Bárbara de Braganza, una infanta portuguesa en el trono de España

Por hola.com

Bárbara de Braganza, nacida Infanta de Portugal y gracias a su matrimonio con el futuro Fernando VI (1713-1759), Reina de España, fue una de las Soberanas del siglo XVIII de personalidad más pronunciada. Mujer de una cultura muy por encima de la media de las mujeres coronadas de la época, con un talento especial para la música, y comprometida con la política de su país de acogida, si bien evitando siempre las intrigas palaciegas, la vida de la reina Bárbara merece ser recordada. En estas líneas repasamos su biografía.

Nace la futura Reina de España con el nombre de María Madalena Bárbara Xavier Leonor Teresa Antonia Josefa en Lisboa el 4 de diciembre de 1711, siendo la primogénita del rey Juan V de Portugal (1689-1750) y de María Ana de Austria (1683-1754). La Princesa, que hasta el nacimiento de su hermano Pedro (1717-1786) llevó el título de Princesa de Brasil y, por tanto, de Heredera al trono luso, tuvo una infancia caracterizada por el profundo sentido religioso que profesaba su madre, que quiso transmitir a sus hijos, y el enorme afecto que su padre tenía por la cultura, en especial la literatura y la música. El don de la Princesa por este último arte se dejó ver desde sus primeros años, no dudando sus padres en contar con el compositor italiano Doménico Scarlatti (1685-1757) como profesor de clave de su hija. Pese a su corta edad, la Princesa comenzó a ser vista en diferentes cortes europeas como una posible candidata a contraer matrimonio con los reyes y príncipes casaderos del momento. Así, es conocido que la princesa Bárbara fue considerada como posible esposa del rey Luis XV de Francia (1710-1774), entre otros. Pese a no ser descrita en las crónicas como una mujer de gran belleza–la futura Soberana había sufrido viruela durante la pubertad, dolencia que le había dejado unas llamativas marcas en el rostro -, sí se destacaba su gran educación –era capaz de hablar con soltura seis idiomas- y su exquisito dominio del protocolo, ambas propiedades muy valoradas en el siglo XVIII.

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Finalmente sería el por aquel entonces príncipe Fernando, hijo de Felipe V (1683-1746) y de su primera esposa, María Luisa Gabriela de Saboya (1688-1714), el que terminara llevando a la princesa portuguesa al altar el 20 de enero de 1729 en la Catedral de Badajoz, pasado un año de la celebración de la boda por poderes. El matrimonio entre el Príncipe de Asturias y la infanta lusa suponía, desde un punto de vista estratégico, una relajación de las no siempre cordiales entre las dos naciones ibéricas. Además, pese a tratarse de un matrimonio arreglado entre las dos casas reales, los príncipes, al conocerse en persona en la ciudad extremeña, se enamoraron de forma sincera, un afecto que no desapareció nunca a lo largo de los años de convivencia, más al contrario, fue acrecentándose. Una de las razones de la cómplice unión de la pareja era la poca simpatía que por ellos sentía la segunda esposa del rey Felipe V, Isabel de Farnesio (1692-1766), quien no cesaba en sus intentos de defender los intereses de sus hijos, en detrimento de los hijos del primer matrimonio de su marido.

Los Príncipes de Asturias celebraron su viaje de luna de miel recorriendo gran parte de España. Pese al origen extranjero de la Princesa, su discreción y bonhomía pronto caló en los habitantes de España, que les mostraban su cariño, cada vez con más efusividad. Los recién casados se instalaron en la capital de España en el antiguo Alcázar –el actual Palacio Real-, donde la Princesa comenzó a insuflar su gusto por la cultura y, en especial, su melomanía. Prácticamente cada noche se organizaba en la residencia de los Príncipes conciertos, que hacían las delicias de los cortesanos madrileños, nada acostumbrados a las exquisitez artística que ostentaba la Princesa de Asturias.

