En el corazón de Portugal, allí donde se unen los ríos Alcoa y Baça para dar nombre a una ciudad, se encuentra Alcobaça. Tomada por algunos como un lugar de paso en la ruta por el centro del país, en realidad es un cofre de sorpresas, pues una de las historias más sublimes y trágicas de Europa se dieron aquí y su memoria sigue intacta entre el legado monumental de la orden que ayudó a forjar el reino. Esta inmersión en el alma del país no solo descubre otra de sus localidades más fascinantes, sino uno de sus paisajes más bellos y menos observados.
Una ruta por la ciudad tiene que comenzar, como no podría ser de otro modo, en la inmensa Praça 25 de Abril. El tiempo se detiene ante la sobrecogedora fachada barroca del Monasterio de Santa María de Alcobaça y sus torres y ornamentos del siglo XVIII. Sin embargo, tras esa primera impresión aguarda la primera y mayor iglesia gótica construida en Portugal en la Edad Media.
Fundado en 1153 por el primer rey de Portugal, Alfonso Henriques, como agradecimiento a la Orden del Císter en su ayuda para reconquistar Santarém, el monasterio fue declarado Monumento Nacional en 1910, Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1989 y una de las Siete Maravillas de Portugal en 2007. Sumado al Monasterio de Batalha y el Convento de Cristo en Tomar forma un triángulo cultural y patrimonial imprescindible en una ruta por el país.
Nada prepara para la grandiosidad del gótico cisterciense que inunda la iglesia al pasar su umbral. La nave central, con 24 metros de altura, se eleva al cielo desprovista de mucho detalle, buscando la simplicidad que se necesita para alcanzar la espiritualidad con la pureza de las líneas y su juego con la luz. El espacio, con su gran porte, impone un respeto y un silencio en el que pueden sentirse los ecos de la vida austera que llevaron los casi mil monjes que habitaron el lugar.
En las dependencias medievales sorprende un conjunto muy bien conservado, el claustro del Silencio, con arcos góticos del siglo XIII y acceso a la Sala Capitular, donde se reunían los religiosos. Sin embargo, uno de los puntos culminantes de la visita es la cocina, reconstruida en el siglo XVIII, con una monumental chimenea central de 18 metros de altura y cubierta de azulejos. Un canal de agua se desviaba del río para pasar directamente por aquí y proporcionar agua fresca y pescado.
Tampoco hay que dejar de lado el Refectorio, de grandes dimensiones, o la Sala de los Reyes, con estatuas de los monarcas de Portugal esculpidas por los propios monjes, custodiando la historia de la fundación del monasterio narrada en los paneles de azulejos blancos y azules.
UN AMOR ETERNO
La unión de Pedro I con Inés de Castro no cumplió el voto de "hasta que la muerte nos separe". Y es que las tumbas de ambos reposan frente a frente en el transepto de la iglesia, verdadero corazón de Alcobaça. Ambas piezas, obras maestras de la escultura gótica, atesoran una importancia que va más allá del arte, una historia de amor prohibido que desafió a la corona. Pedro, en aquel momento infante, se enamoró de la bella Inés, dama de compañía de su esposa, llevando ambos un amor clandestino que enfureció al rey Alfonso IV, quien ordenó su asesinato en 1355 por temor a la influencia castellana de la familia de ella.
El dolor de Pedro I se convirtió en venganza, acabando cruelmente con los asesinos y, en un acto de amor póstumo, confesando que se había casado en secreto con Inés, convirtiéndola así en reina de Portugal después de su muerte. Tras ello, ordenó la construcción de los dos sepulcros y su disposición para que, en el día de la Resurrección, lo primero que ambos vieran fuese el rostro de su ser amado. Toda esta historia está tallada en las piedras, con escenas de sus vidas y la promesa explícita del reencuentro eterno entre ambos.
MÁS ALLÁ DEL MONASTERIO
Nada más salir por sus puertas, el monasterio regala un último guiño. En la Praça 25 de Abril, el sueño medieval sigue al visitante con un toque dulce, y es que la Pastelaria Alcôa sumerge de lleno en los sabores que nacieron entre esos mismos muros. Galardonada internacionalmente y constituida en un verdadero templo de la doçaria conventual, aquí se entiende por qué los monjes del Císter eran maestros de la repostería.
Las claras de huevo, que se usaban para engomar los hábitos y clarificar el vino, dejaba muchas yemas sobrantes que usaban para elaborar cornucopias, rellenas de dulce de huevo, o el famoso Pão de Ló de Alfeizerão, un bizcocho húmedo que se deshace en la boca. Por supuesto, todo puede ir bien regado de la Ginja de Alcobaça, un licor de guindas local que se sirve en una pequeña copa de chocolate que se come al final.
Con el estómago lleno toca alejarse un poco del monasterio para comprender su verdadera escala y cómo encaja en el valle. Para ello, lo mejor es dar un agradable paseo hasta las ruinas del castillo de Alcobaça, con orígenes anteriores incluso a la propia Portugal. Sobre los vestigios visigodos construyeron los árabes la fortificación principal, conquistada por Alfonso Henriques en el siglo XII. Ahora en ruinas, sus murallas permiten ver la ciudadela sagrada en todo su esplendor.
De vuelta al corazón de la localidad aparecen otras facetas de su herencia en dos de sus museos. El primero es el Museo del Vino de Alcobaça, ubicado en una antigua bodega de 1874. En su interior se encuentra una de las colecciones sobre enología más completas de Portugal. A través de sus prensas, alambiques y miles de utensilios, el museo rinde homenaje a una tradición introducida y perfeccionada en estas tierras por los monjes del Císter.
Otro trabajo manual es el que se explica en el Museo de Cerâmica Raul da Bernarda, situado en una encantadora casona de Alcobaça. El lugar expone el trabajo de una de las familias de ceramistas más importantes de Portugal, con piezas que muestran la evolución de la cerámica local, con colores vibrantes y formas muy características.
Pero el mejor cierre para este viaje es rendir homenaje a Pedro e Inés, y eso es posible en el Jardín del Amor. Ubicado en la confluencia de los ríos Alcoa y Baça, es un homenaje contemporáneo a la leyenda de los enamorados, con esculturas y paseos tranquilos donde imaginar un final alternativo a la trágica historia de amor, poder y venganza.