En Cantabria hay nueve faros, pero estos tres son excepcionales, mucho más que simples torres luminosas. Al primero se puede ir en coche o a pie, pero para ver los otros hay que andar –poco o bastante, según el camino que se elija–, remar e incluso bucear.
SANTANDER, UN FARO QUE NI PINTADO
Al norte de Santander, vigilando la entrada de la bahía, se alza el faro de Cabo Mayor. Esta radiante torre cilíndrica de desnuda sillería, con foco situado a 30 metros de altura sobre la tierra y a 91 sobre el mar, se encendió por primera vez el 15 de agosto de 1839. Además de emitir dos destellos de luz blanca cada diez segundos y dos pitidos largos cada 40 en caso de niebla, brinda un panorama acongojador de la costa acantilada y alberga un museo en el que se exponen más de 2000 obras, objetos y curiosidades reunidas por el santanderino Eduardo Sanz (1928-2013), el pintor de las olas y los faros, y por su mujer, la también artista Isabel Villar (1934). Cuadros, dibujos, acuarelas y grafitos realizados por Eduardo durante 60 años de trabajo, casi siempre con la mirada puesta en el mar, integran esta magnífica colección. Pero también faros pintados por artistas como Úrculo, Pérez Villalta, Eduardo Arroyo o Andrés Rábago El Roto, que el matrimonio coleccionaba, y exposiciones temporales. Más información sobre el Centro de Arte Faro Cabo Mayor, en puertosantander.es/faro-de-cabo-mayor
DEL SARDINERO A CABO MAYOR, POR TODA LA ORILLA
El lugar donde se erige el faro de Santander, Cabo Mayor, es un sobrecogedor promontorio rocoso que los vecinos frecuentan los días de galerna para ver romper olas como montañas. Se puede ir en coche –lo más lógico en tales días– o, cuando el tiempo lo permite, andando por la costa desde el final de la segunda playa del Sardinero. Por este camino se pasa por la playa de Los Molinucos, Cabo Menor –donde se encuentra el campo de golf municipal–, la playa de Mataleñas y, bordeando los acantilados cada vez más altos en los que anidan el halcón y el colirrojo tizón, se llega al faro. Es un sendero fácil de 3,2 kilómetros, que se recorre cómodamente en una hora (solo ida).
AJO, UN FARO INVISIBLE HASTA QUE LO COLOREÓ OKUDA
A 16 kilómetros del faro de Santander en línea recta, pero a 46 yendo por las carreteras que recomienda Google Maps, se levanta el de Ajo. Desde 1930 luce en lo más alto del cabo más septentrional de Cantabria, a 71 metros sobre el fiero Cantábrico. Era blanco. O mejor dicho, invisible, porque parece que nadie había reparado en él hasta 2020, cuando cambió su blancura original por los cien vivos colores que el artista urbano santanderino Óscar San Miguel Erice, más conocido como Okuda, eligió para pintar encima con sus espráis animales autóctonos de la tierruca: un oso, un lobo, un buitre, una cabra... Como hubo quien protestó por lo que consideraba un “atropello patrimonial”, la obra se hizo con fecha de caducidad –28 de agosto de 2028–, pero cuesta creer que dentro de tres años blanqueen la torre de nuevo, viendo las multitudes que atrae. Y es que todos los días cientos de personas se acercan en coche al cabo, pasean 200 metros justos por un camino obligatorio de grava que lleva entre dos empalizadas hasta el faro pintado por Okuda y se hacen las mil fotos que puede verse en Instagram.
UN CAMINO MEJOR: DE LA PLAYA DE CUBERRIS A LA OJERADA
Mejor que el camino fácil, que suele estar abarrotado, es seguir el sendero que va bordeando la costa desde la playa de Cuberris hasta la ría de Ajo. Siguiéndolo, atravesaremos un paisaje kárstico fabuloso: una Ciudad Encantada llena de cuchillas afiladas y profundas grietas que el océano ha esculpido en el acantilado calcáreo. Luego llegaremos al faro y, desde un mirador turístico con prismáticos que hay al borde del acantilado, otearemos la ciudad de Santander, que no está lejos, y las cumbres de los Picos de Europa, que están a 100 kilómetros. Y, por último, nos plantaremos en la Ojerada, dos arcos de roca como dos inmensos ojos azules por los que el mar se ve y, sobre todo, se oye mejor que en ningún otro lugar del cabo, pues al filtrarse las olas por recónditas fisuras de la roca afloran aquí como chorros de ballenas gigantes. Tres horas y media se tarda en ir y volver por el mismo sendero, que está bien señalizado con letreros, banderines metálicos y marcas de pintura blanca y amarilla.
763 PELDAÑOS PARA BAJAR AL FARO DEL CABALLO
Otro faro que atrae a los curiosos es el del Caballo, que lleva plantado desde 1863 en un lugar increíble a 3,5 kilómetros de Santoña. Tanta gente quiere verlo en verano, que ha habido que establecer un sistema de reservas on-line (santoña.es) y un cupo máximo de visitantes: ¡cien cada dos horas! Lo que atrae a tantas personas es su insólito emplazamiento, porque no está en un sitio elevado, como todos los faros, sino al borde del mar, en una repisa rocosa al pie del monte Buciero, sin una carretera en varios kilómetros a la redonda. Para verlo de cerca no queda más remedio que ir en barco desde Santoña o Laredo –solo para verlo: no se puede desembarcar– o hacerlo a pie desde la primera población. El camino, de una hora y media –solo ida–, no tiene pérdida: es un hormiguero de senderistas. Desde el fuerte de San Martín, se sube suavemente por la ladera sur del monte Buciero y, cuando ya se está a buena altura, se baja por un acantilado en el que hay labrada una escalera de 763 peldaños. La construyeron a finales del siglo XIX los reos del Cuartel del Presidio de Santoña y hoy es otro trabajo forzoso, no ya bajarla, sino tener que subirla después.
VUELTA A SANTOÑA REMANDO EN UN KAYAK
Subir por la larguísima escalera es un tormento que podemos evitar si quedamos en el faro del Caballo con los guías de Buciero Natura (bucieronatura.com) y volvemos con ellos a Santoña remando en una flotilla de kayaks, con varias barcas de apoyo. Tardaremos lo mismo que a la ida –una hora y media–, pero trabajaremos otros músculos y veremos cosas distintas, mucho más llamativas. A lado mismo del faro, descubriremos una inmensa cueva que ha sido excavada por las olas en la base de los acantilados calcáreos y que antiguamente era usada como abrigo por los barcos en peligro. Y a medio camino entre el faro y Santoña, en el paraje conocido como Villapececitos, disfrutaremos con unas gafas de buceo –incluidas en la actividad– de estos fondos limpios y riquísimos, poblados por pulpos, doradas, sardinas y bocartes. Estos últimos, salados, sobados a mano y conservados en aceite de oliva, son las famosas anchoas de Santoña.