Crianza

Ana León, psicóloga: “Los niños no necesitan padres que nunca se equivoquen, sino padres que sepan reparar cuando algo se rompe”


La psicóloga resalta la importancia de dedicar tiempo de calidad a los hijos, incluso si solo es un momento al día, para fortalecer el vínculo emocional


Ana León Alonso, psicóloga© Ana León Alonso
28 de octubre de 2025 - 7:00 CET

Para que un niño se sienta seguro y para que desarrolle su personalidad de una forma sana, la piedra angular es la familia. Así lo asegura Ana León Alonso, psicóloga general sanitaria y directora del centro En Madrid Psicólogo, que acaba de publicar el libro Habita tu piel (Ed. Kitaeru). Le hemos preguntado acerca del papel del apego en el desarrollo emocional de todo niño y en cómo influye en su vida adulta. Nos explica, además, qué pueden hacer los padres para crear ese apego seguro con sus hijos, demostrando que es mucho más sencillo de lo que cabría suponer.

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¿Cuál es el papel de la familia en el desarrollo de la personalidad de los niños?

La familia es el primer entorno donde un niño aprende a entender quién es. Allí se configuran las bases de su personalidad, de su manera de sentirse seguro, de expresar emociones y de relacionarse con el mundo. No solo por lo que se le dice, sino también por lo que observa y siente. Los niños aprenden de la forma en que se les mira, se les escucha, se les calma y se les pone límite. Si crecen en un ambiente donde sus emociones son validadas (“entiendo que estés enfadado”, “veo que te ha dolido”), desarrollan una identidad más segura, una autoestima más sólida y una sensación interna de confianza. Por el contrario, cuando el entorno es muy exigente, imprevisible o poco disponible emocionalmente, el niño puede adaptarse reprimiendo sus necesidades o sintiéndose responsable de lo que ocurre a su alrededor.

Los niños aprenden de la forma en que se les mira, se les escucha, se les calma y se les pone límite

Ana León Alonso, psicóloga

En mi libro Habita tu piel hablo precisamente de cómo esa primera red emocional deja una huella profunda en nuestra forma de vivir como adultos. De cómo seguimos repitiendo, sin darnos cuenta, las dinámicas que aprendimos en casa: la necesidad de agradar, el miedo a decepcionar, la dificultad para pedir ayuda o el exceso de responsabilidad. Comprender de dónde vienen esos patrones no es para culpar a nadie, sino para poder liberarnos de ellos y aprender a comportarnos y vivir de una forma distinta.

La familia, en ese sentido, no solo transmite valores o normas, sino también una manera de estar en el mundo. Por eso, más que buscar la perfección, lo importante es ofrecer presencia, coherencia y reparación. Un niño no necesita padres perfectos, sino padres disponibles, capaces de reconocer cuando algo ha dolido y de volver a vincular desde el cariño. Como decía Winnicott, padres “suficientemente buenos”. Es ahí donde empieza a construirse la personalidad: en la sensación profunda de ser visto, escuchado y sostenido.

¿Cómo influye el apego, ya no solo en la formación de la personalidad, sino en el correcto desarrollo emocional y cognitivo de todo niño?

El apego es la base sobre la que se construye la vida emocional de una persona. No es una idea teórica, sino algo que todos hemos sentido en algún momento: la necesidad de saber que alguien está ahí cuando lo necesitamos, que si lloramos alguien vendrá, que si tenemos miedo habrá brazos que nos sostengan.

Cuando un niño crece con esa sensación de seguridad, su cuerpo y su mente se desarrollan de forma más equilibrada. Su sistema nervioso aprende que puede relajarse, que el mundo no es un lugar peligroso. Y eso le permite explorar, aprender y equivocarse sin miedo. Un niño que se siente seguro se atreve a subirse al columpio más alto sabiendo que su madre o su padre lo mira; se atreve a preguntar en clase; a intentar algo nuevo porque confía en que, si se cae, alguien lo ayudará a levantarse. 

