A sus 81 años, Eduardo Mendoza ha recibido uno de los reconocimientos más prestigiosos de su carrera: el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2025. Un galardón que no solo celebra su trayectoria literaria —con obras inolvidables como La verdad sobre el caso Savolta, La ciudad de los prodigios o Sin noticias de Gurb—, sino también una forma única de mirar el mundo con humor, ingenio y profundidad. Pero detrás del novelista brillante y del satírico refinado, hay un hombre discreto, metódico, marcado por una infancia religiosa, una vida profesional poco convencional, y una historia sentimental tan intensa como conmovedora.
Una infancia entre crucigramas, colegios religiosos y libros
Eduardo Mendoza nació en Barcelona el 11 de enero de 1943, en el seno de una familia acomodada. Su padre, Eduardo Mendoza Arias-Carvajal, era fiscal, y su madre, Cristina Garriga Alemany, ama de casa e hija de una estirpe de escritores, hermana del historiador Ramón Garriga Alemany. Creció en la zona alta de la ciudad y recibió una estricta educación en colegios religiosos, primero en instituciones de monjas y luego en los Hermanos Maristas.
Desde pequeño demostró una inclinación natural por las letras, aunque nunca pensó que viviría de escribir. Se licenció en Derecho en 1965 por la Universidad de Barcelona y, tras conseguir una beca, se trasladó a Londres para estudiar Sociología. Fue allí, y durante sus años posteriores como abogado en el Banco Condal, donde empezó a fraguarse una personalidad curiosa, cosmopolita y crítica con la realidad que más tarde plasmaría en sus novelas.
Traductor, funcionario y escritor nocturno
Mendoza ejerció la abogacía durante cinco años, pero la rutina bancaria no le satisfacía. En 1973, impulsado por su primera esposa, Helena Ramos —quien le mostró un anuncio de trabajo en prensa—, se presentó a las pruebas para ser traductor de la ONU. Fue aceptado y se mudó a Nueva York, donde residió casi una década.
En esa ciudad, mientras trabajaba como intérprete simultáneo, encontró tiempo e inspiración para escribir su primera novela: La verdad sobre el caso Savolta. Publicada en 1975 y parcialmente censurada, se convirtió en un éxito inmediato y marcó el inicio de una carrera literaria sin vuelta atrás.
No obstante, durante años siguió compaginando la escritura con su trabajo como traductor para organismos internacionales en Viena, Ginebra o Bruselas. “Un funcionario no puede empezar a trabajar hasta que no ha hecho el crucigrama de la mañana”, ha afirmado en alguna ocasión Mendoza, quien ha confesado ser adicto a los pasatiempos del The Guardian y del New York Times.
Amores, pérdidas y una vida marcada por las mujeres
La vida sentimental de Eduardo Mendoza ha sido discreta, pero profundamente significativa. Su primer matrimonio, con Helena Ramos, fue breve y de ella apenas se conocen detalles, salvo el decisivo impulso que supuso para su carrera internacional. Posteriormente, se casó con la arquitecta Anna Soler, madre de sus dos hijos, Ferrán y Alexandre. Aunque se separaron, siempre mantuvieron una relación cordial y cercana: Anna y los hijos acompañaron a Mendoza cuando recogió el Premio Cervantes en 2016.
Tras el divorcio, Mendoza dejó la zona noble de Sant Gervasi y se trasladó al Eixample, cerca de la Casa de les Punxes, donde inició su última y más significativa relación: la actriz Rosa Novell. Se conocieron en los años 90, ya siendo ambos figuras reconocidas, y vivieron juntos hasta el fallecimiento de ella en 2015 por un cáncer de pulmón.
Rosa, una de las grandes damas del teatro catalán, lo definía así: “Bondadoso, inteligentísimo, con un gran sentido del humor... y más guapo aún que hace treinta años”. Antes de perder la vista por el tratamiento, lo miraba para recordarlo con nitidez: “Quiero saber cómo eres”. Mendoza, profundamente conmovido por su muerte, declaró en el funeral: “Ha sido un viaje de aprendizaje donde Rosa mostró sus mejores caras”.
Un hombre cotidiano con hábitos poco literarios
A pesar de ser un referente en las letras españolas, Mendoza lleva una vida extremadamente sencilla. Asegura no salir mucho de casa, no estar al tanto de la actualidad —“No tengo ni idea de nada”, afirma riendo— y leer solo lo que le interesa. Tiene la costumbre de tirar los libros que no quiere conservar: “Antes los donaba, pero ahora ya no los quieren. Si no me gusta, lo dejo. La vida es corta”.
Lejos del cliché del escritor solemne, Mendoza se define por su sentido del humor, su aversión a los “deberes” y su gusto por la rutina. Le gusta caminar, hacer crucigramas, ver la televisión y visitar librerías donde no siempre compra. Esa sencillez contrasta con la vastedad de su obra, que mezcla sátira, crítica social, parodia, novela histórica y policial. Y todo, casi siempre, con Barcelona como telón de fondo.
El legado de un narrador sin etiquetas
Autor de más de veinte libros, ganador del Premio Planeta (2010), del Premio Cervantes (2016) y ahora del Premio Princesa de Asturias de las Letras, Mendoza ha demostrado que se puede hacer literatura popular sin perder la altura literaria. Su talento ha traspasado generaciones y géneros, del humor más absurdo a la narración más refinada.
Pero quizás su mayor mérito sea otro: haber construido una vida y una carrera fieles a sí mismo, sin imposturas. Como ha declarado recientemente, “he dedicado toda la vida a lo que más me gusta, y ahora recibo este premio tan especial. Soy un hombre feliz”.