Algo está cambiando en el ámbito del protocolo. Asociado siempre a la rigidez y la distancia de lo institucional frente lo humano y también mundano, los nuevos tiempos exigen repensar estas fórmulas para encontrar un equilibrio que permita a figuras del máximo nivel como los Reyes estar a la altura en situaciones profundamente atravesadas por los sentimientos, como ocurre en un funeral de Estado tras una tragedia como la que supuso la DANA el pasado año. María José Gómez y Verdú, experta en protocolo, analiza cómo lograron Felipe VI y la reina Letizia alcanzar ese equilibrio entre la solemnidad del acto y la humanidad con la que hay que acercarse al dolor ajeno:
El funeral de Estado celebrado ayer en Valencia en memoria de las víctimas de la DANA fue, además de un acto de duelo colectivo, una muestra precisa de la aplicación del protocolo de Estado en situaciones de luto nacional. La presencia de los Reyes, Felipe VI y Letizia, dotó al acto de la máxima representación institucional posible, subrayando el carácter nacional de la tragedia y reforzando la idea de que la Corona, como símbolo del Estado, está al servicio de todos los ciudadanos en los momentos de mayor conmoción.
Desde el punto de vista del protocolo, la intervención de los Reyes siguió una estructura impecablemente calibrada: su llegada al acto fue discreta, su ubicación en el espacio ceremonial respetó las precedencias de un funeral de Estado, y su comportamiento se ajustó al equilibrio que exige la función regia entre solemnidad, respeto y empatía. No obstante, dentro de esa estricta observancia protocolaria, hubo margen para la espontaneidad emocional, y ahí es donde se aprecia la madurez institucional que ambos han desarrollado en este tipo de actos.
El discurso del rey Felipe VI marcó el tono oficial del homenaje. Su intervención, sobria y contenida, cumplió con el propósito esencial del protocolo en los funerales de Estado: ofrecer la voz del país en un momento de duelo. No se trataba de un discurso político ni técnico, sino de una declaración institucional en la que el monarca, en nombre de toda la nación, reconocía el dolor, agradecía la solidaridad y expresaba el compromiso de que se extraerán lecciones de la tragedia. Desde la óptica protocolaria, ese mensaje encarna la misión de la Corona como depositaria de la palabra neutral y de la empatía común, lejos de la contienda partidista o territorial.
Sin embargo, el verdadero valor simbólico de la jornada se reflejó en la figura de la reina Letizia. Su papel, aunque complementario al del Rey, resultó decisivo desde la perspectiva del protocolo contemporáneo, que ya no se limita a la jerarquía y la norma, sino que busca la humanización del acto institucional. Su contacto directo con los familiares de las víctimas, previo a la ceremonia, y los gestos espontáneos de consuelo, abrazos, miradas, silencios compartidos, supusieron una extensión emocional del protocolo, en la que la Reina actuó como canal de empatía y afecto entre el Estado y los ciudadanos. Este tipo de gestos, lejos de romper la etiqueta, la enriquecen, porque dotan al ceremonial de una dimensión humana que lo hace creíble y cercano.
La actitud conjunta de los Reyes reflejó una coordinación estudiada. Mientras el monarca mantenía el papel de figura representativa y garante de la unidad institucional, la Reina aportaba el componente afectivo, dando continuidad a un modelo de presencia compartida en el que cada uno desempeña una función complementaria. Desde el punto de vista técnico, esta dualidad está perfectamente integrada en la práctica moderna del protocolo real, que busca equilibrar la solemnidad del Estado con la calidez de la representación personal.
Resulta destacable también la gestión del espacio y los tiempos durante el acto. Los Reyes fueron situados en el punto central de la nave principal, presidieron el ceremonial junto a las más altas autoridades del Estado, pero mantuvieron una posición de recogimiento visual que evitó cualquier protagonismo excesivo. Esa contención, tan propia de la cultura institucional española, refuerza la idea de que el protagonismo en un funeral de Estado no pertenece al Estado mismo, sino a las víctimas. En esa medida, los Reyes actuaron con la prudencia y la sobriedad que exige el protocolo de duelo: presencia máxima, protagonismo mínimo.
El comportamiento posterior, al abandonar el espacio, fue también significativo. Los Reyes se detuvieron a saludar a algunos familiares y representantes de los cuerpos de emergencia, un gesto que, aunque breve, resume la esencia del protocolo real contemporáneo: un ceremonial al servicio de la emoción colectiva, donde la cortesía y la empatía se integran como parte de la representación institucional. En ningún momento se rompió la línea de comportamiento esperada, pero se permitió la suficiente flexibilidad para que la presencia real se percibiera sincera y cercana.
El funeral de Valencia, en definitiva, evidenció cómo la Corona ha asumido plenamente su papel en el protocolo moderno: ser garante de unidad, pero también transmisora de humanidad. Los Reyes, a través de su comportamiento, proyectaron la imagen de una monarquía que comprende el valor del rito público no solo como un deber institucional, sino como una oportunidad de comunicación emocional con la ciudadanía. En tiempos de desafección política, esa presencia regia, discreta y empática, constituye uno de los recursos más sólidos del Estado para reforzar la cohesión simbólica del país.
La actuación de los Reyes en Valencia fue, por tanto, un ejemplo de cómo el protocolo puede y debe evolucionar: no como una forma rígida, sino como un lenguaje de respeto que sabe incorporar la emoción sin perder la dignidad. Felipe VI representó la palabra y la autoridad del Estado; Letizia, el afecto y la compasión del mismo. Entre ambos, lograron transformar un acto de luto en una ceremonia de comunión cívica, en la que la solemnidad y la humanidad caminaron, por una vez, en perfecto equilibrio.