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Sin embargo, aunque el matrimonio de los Príncipes era idílico, un grave problema vendría a traer el infortunio en la pareja: su imposibilidad de tener descendencia. Pese a que los galenos de Palacio se esmeraban en que la Princesa quedara embarazada, tras diversos estudios llegaron a la conclusión que el príncipe Fernando era infértil, tal y como ponían de relieve las conclusiones de los médicos: “Si bien cuando existen en el Príncipe los síntomas y movimientos necesarios para dar satisfacción a una mujer, carece de algo esencial, de modo que hay en él muchos resplandores, pero sin llamas capaces para la generación”. Como no podía ser de otro modo, la consternación general ante este anuncio, contrastaba con la alegría de Isabel de Farnesio, que veía así el camino despejado hacia el trono para su hijo, el de hecho futuro rey Carlos III (1716-1788).

Los conflictos con su suegra fueron casi continuos. La reina Isabel la acusó de estar maquinando en pos de un acuerdo de Portugal con Francia. Igualmente convenció a su marido de que la princesa portuguesa conspiraba con su hijo para arrebatarle el trono. Finalmente Felipe V decidió apartar a los Príncipes de Asturias de la vida pública, hasta el punto de someterles a reclusión en sus aposentos de Palacio. La princesa Bárbara, pese a las afrentas, a veces incluso en público, de la Reina, siempre supo mantener la compostura, lo que habla de su carácter afable y de su extraordinaria educación.

La situación de marginación de los Herederos se mantendría hasta la muerte del rey Felipe V en 1746. Durante el reinado de su marido, la reina Bárbara siempre se mantuvo al lado de su esposo, facilitando que las relaciones de España con Portugal fueran siempre las mejores posibles. La Soberana participaba en la mayoría de las reuniones de los ministros, considerándola éstos una prudente política y, sobre todo, un puente de comunicación con su marido, el Rey. Frente a la siempre inescrutable Isabel de Farnesio, la reina Bárbara fue en definitiva una gobernante transparente y moderada. Además, la Reina sería la encargada de eliminar de la Corte a todos los elementos afines a la antigua Reina, a la que conseguiría mandar al exilio en 1747. Sin embargo, el drama de la infertilidad del Rey seguía persiguiendo a la Soberana que comenzó a obsesionarse con la idea de que en el caso de que su esposo falleciera antes que ella, su futuro quedaría muy comprometido. Por ello, la reina Bárbara comenzó a acumular objetos de lujo, en especial joyas y piezas de arte que la salvarían de la ruina si enviudara.

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La salud de la Reina comenzó a resentirse a partir de 1748, a causa de un asma agudo y de un aumento de peso considerable. Preocupada por el destino de sus restos una vez falleciera –al no haber dado descendencia a su marido y no ser madre de Rey no podía ser enterrada en el Panteón de los Reyes de El Escorial-, la Reina manda construir el Real Monasterio de las Salesas, que la Soberana costeó con sus patrimonio. El Monasterio, que cuenta con dos sepulcros, uno para ella y otro para su marido, se inaugura en septiembre de 1757. Ese mismo año, la Soberana comienza a sentirse mal. Un cáncer de útero la provoca grandes dolores y pronto los tumores se extienden por su cuerpo. Finalmente el 27 de agosto de 1758, la reina Bárbara moría en el Palacio de Aranjuez a los 47 años de edad. Como era su deseo, sus restos mortales fueron enterrados en la iglesia de las Salesas Reales. Su marido, el Rey, se sumió en una profunda depresión, negándose incluso a residir en Palacio, acosado por los recuerdos de su amada esposa. Instalado en el castillo de Villaviciosa de Odón el rey Fernando enloquece de amor, llamado en grito a su esposa noche y día. Completamente destruido psíquicamente por el dolor de la pérdida y físicamente diezmado, el Rey muere el 10 de agosto de 1759 a los 46 años de edad. Tras ser despedido por el pueblo de Madrid con cariño y respeto –Fernando VI pasaría a la Historia con el sobrenombre de “el Prudente”-, los restos mortales del Soberano fueron llevados a las Salesas Reales donde aún hoy en día –en la actual Iglesia de Santa Bárbara- descansan al lado de su esposa, la reina Bárbara.