¿Quién no ha visto las fotos del viaje a Japón de aquella amiga del colegio con la que ya no se tiene contacto, la salida en barco del becario que pasó unos meses en la oficina o la escapada en bici del amigo que estudió medicina?
En verano, los viajes se multiplican en los feeds y stories de las redes sociales, y con ellos esa sensación extraña de estar presentes en la vida de personas con las que, en realidad, apenas tenemos relación.
Según The Guardian, el usuario medio acumula 121 amigos en línea, pero solo 55 en la vida real. Una diferencia que refleja cómo la idea de amistad ha cambiado con el impacto de lo digital.
Como explica Sílvia Martínez, directora del máster universitario de Social Media de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC), ahora contactamos con más personas, aunque el tipo de vínculo se adapta y evoluciona con las plataformas.
Conocidos que parecen amigos
La amistad real implica compromiso, apoyo y reciprocidad: alguien con quien compartimos tiempo, confidencias y vivencias. En cambio, los conocidos digitales exigen poco: están ahí porque un día los añadimos, y siguen en nuestra lista sin pedir nada.
Para Ferran Lalueza, profesor de la UOC, “la amistad es gratificante, pero también exigente; en redes, a diferencia de la vida real, no tenemos límites, porque estar conectado con alguien no comporta ningún compromiso”.
De hecho, muchas de estas relaciones se mantienen con gestos mínimos: un like, un emoji, un meme compartido. Un estudio de la Universidad de Bath (Reino Unido) denomina a esto “grooming social digital”: acciones simbólicas que prolongan la relación sin convertirse en un diálogo real. Así, acabamos sabiendo dónde veranea alguien, cómo es su casa o hasta los nombres de sus hijos… sin conocer sus preocupaciones más profundas.
El impulso 'voyeur' y la falsa cercanía
¿Por qué seguimos la vida de personas con las que no hablamos? Martínez señala que las redes alimentan un impulso voyeur, esa curiosidad de espiar y ser testigos de lo que hacen los demás.
A cambio, obtenemos pequeñas dosis de entretenimiento y la ilusión de proximidad. Como apunta la psicóloga Sylvie Pérez, “cuando vemos repetidamente a alguien, su imagen permanece en nuestra memoria a corto plazo y lo sentimos más presente”. No es cercanía real, pero sí emocionalmente convincente.
El problema surge cuando esa falsa cercanía sustituye a la auténtica conexión. Como advierte Lalueza, “tener a las personas permanentemente al alcance vía redes sociales puede provocar que ese potencial de conexión no llegue nunca a materializarse”. Es decir, confiamos tanto en la posibilidad de hablar “cuando queramos” que, en realidad, dejamos de hacerlo.
El dilema de borrar contactos
Eliminar a estos conocidos digitales tampoco resulta sencillo. No lo hacíamos en la agenda de papel, y tampoco ahora.
“Eliminar a alguien exige una justificación emocional fuerte y puede convertirse en un acto conflictivo”, explica Lalueza.
De ahí que muchas relaciones inactivas se mantengan casi por inercia: añadir fue fácil, borrar se percibe innecesario o incluso agresivo.
Entre la promesa y la realidad
Las redes sociales nacieron con la promesa de acercarnos, pero rara vez fomentan relaciones profundas.
Como resume Lalueza, “el anzuelo fue maximizar la conexión humana; el objetivo real es maximizar el tiempo que pasamos en ellas”.
Quizá el reto de nuestra época no sea acumular contactos ni likes, sino transformar esa falsa proximidad en vínculos auténticos, más allá de la pantalla. Porque los recuerdos que perduran no son los que se quedan en el feed, sino los que se viven cara a cara.