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Cuando tenía once o doce años solía comprar una revista de música que ya no se publica. Fue por lo que leía ahí por lo que decidí estudiar periodismo. Recuerdo un artículo sobre Joplin que terminaba diciendo algo así como que la pequeña blue girl ya no estaría sola nunca más. Quería escribir algo así, ansiaba con toda la fuerza del mundo saber tanto de música, solo sacaba tiempo para escuchar, y escuchar, y escuchar música.
Dentro de esa burbuja de sueños que da la juventud con su futuro en un folio en blanco, es como llegué a Andrés Calamaro. Fue, de hecho, con una versión de La Copa rota. Hasta hoy. Tuve oportunidad de verlo una vez en directo, cuando giraba en España con Romaphonic Sessions. A pesar de ser en un auditorio con butacas, jamás he estado en un concierto en el que se respire tanto oxígeno de estadio.
Calamaro vuelve y lo hace como lo conocemos muchos de sus oyentes, con su sonido eléctrico y su voz rasgada, con el eco lejano de un piano que siempre acompaña a los que conocen a qué sabe el paladar de la noche. Me pasa algo con el argentino que me ocurre con muy pocos artistas, y es que cuando lo escucho sus ritmos me llevan a lugares de mi memoria, como si se tratara de un deja vu musical. Y así, inevitablemente, me lleva de manera inconsciente y sin permiso a parcelas del recuerdo, a algunas noches interminables, a ciertos besos, a viejas historias.
De momento, solo podemos escuchar un single, Verdades Afiladas, de lo que será su nuevo trabajo, el álbum Cargar la suerte. Los que quieran sentir la electricidad de las cuerdas de una guitarra o bailar en el filo de lo prohibido, ya han encontrado banda sonora para este invierno.
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