Album personal de los días de sol y olas de la familia Iglesias en su casa dominicana
Y así ha sido. Así fue. Sobrevoló la Hispaniola, la vieja tierra donde Colón llegó un día, y"volvió a descubrirla", como el Descubridor. Arena cálida, trabajada por millones de microconchas; aguas verdes, serenidad, sal para las heridas del combate.
Pero siempre pensó Julio, siempre, no sólo en él, sino en los suyos. La verdad es que en sí necesita poco. Se baña en la mar lo justo, come como un pajarito, aunque siempre se le vea en los más hermosos lugares de los sabores, y no lleva otra joya encima que la de su combate. Arriesga mucho, juega fuerte, y es consciente de que no se puede dar un paso atrás ni para tomar impulso.
En Punta Cana, un lugar ciertamente de privilegio, dio mucho trabajo a mucha gente, artesanos, constructores, artistas. Trajo de allí donde da la vuelta el aire, del fin del mundo, bordadores de bambú, tejedores de caña: los mejores. Y se fabricó el refugio, más que para él, para los que con él conviven.
Es consciente Julio de aquella frase de Hemingway tan clara y certera:"No hay que tener una casa donde vivir, sino donde volver". Y lo consiguió. De ella disfrutan ahora muy escasos amigos suyos, los Clinton, por ejemplo, hace unos días; los cercanos, los cabales, pero, sobre todo, los suyos: su mujer, Miranda, cada día más dentro, cada día más linda y más fuerte, instalada en la rara prudencia de la cola del cometa, y sus hijos Miguel Alejandro y Rodrigo, y sus hijas gemelas una gota de agua a otra, casi imposibles de distinguir, Victoria y Cristina.
Como una piña, nunca mejor dicho, en la geografía donde las piñas son la fruta nacional, la familia Iglesias va y viene por su propia historia, sin dar tres cuartos al pregonero. Porque tampoco todos los días son días de sol y playas, no. Hay mañanas difíciles, aunque parezca lo contrario; tardes no tan claras, esperas, tal vez, a veces demasiado largas, incertidumbres. Pero Julio "siempre vuelve", como el alcatraz, el ave más veloz del mundo, a su nido después de sobrevolar los océanos. Pero no es fácil encontrarle allí donde construyó su cielo.
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Pero siempre pensó Julio, siempre, no sólo en él, sino en los suyos. La verdad es que en sí necesita poco. Se baña en la mar lo justo, come como un pajarito, aunque siempre se le vea en los más hermosos lugares de los sabores, y no lleva otra joya encima que la de su combate. Arriesga mucho, juega fuerte, y es consciente de que no se puede dar un paso atrás ni para tomar impulso.
En Punta Cana, un lugar ciertamente de privilegio, dio mucho trabajo a mucha gente, artesanos, constructores, artistas. Trajo de allí donde da la vuelta el aire, del fin del mundo, bordadores de bambú, tejedores de caña: los mejores. Y se fabricó el refugio, más que para él, para los que con él conviven.
Es consciente Julio de aquella frase de Hemingway tan clara y certera:"No hay que tener una casa donde vivir, sino donde volver". Y lo consiguió. De ella disfrutan ahora muy escasos amigos suyos, los Clinton, por ejemplo, hace unos días; los cercanos, los cabales, pero, sobre todo, los suyos: su mujer, Miranda, cada día más dentro, cada día más linda y más fuerte, instalada en la rara prudencia de la cola del cometa, y sus hijos Miguel Alejandro y Rodrigo, y sus hijas gemelas una gota de agua a otra, casi imposibles de distinguir, Victoria y Cristina.
Como una piña, nunca mejor dicho, en la geografía donde las piñas son la fruta nacional, la familia Iglesias va y viene por su propia historia, sin dar tres cuartos al pregonero. Porque tampoco todos los días son días de sol y playas, no. Hay mañanas difíciles, aunque parezca lo contrario; tardes no tan claras, esperas, tal vez, a veces demasiado largas, incertidumbres. Pero Julio "siempre vuelve", como el alcatraz, el ave más veloz del mundo, a su nido después de sobrevolar los océanos. Pero no es fácil encontrarle allí donde construyó su cielo.