Encaramada sobre un espolón rocoso y custodiada por pinares centenarios, Linares de Mora aparece de pronto al doblar una curva de la carretera, como una visión que desafía el paso del tiempo. Desde la distancia, mucho antes de adentrarse en sus empinadas calles, el viajero contempla una estampa que parece brotar del imaginario medieval: las casas encaladas se abrazan a la ladera rocosa en un equilibrio casi imposible; la esbelta torre de la iglesia de la Inmaculada –elegante centinela, separada del templo como un faro de piedra– se recorta contra el azul del cielo aragonés; y más arriba, los restos del antiguo castillo coronan el pueblo con un eco que resuena a antiguas batallas. El viento huele a monte, a leña y a piedra vieja, y hay una quietud en el aire que invita a reducir la velocidad, a mirar, a escuchar.
Este rincón privilegiado del corazón de la Sierra de Gúdar, situado en el extremo sudeste de la provincia de Teruel, acaba de ingresar, de forma oficial, en el selecto club de Los Pueblos más Bonitos de España, que agrupa a localidades con un notable valor patrimonial, histórico y paisajístico. Junto a La Fresneda, que también se ha sumado recientemente a esta prestigiosa lista, Linares comparte este honor con otros pueblos turolenses como Albarracín, Rubielos de Mora, Calaceite, Mirambel, Puertomingalvo, Valderrobres o Cantavieja. Una distinción más que merecida que premia la belleza intacta de este enclave singular, donde la arquitectura popular y el entorno natural se funden en perfecta armonía.
Calles que cuentan historias
Caminar por Linares de Mora traslada al visitante a una maqueta viva donde cada piedra guarda la memoria de tiempos pasados. La localidad fue fundada por los musulmanes, pero alcanzó su máximo esplendor tras la conquista de las tropas cristianas de Alfonso II de Aragón, quien dejó su defensa en manos de los caballeros templarios.
Hoy, el trazado urbano se adapta al relieve del altozano sobre el que se asienta, como si las calles hubieran brotado directamente de la roca. Las casas, de dos o tres alturas, se abren a calles distintas: la puerta principal en la calle inferior; una secundaria en la superior. Esta disposición crea un juego de desniveles, de asimetrías cautivadoras, de fachadas altas cargadas de balcones y aleros de madera.
Los vestigios de la antigua muralla medieval, testimonio de un pasado en el que Linares fue territorio fronterizo, aún vigilan el pueblo, y también se conservan tres antiguos portales: el Portal de Abajo (o de la Fuente), el Portal de En Medio y el Portal Alto. Pasar bajo estos arcos centenarios supone atravesar las fronteras del tiempo. Toda la localidad está salpicada de rincones con encanto, pero es en la calle Temprado donde se concentran algunas de las construcciones más singulares, con casas vestidas con balcones de madera y hierro, hermosos aleros y vistosas rejerías en las puertas que hablan del mimo con el que se ha mantenido el alma del pueblo.
La iglesia, el castillo y la vida que late dentro
De estilo barroco y dimensiones monumentales, la iglesia parroquial de la Inmaculada Concepción (siglo XVIII) es el edificio más notable de Linares de Mora. Declarada Bien de Interés Cultural en el año 2001, destaca por su ubicación elevada, por su planta de tres naves y por su interior decorado con pinturas murales, estucos y enlucido en tono pastel. Tras sus muros se conservan notables piezas de orfebrería, como una cruz procesional gótica del siglo XIV, pero la joya más valiosa es un tríptico esmaltado del siglo XVI que representa escenas de la Pasión, y cuya calidad y belleza es motivo suficiente para justificar una escapada a la localidad turolense. Separada unos metros del templo se alza la torre campanario, construida con piedra sillar, de base cuadrada y cuerpo superior octogonal. Es el gran hito vertical de Linares, visible desde casi cualquier punto de la población y de los alrededores.
Coronando el pueblo, en el escarpe más abrupto, descansan los restos del castillo, datado en el siglo XIII, y que durante algún tiempo estuvo en manos de la Orden del Temple. Su planta irregular se adapta a la cima rocosa, y su silueta le otorga a la localidad una estampa de leyenda, pues, pese a su estado ruinoso, conserva la fuerza simbólica de las fortalezas de frontera.
Rincones con alma y ventana al firmamento
En Linares de Mora no hay monumento menor. El lavadero tradicional junto al Portal de Abajo, las fuentes centenarias, las ermitas diseminadas en el entorno –como Santa Ana, Loreto o Santa Bárbara–, el antiguo hospital reconvertido en hostal… Todo habla de un modo de vida pausado, comunitario, respetuoso con el medio y la tradición.
El entorno natural también es un paraíso para senderistas y amantes de la montaña. Varias rutas señalizadas permiten descubrir enclaves como el Pozo Navarro –una poza de agua cristalina a unos 3 km del pueblo–, el Molinete –con su cascada escondida entre rocas– o la emblemática Cueva Mona, que ofrece incluso una vía ferrata para los más aventureros, en la que no falta un puente tibetano que permite disfrutar de unas vistas panorámicas que dejan sin aliento.
Todo el municipio está poblado por rincones de gran belleza, a menudo tapizados por pinares, pero si hay dos árboles que encarnan el espíritu de esta tierra, esos son el Pino del Escobón (el más alto de Aragón, con 22 metros) y el Pino Obrado, ambos catalogados como árboles monumentales.
Además, la comarca Gúdar-Javalambre está reconocida como Destino Turístico Starlight, lo que convierte a Linares en un lugar ideal para la observación del cielo nocturno. A sólo 3,5 km del casco urbano, por ejemplo, se encuentra el Mirador de las Estrellas, desde el que puede disfrutarse de una estampa espectacular y sobrecogedora del firmamento nocturno.
Sabores que saben a sierra
La gastronomía local es otro de los atractivos de Linares, y sus platos combinan sencillez y contundencia. En los menús de los restaurantes locales destacan las migas del pastor, las carnes a la brasa, los embutidos artesanos, el jamón de Teruel (cómo no) y quesos de la Sierra de Gúdar. Entre los productos más singulares brilla la trufa negra de Teruel, uno de los tesoros micológicos más cotizados, y los rebollones o níscalos, que crecen bajo el abrigo de los pinares.
Para el paladar goloso, nada como probar los testamentos, una especie de torta triangular hecha de masa crujiente, aceite de oliva y azúcar, típica del pueblo. Como muchos sabores rurales, su origen es humilde, pero este dulce resulta tan delicioso que es excusa suficiente para regresar a Linares de Mora una y otra vez.