Madrid ha amanecido este 12 de octubre bajo ese cielo azul (ligeramente nublado) que suele reservarse para las grandes solemnidades. Las tribunas de la Castellana han vuelto a llenarse de uniformes y de saludos medidos: el desfile del Día de la Fiesta Nacional ha seguido su curso entre los ecos de la Patrulla Águila y la expectación mediática por el reencuentro de la princesa Leonor y la infanta Sofía, cinco años después de su última coincidencia en este acto. Pero más allá del protocolo real, una figura ha atraído discretamente las miradas entre el público y, horas más tarde, en los salones del Palacio Real durante el tradicional besamanos: Teresa Urquijo, esposa del alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida.
Su presencia ha marcado algo más que una cita institucional. Ha sido su primera aparición destacada desde el nacimiento de su hijo, Lucas, el pasado mes de julio, y el símbolo de una nueva etapa personal y pública. En apenas un año, Teresa ha pasado por tres de los momentos más significativos de una vida, su boda, su maternidad y el bautizo de su primer hijo.
En el besamanos de los Reyes en el Palacio Real, Teresa Urquijo ha optado por un kimono bordado de inspiración asiática en tono dorado, combinado con un vestido midi de corte clásico en burdeos, un color que remite a la temporada otoñal. Ha completado el conjunto con zapatos de tacón, un bolso de mano de rafia y una coleta sencilla, manteniendo la formalidad requerida por el acto. La elección de tejidos, colores y referencias culturales añadió un matiz distinto dentro del protocolo, situando su presencia dentro de la línea de las apariciones públicas de figuras del entorno político y social de la capital.
Desde su enlace con el regidor madrileño, celebrado el 6 de abril en la iglesia del Sagrado Corazón y San Francisco de Borja, el interés por la figura de Teresa Urquijo no ha dejado de crecer. Aquella ceremonia, que reunió a Reyes, nobles y empresarios en una imagen coral del poder social español, fue mucho más que una boda: fue la escenificación de un nuevo tipo de representación. La pareja, consciente de la expectación, apostó por la contención y por los oficios tradicionales —el chaqué de Almeida, confeccionado por la sastrería Fernández Prats, fue un homenaje al saber artesanal madrileño—. Desde entonces, Teresa ha demostrado una preferencia clara por ese mismo lenguaje: discreción, calidad y un clasicismo.
El Día de la Hispanidad, además, tiene un peso histórico que multiplica la lectura de cada presencia. Desde que la reina María Cristina firmara en 1892 el decreto que instauraba esta fecha como conmemoración del descubrimiento de América, la jornada ha tenido una vocación doble: honrar a las Fuerzas Armadas y reflejar la continuidad de la Monarquía como símbolo del Estado. En los últimos años, con la participación creciente de la princesa Leonor y la infanta Sofía, el acto ha adquirido un valor generacional que dialoga con la idea de renovación. Y es en ese mismo contexto donde encaja la figura de Teresa Urquijo: una mujer joven, preparada y de raíces aristocráticas, que representa una versión moderna de la elegancia tradicional española.
Nieta de Teresa de Borbón y Borbón —prima del rey Juan Carlos— y vinculada a una de las familias con más solera del país, Teresa combina esa herencia con un modo de estar que responde a su tiempo. El verano ha sido, además, un punto de inflexión en su historia personal. Tras la llegada de su primer hijo, Lucas, el 3 de julio, y su posterior bautizo en la finca familiar de El Canto de la Cruz, donde apenas un año antes había celebrado su boda, Teresa y Almeida parecen haber consolidado un espacio propio, entre lo público y lo íntimo. Ese equilibrio —tan difícil cuando se es parte del paisaje político y social madrileño— es quizá la clave de su atractivo.