María Josefa de Baviera, la abnegada Emperatriz

La segunda esposa del emperador Jose II tuvo una vida triste, marginada por su marido hasta sus últimos días a pesar de su entrega y buen corazón

Por hola.com

Probablemente sea la vida de María Josefa de Baviera (1739-1767), segunda esposa del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico José II (1741-1790), una de las más tristes de las que en esta sección hayamos narrado. Mujer que, pese a ser obligada a casar con un primo viudo, se entregó al matrimonio de forma desinteresada, sin recibir nunca a cambio el más mínimo reconocimiento, sino al contrario, el desprecio más absoluto de su esposo, quien siempre echaría de menos a su adorada primera mujer. Recluida y marginada en sus aposentos vieneses, la Emperatriz llevaría una vida de sufrimiento que terminaría con su prematura muerte a los 28 años de edad, en total soledad. Hoy pues repasamos la trágica biografía de la emperatriz María Josefa.

Nace la futura Soberana en Múnich el 30 de marzo de 1739, siendo la benjamina del emperador Carlos VII (1697-1745) y de la archiduquesa austriaca María Amalia (1701-1756). Poco se sabe de la infancia de María Josefa, aunque es conocido que tanto ella como sus hermanos recibieron una estricta educación, incidiendo sobre todo en el protocolo, una vez que los progenitores aspiraban a que sus retoños, en el futuro, terminaran recabando en las familias reales europeas. Sea como fuere, al llegar a la juventud, el nombre de María Josefa, a la que, desde luego, no le faltaba pedigrí – entre sus antepasados se encontraba un rey polaco y, como miembro de la Casa de Wittelsbach, una infinidad de condes y duques de los reinos germanos -, comenzó a sonar en los centros de poder como una posible e idónea candidata para desposar a alguno de los monarcas y príncipes casaderos.

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Entre los que se encontraban en búsqueda de esposa – con el objeto principal de procrear un sucesor – destacaba el príncipe José, quien en 1765 se convertiría en Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, viudo desde 1763. El príncipe había casado en 1760 con la princesa Isabel de Parma (1741-1763), con la que había protagonizado una de las historias amor más apasionadas de la época, que se truncó con la abrupta muerte de la Princesa a causa de una fulminante viruela. Pese a que el viudo sufría una profunda depresión por el fallecimiento de su amada, sus consejeros habían comenzado la busca de una segunda esposa, con la esperanza de que ésta engendrara al tan ansiado heredero varón.

Las negociaciones para el matrimonio fueron breves, una vez que se trataba de un arreglo familiar, los novios eran primos segundos, y de que, a fin de cuentas, el enlace era beneficioso para las dos partes. La boda, por poderes, se terminaría celebrando 13 de enero de 1765, seguida de una ceremonia formal doce días después en el Palacio Schönbrunn de Viena, acompañada de una gran fiesta en toda la ciudad imperial.

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Detrás de las festividades y los ágapes, se escondía, sin embargo, una situación más que problemática. José, que había aceptado casar en segundas nupcias a regañadientes y que aún se encontraba en pleno duelo de su primera esposa, nunca aceptaría a María Josefa. En su correspondencia la describiría como una mujer de escaso atractivo físico, de escueta estatura y con una dentadura deficiente. El Emperador llegaría a afirmar: “Quieren que tenga hijos con ella, pero, ¿cómo podría? ¡Si solo fuera capaz de ponerle un dedo encima!”. Apenas se encuentra un pasaje en el que el futuro Emperador se refiera a ella con amabilidad. Incluso su fidelidad y buen corazón son interpretados por su marido como signos de debilidad y de escasa personalidad.

Según no pocos historiadores, el Emperador se negaba a compartir habitación con la bávara – el Emperador bromearía en repetidas ocasiones que la única ocasión en la que veía a su esposa era a la hora de comer, y solo por escasos minutos, una vez que su sola presencia le hacía apresurarse a abandonar la mesa -. El único motivo por el que no la repudiaría públicamente sería el hecho de que su madre, la imponente emperatriz María Teresa (1717-1780), se había mostrado partidaria de la unión. Temeroso de enfurecer a su madre, el Emperador mantenía la farsa del matrimonio de puertas afuera. Sin embargo, apenas disimularía sus escarceos con otras mujeres y en su correspondencia incluso se ufanaría de sus conquistas.

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Pese al evidente desprecio por parte de su marido, la emperatriz María Josefa no solo sabía mantener las formas – apareciendo en público con total dignidad y sin dar muestras de su creciente tristeza y soledad -, sino que llegó a confesar a su círculo más íntimo sentir cariño e incluso amor por su marido – en la actualidad se considera que la Emperatriz desarrolló un complejo de inferioridad rayano en la patología que le hacía mostrarse sumisa ante su marido, con la esperanza de que éste le entregara algo de cariño -. Ni siquiera la intermediación de su suegro, el emperador Francisco (1708-1765), quien llamó la atención a su hijo por su actitud intolerable y poco caballerosa, hizo cambiar de actitud al emperador José.

LOS ÚLTIMOS DÍAS DE UNA EMPERATRIZ OLVIDADA
El aislamiento y la desconsideración comenzaron a hacer mella en la Emperatriz. Sus apariciones oficiales se redujeron al mínimo y cuando se producían su rostro, pálido y demacrado, dejaba traslucir el sufrimiento del que estaba siendo víctima. En 1767 la Emperatriz enfermó gravemente de viruela. Su marido, en parte con miedo a ser contagiado, pero también por falta de interés, nunca visitaría a su mujer en su agonía. María Josefa, de hecho, pasaría sus últimos días en la más completa soledad, poco menos que olvidada antes incluso de fallecer. La muerte le sobrevendría el 28 de mayo, con apenas 28 años de edad. Su ya viudo se dio por enterado del deceso, pero ni siquiera acudió a los funerales. Los restos mortales de la Emperatriz descansan en la Cripta Imperial de Viena, junto a los de su marido, quien nunca volvería a contraer matrimonio, pero que mantendría varias amantes, con las que según los historiadores engendraría varios hijos ilegítimos.