete todos los días: la actividad física mejora la sensibilidad a la insulina, lo cual es clave cuando consumes alimentos con carga glucémica. El ejercicio aeróbico diario puede ayudarte a optimizar tu metabolismo.
- Incorpora aceite de coco: se está estudiando por su posible papel en la regulación de la glucosa cerebral. Se asocia con mejoras en el metabolismo cerebral y, como consecuencia, en el estado de ánimo.
- Promueve la producción de serotonina, neurotransmisor clave para la estabilidad emocional, que aporta calma y reduce la ansiedad. Puedes apoyar este proceso con suplementos de azafrán, alimentos fermentados como yogur o kéfir (preferiblemente de cabra u oveja), alimentos ricos en fibra, probióticos específicos según tu microbiota, y nutrientes que estimulan la producción de serotonina, melatonina, GABA, zinc, magnesio y vitamina B6.
- Apóyate en adaptógenos como Rhodiola rosea, romero o raíz de suma, que ayudan a equilibrar la serotonina. También contribuyen: pasar tiempo al aire libre, la meditación, la hierba de San Juan, el azafrán o la pasiflora. Considera también la mucuna, schisandra y albizia.
- Incluye alimentos prebióticos y psicobióticos: estos microorganismos específicos mejoran tu estado emocional al actuar directamente sobre el eje intestino-cerebro. Los prebióticos, como las fibras fermentables, alimentan tu microbiota, creando un entorno más estable y saludable para tu equilibrio emocional.
REFERENCIAS
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