En agosto de 1954, la revista Picture Post sorprendía a los británicos con una portada insólita: la princesa Alexandra de Kent, prima de Isabel II, aparecía jugando al tenis con vaqueros, camisa de cuadros y alpargatas. Una royal con pantalones en una publicación de gran tirada: un gesto que parecía trivial, pero que en aquel momento fue leído como un desafío al protocolo y a la propia etiqueta de Buckingham. Alexandra, que casi una década más tarde se casaría con Angus Ogilvy —un plebeyo, algo prácticamente impensable en la época—, había heredado el mismo espíritu rebelde que, siglos antes, había llevado a otra mujer a tomar una decisión todavía más radical: ponerse un pantalón en la corte.
Isabel I de Rusia: la emperatriz que jugaba con los roles
En el siglo XVIII, Isabel I de Rusia, hija de Pedro el Grande, llegó al trono tras derrocar en un golpe palaciego al zar Iván VI, un movimiento tan arriesgado como decisivo que marcó el tono de su reinado. Gobernó con mano firme y sorprendente teatralidad: organizaba los célebres bailes de “metamorfosis” en el palacio de Invierno, en los que hombres y mujeres debían intercambiar vestimenta y roles, un auténtico juego de deconstrucción de género en pleno barroco ruso. Al mismo tiempo, se presentaba con uniformes militares que incluían pantalones, rompiendo de forma radical con una de las convenciones más férreas de la Europa dieciochesca.
Su reinado, entre 1741 y 1762, no fue solo fasto y excentricidad —se calcula que llegó a acumular más de 15.000 vestidos en su armario, cambiándose de ropa varias veces al día—, sino también reformas audaces: fundó la Universidad de Moscú, reorganizó el comercio interno y abolió la pena de muerte. Pero su iconografía como emperatriz en pantalones militares, rodeada de regimientos que le eran leales, consolidó una imagen de autoridad insólita en su tiempo. Por ejemplo, en Francia, dos siglos después seguiría vigente un decreto (1800) que prohibía a las mujeres vestir pantalones salvo con permiso policial (para montar a caballo o por motivos médicos), una ley obsoleta que, por absurda que parezca, no fue oficialmente derogada hasta 2013.
Del establo al salón: los primeros pantalones femeninos en Europa
En otras culturas, como la china o la otomana, los pantalones eran habituales en la indumentaria femenina. En Europa, sin embargo, se aceptaban solo en contextos funcionales. En el siglo XIX, los trajes de montar femeninos —los riding habits— incluyeron versiones discretas de pantalones bajo largas faldas, lo que permitía a las aristócratas montar a horcajadas. La joven Isabel II, en los años 40, fue fotografiada en pantalones de equitación junto a su hermana, la princesa Margarita, aunque se trataba de un uso estrictamente deportivo.
El verdadero punto de inflexión llegó en 1851, cuando Elizabeth Smith Miller presentó los bloomers, pantalones anchos hasta el tobillo llevados bajo una falda corta. Amelia Bloomer, editora estadounidense de la revista The Lily, los popularizó y dio nombre a la prenda. La prensa satírica los ridiculizó, llamando “las bloomers” a las mujeres que los usaban como sinónimo de radicales, pero se convirtieron en símbolo del movimiento sufragista y en el primer gran antecedente de los pantalones como bandera de emancipación femenina en Occidente.
Sin embargo, la prenda no cuajó como indumentaria común: su uso general fue muy limitado, y la mayoría de mujeres la descartó tras unos años, en parte porque atraía demasiada atención negativa y porque el enfoque del movimiento feminista se trasladó a otras luchas como el derecho al voto. Lo curioso es que, ya en los bañadores de las playas de finales de la década de 1850, se aprecian versiones que recuerdan —o imitan— la silueta bloomer. Aquellos modelos marinos, usualmente de telas pesadas, largos vestidos sobre enaguas y pantalones debajo, intentaban combinar modestia con libertad de movimiento, especialmente para mujeres que comenzaban a bañarse en el mar de manera mixta.
Alexandra de Kent: la portada que incomodó a Buckingham
Ya en el siglo XX, Alexandra de Kent se convirtió presumiblemente en la primera royal británica fotografiada públicamente en pantalones (en un ambiente cotidiano). Aquella portada de 1954 de la revista Picture Post no solo escandalizó a la prensa conservadora, sino que inauguró una nueva relación entre la realeza y la modernidad. Y como si quisiera confirmar que no estaba dispuesta a seguir el guion, en 1963 se casó la Abadía de Westminster con Angus Ogilvy, un plebeyo. Su boda fue todo un hito: apenas la segunda vez en el siglo XX que una princesa se casaba con un commoner.
La princesa Ana: la práctica convertida en estilo
A finales de los años sesenta, la princesa Ana hizo de los pantalones una prenda del día a día. Los lucía durante actos informales, pero también en contextos formales: en 1971 asistió con un traje de pantalón a la cena anual de la Anglo-Turkish Society en el hotel Dorchester, y en 1973 repitió en Kiev, escandalizando a los más conservadores. Su madre, la reina Isabel II, desaprobaba los pantalones para las mujeres de la familia real, igual que las faldas demasiado cortas o las uñas pintadas. Ana, sin embargo, se mantuvo fiel a un estilo práctico y deportivo que acabaría abriendo camino a las generaciones posteriores.
Diana de Gales: sin reglas
El gesto definitivo llegó con Diana de Gales. En 1991, participó en la carrera del Día de la Madre en la escuela de su hijo Harry en pantalones, un detalle sencillo que quedó en la memoria colectiva. Pero más revolucionario aún fue verla con esmoquin y pajarita en actos oficiales, trasladando al terreno real un gesto que Yves Saint Laurent había convertido en símbolo de liberación femenina. Diana demostró que la elegancia podía expresarse también en clave masculina, transformando los pantalones en un uniforme de glamour y autoridad.
Lo que comenzó como una excentricidad en los salones del barroco ruso terminó siendo, siglos después, un gesto de modernidad en Buckingham: un simple pantalón convertido en el espejo de cada cambio en la monarquía.