Para sorpresa de sus 311 millones de seguidores, Khloé Kardashian —una marca global con una maquinaria mediática perfectamente engrasada— recibió un regalo personal de Meghan Markle. Una mermelada artesanal, flores y vino rosado, cuidadosamente seleccionados y presentados con la estética refinada de la que la duquesa de Sussex ha querido hacer su seña de identidad. Pero por muy íntimo que parezca, el gesto también opera como escaparate. ¿Es un regalo desinteresado? Tal vez. ¿Ha obtenido la marca de la duquesa de Sussex una publicidad de altísimo valor? También. En ese sentido, cabe preguntarse en qué momento se cruzaron los caminos de estas dos californianas. Hay que regresar al 2018...
Cuando en octubre de 2016 Meghan Markle se hizo famosa en todo el mundo por su noviazgo con el príncipe Harry, el hijo de Diana de Gales, el nieto favorito de Isabel II y uno de los miembros más activos de la realeza británica, las Kardashian ya tenían un imperio mediático y empresarial. Al César, lo que es del César, si los Windsor son los maestros en el "soft power", por su capacidad diplomática de influir en mediante la atracción que genera la propia monarquía británica, las Kardashian son un fenómeno cultural que redefinió el concepto de celebridad en el siglo XXI. No solo dominaron la televisión con Keeping Up with the Kardashians, sino que convirtieron su vida privada en contenido. Cada hermana representa una faceta distinta del poder femenino contemporáneo, y Khloé, en particular, transformó la vulnerabilidad en marca y su vida en un discurso.
Sin embargo, hay algo a lo que ni una todopoderosa Kardashian puede resistirse: la fascinación que genera en Estados Unidos la realeza británica. Sirva como ejemplo el reciente viaje de Estado de Donald Trump al Reino Unido y el fastuoso despliegue que hizo el Gobierno y la monarquía británica de Carlos III para acercar al Presidente de los Estados Unidos y a los intereses británicos. En ese contexto, la monarquía británica no solo actúa como institución, sino como marca cultural que seduce, proyecta valores y genera influencia. Y es precisamente ese magnetismo el que conecta con figuras como Khloé Kardashian, que vivió con pasión la llegada de una actriz estadounidense a la realeza británica.
Hay que remontarse entonces al 19 de mayo de 2018 para comprobar como Khloé era una más de esa audiencia global, que se estimó en 2 mil millones de personas, que vio la boda de Harry y Meghan en directo. Como tantos estadounidenses, la Kardashian madrugó y estuvo compartiendo fotos y videos de su visualización en vivo en su cuenta de Instagram Stories. "Esto es tan hermoso", "Por fin, esto es lo que estaba esperando" o "Mamá, ya son príncipe y princesa", son algunas de las frases que escribió o comentó Khloé mientras veía la boda real que se celebró en la Capilla de San Jorge del Castillo de Windsor.
Lo siguiente ya lo sabemos: Harry y Meghan abandonaron la realeza británica, rompieron con el protocolo y tomaron el control de su narrativa desde el corazón del entretenimiento estadounidense. Lo hicieron a través de entrevistas, documentales y acuerdos millonarios con plataformas como Netflix y Spotify, en un movimiento que convirtió su historia personal en contenido global.
En esta nueva fase, Meghan Markle está construyendo su propia marca personal, American Riviera Orchard, basada en un estilo de vida cuidado, emocional y aspiraciones. Un modelo que no es nuevo, porque las Kardashian ya lo hicieron dos décadas antes, cuando transformaron su vida familiar en un espectáculo, su estilo en tendencia y sus emociones en capital simbólico. La conexión entre ellas es evidente, a pesar de pertenecer a la misma generación y hasta a la misma ciudad, el punto de unión, al menos no ha trascendido una nada anterior, es ese mágico momento en el que Meghan Markle se convirtió en princesa, o duquesa de Sussex, que para los efectos al otro lado del Atlántico es lo mismo.