Nuestro estado de ánimo está profundamente influido por muchos factores, y entre ellos, la alimentación ocupa un lugar central. Las neuronas y las células gliales, que las protegen y nutren, son extremadamente sensibles a todo lo que les llega a través de la sangre. De ahí la importancia de la barrera hematoencefálica, que actúa como filtro entre el sistema nervioso y la sangre. “Si esta barrera es traspasada por sustancias tóxicas, se activa una célula llamada microglía, descubierta por el Dr. Pío del Río Ortega, discípulo de Santiago Ramón y Cajal”, explica el Dr. Mario Alonso Puig. Esta microglía desencadena una respuesta inflamatoria en el tejido cerebral, un proceso que se ha vinculado tanto al desarrollo como al empeoramiento de trastornos como la ansiedad, la depresión y enfermedades neurodegenerativas.
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Un intestino permeable inflama el cerebro
¿Cómo llegan estos compuestos nocivos al cerebro? Muchas veces el origen está en el intestino. En concreto, cuando se produce lo que se conoce como intestino permeable, una alteración de la pared intestinal que permite el paso anómalo de sustancias. “Una alimentación inadecuada puede ser el detonante de esa permeabilidad intestinal que deja vía libre a moléculas que nunca deberían alcanzar el cerebro”, advierte el doctor.
La situación se complica aún más con el exceso de azúcar en la dieta. Cuando ingerimos una gran cantidad de azúcares refinados, su paso a la sangre es tan rápido que el organismo se ve obligado a reaccionar de inmediato. “Los niveles de glucosa se disparan, y el páncreas actúa para reducirlos, ya que resultan tóxicos para las neuronas”, señala el Dr. Puig. En este proceso, se libera insulina para que la glucosa entre en las células grasas, pero si estas están saturadas, se genera resistencia a la insulina. Como consecuencia, se desencadena una reacción inflamatoria perjudicial no solo para el cerebro, sino también para el corazón y otros órganos.
Esta conexión entre alimentación y cerebro fue desarrollada también por el Dr. Michael D. Gershon, jefe de Gastroenterología de la Universidad de Columbia, a quien el Dr. Puig cita en su libro El Camino del Despertar. Gershon acuñó el término “segundo cerebro” para referirse al intestino, ya que cumple con varios criterios que lo convierten en un centro nervioso por derecho propio. “El tubo digestivo contiene un gran número de neuronas distribuidas en su pared, y además está conectado directamente con el cerebro mediante el nervio vago, una vía rápida de comunicación entre ambos sistemas”, explica.
Microbiota, inflamación y salud cerebral
Aquí entra en juego un actor fundamental: la microbiota. Ese ecosistema bacteriano que habita en la luz del tubo digestivo no solo influye en la digestión, sino que desempeña un papel esencial en la salud cerebral. “La microbiota actúa como una barrera natural que impide el paso de toxinas a la sangre y al cerebro”, subraya el Dr. Puig. Cuando esta microbiota se ve alterada, el riesgo de inflamación aumenta, con consecuencias en forma de ansiedad, depresión o deterioro neurológico.
Pero no solo actúa como barrera, sino que también nutre. “El 40% de la energía que necesita nuestro organismo la genera la microbiota, transformando la fibra en ácidos grasos de cadena corta”, recuerda. Estas sustancias alimentan a las células caliciformes, encargadas de mantener la integridad de la pared intestinal. Si estas células no reciben los nutrientes adecuados, se rompen las “uniones estrechas” entre células, y el intestino se vuelve poroso, lo que permite el paso de sustancias inflamatorias a la sangre.
Todo esto tiene implicaciones muy prácticas. Se ha visto en estudios médicos que “los cambios en la dieta se ha demostrado que pueden ser mucho más eficaces a la hora de revertir cuadros de ansiedad o de depresión que los fármacos que se utilizan para este tipo de patologías", afirma el doctor. Además, una alimentación adecuada también puede influir positivamente en casos de espectro autista, tumores cerebrales como el glioblastoma multiforme y patologías neurodegenerativas como el párkinson o el alzhéimer.
