La actividad de las glándulas sebáceas disminuye cuando bajan las temperaturas. Es decir, producimos menos grasa, lo que deja la piel más desprotegida. Perdemos capacidad para retener el agua que contiene, y dejamos que se evapore fácilmente a través de la epidermis. Curiosamente, la temperatura cutánea desciende aunque nos encontremos en ambientes con calefacción. En resumen: con el frío la piel se torna más seca y frágil.
Una de las características del clima invernal es la disminución de la humedad ambiental. El aire está más seco. Y por tanto, roba agua de donde puede, ¡incluida la piel! Por la misma razón por la que el cutis se ve jugoso y lozano en climas húmedos, en los ambientes secos se deshidrata. Esto es especialmente visible en las personas mayores, a quienes a menudo en invierno se les descama y agrieta la piel, especialmente en brazos y piernas, donde existe un menor número de glándulas sebáceas. Eso causa molestias y picores, y la epidermis llega a tomar un aspecto rugoso, casi grisáceo. Para evitarlo, hay que seguir los siguientes pasos:
La importancia de elegir la crema adecuada
Para impedir la pérdida transepidérmica de agua (es decir, esa evaporación que la deja agotada), hay que contar con la ayuda de hidratantes muy ricas, capaces de reestablecer esa capa de protección natural, algo debilitada. Para muchas personas, es el momento de pasarse a cremas muy emolientes, que ejerzan un suave efecto oclusivo sobre la piel. Diversos estudios han demostrado que la vitamina E ayuda a restaurar la barrera hidrolipídica, función de reparación que se ve potenciada por la vitamina C y las ceramidas.