La dieta que puede mejorar la salud cerebral
En este contexto, la dieta antiinflamatoria . Según nos asegura este experto “una dieta antiinflamatoria es aquella que, al favorecer a ciertas cepas bacterianas beneficiosas como las bifidobacterias y lactobacilos, impide que el intestino se vuelva permeable”. Así se evitan reacciones inmunológicas perjudiciales que provocarían una inflamación crónica de bajo grado.
¿Y en qué consiste esa dieta? “Incluye la mayoría de los vegetales, nueces, aceite de oliva, semillas de calabaza y lino, vinagre, alimentos fermentados como el kéfir, y todo lo que aporte prebióticos (fibra) y probióticos (bacterias beneficiosas)”, enumera el experto.
El 'enemigo' que daña la microbiota
No obstante, hay que tener en cuenta también que deteriora esta ecuación: el estrés crónico. “El estrés daña la microbiota, puede convertir bacterias buenas en dañinas y favorece el intestino permeable”, alerta el doctor. Además, el estrés aumenta la oxidación celular y la producción de radicales libres, que dañan neuronas, mitocondrias y hasta el ADN. Si a esto se suma una dieta pobre, el impacto puede ser mayor. “Es como hacerse una herida y echarle tierra encima”, ilustra.
Lo esperanzador es que el cuerpo responde con rapidez a los buenos hábitos. “Depende mucho de las personas, y aunque se tarde un tiempo en ser consciente de ello, las mejoras internas ocurren muy rápidamente. Eso es lo que cualquiera de nosotros ha de tener presente para seguir cuidando su alimentación, aunque todavía no sea consciente de los beneficios". Como afirma, hay personas que al cabo de unas pocas semanas, ya empiezan a decir que se encuentran mucho mejor, con más ánimo, con una mayor claridad mental, y un mayor nivel de energía”, asegura este especialista.
Cómo empezar a mejorar nuestra salud cerebral
Y entonces, ¿por dónde empezar? La respuesta es sencilla: por lo básico. “Como decía Hipócrates: que nuestro alimento sea nuestra mejor medicina”, recuerda el doctor. Su consejo es claro: reducir al máximo el azúcar (no más de 36 gramos diarios) y los alimentos ultraprocesados, por su escasa fibra y su exceso de glucosa, aditivos y sal. Aumentar el consumo de vegetales de colores variados y tomar tres nueces diarias puede ser un buen comienzo.
Por otro lado, recuerda que “la fibra es crucial para nutrir a nuestras bacterias intestinales más beneficiosas”, insiste. Lo ideal sería llegar a unos 50 gramos diarios, aunque la media de consumo está muy por debajo, en 15 gramos. También recomienda reducir las harinas refinadas y las grasas saturadas, y sustituirlas por harinas integrales y grasas insaturadas presentes en aguacates, huevos de gallinas camperas, pescados azules, semillas y algas. Advierte, asimismo, que las grasas no deben superar el 20% de la ingesta calórica diaria.
En cuanto a la fruta, sí, pero con moderación. “La fruta tiene fibra y nutrientes, pero también fructosa que se convierte en glucosa rápidamente. Mejor entera que en zumos, y acompañada de nueces para ralentizar su absorción”, propone. Los antioxidantes, como la vitamina E, la vitamina C, el glutatión y la coenzima Q, también son aliados esenciales. “Los encontramos en alimentos como las sardinas, el brócoli, los cítricos, el ajo, la cebolla y, especialmente, en frutos rojos como los arándanos, que protegen frente a enfermedades neurodegenerativas”, explica.
Además, dadas las carencias de muchos suelos agrícolas, considera conveniente suplementar con ciertos nutrientes. “El déficit de zinc es más común de lo que pensamos”, apunta. También destaca la importancia de reducir el volumen de las cenas para favorecer el descanso. “Dormir bien es esencial para frenar el estrés crónico y proteger nuestra microbiota”, concluye.