Por el contrario, cuando un niño no sabe qué esperar del entorno (porque a veces el adulto está disponible y otras no, porque sus emociones se invalidan o se ridiculizan), empieza a adaptarse para sobrevivir. Algunos se vuelven complacientes: hacen todo “bien” para no enfadar a nadie. Otros se aíslan o aparentan no necesitar a los demás. En el fondo, todos buscan lo mismo: seguridad. Pero esa inseguridad constante mantiene su sistema nervioso en alerta. Y un cuerpo en alerta aprende peor, descansa peor y siente menos confianza en sí mismo. En mi libro hablo mucho de cómo esas primeras experiencias se quedan grabadas en el cuerpo y en la manera en que nos vinculamos ya de adultos. Esa persona que no soporta decepcionar, la que evita discutir por miedo a perder el cariño, o la que se encierra porque siente que “nadie la entiende”, suele estar repitiendo patrones que nacieron en la infancia.

La buena noticia es que el apego se puede reparar. En la adultez, cuando encontramos vínculos sanos (una pareja que nos escucha, un amigo que nos sostiene, un terapeuta que nos acompaña con sensibilidad y dando espacio a un lugar seguro), el cuerpo aprende poquito a poco que puede confiar. Sanar el apego no es modificar o adornar nuestro pasado, sino ofrecerse en el presente lo que entonces faltó: calma, presencia, amabilidad. El apego no determina quién seremos, pero sí marca el punto de partida. Y desde ahí, siempre podemos reconstruir seguridad, vínculo y confianza.

¿Qué deben hacer los padres para fomentar apego seguro con sus hijos?

Fomentar un apego seguro no tiene que ver con hacerlo todo perfecto, sino con estar disponibles de una forma suficientemente buena. Los niños no necesitan padres que nunca se equivoquen, sino padres que sepan reparar cuando algo se “rompe”. Un apego seguro se construye con gestos muy simples: mirarles cuando te hablan, escuchar de verdad, poner palabras a lo que sienten (“entiendo que estés enfadado”, “veo que te ha dado miedo”), mantener la calma cuando ellos no pueden hacerlo y poner límites con afecto, no con castigo. Porque no aprendemos desde la caña, sino desde el amor. Todo eso le enseña al niño que sus emociones son válidas y que puede confiar en el vínculo incluso cuando hay enfado o distancia. Hay seguridad, pase lo que pase.

También es importante que los padres cuiden su propio bienestar emocional. Un adulto que vive desbordado, estresado o exigido tiene más dificultad para sostener la calma de un niño. A veces el primer paso para fomentar apego seguro no es “hacer más”, sino parar, respirar y regularse uno mismo. Un niño necesita que alguien sea su calma, y para eso ese alguien tiene que haber aprendido a calmarse primero. Este es uno de los grandes retos.

Por ejemplo, cuando un niño se desborda (o como comúnmente la gente conoce como tener una rabieta)  y el adulto consigue acompañarlo sin gritar, el mensaje no es “no pasa nada”, sino “puedes sentir, y sigo aquí contigo”. Eso es seguridad emocional. O cuando un padre o una madre pierde la paciencia y luego pide perdón, también está enseñando algo muy valioso: que los vínculos se reparan y que el amor no se rompe por un error.

En mi libro hablo mucho de este tipo de vínculos cotidianos, porque la seguridad emocional no se enseña con grandes discursos, sino en los pequeños momentos del día: cuando se valida, cuando se abraza, cuando se respeta el ritmo del niño. Cada mirada, cada respuesta tranquila, cada vez que un adulto está disponible, el niño aprende a confiar un poco más. Y esa confianza es la base de toda su vida emocional futura.

© Kitaeru

La falta de tiempo de hoy en día en muchas familias, ¿interfiere en la formación del apego seguro?

Sí, claro que influye. No tanto por las horas que pasamos con los hijos, sino por la calidad de la presencia que tenemos cuando estamos con ellos.Hoy vivimos en un ritmo que nos exige ir corriendo a todas partes: trabajo, casa, tareas, prisas… y aunque físicamente estemos, emocionalmente a menudo no lo estamos del todo. Y es que ¡es súper difícil! El contexto no facilita nada que podamos hacerlo. El cansancio de llegar a todo, tampoco.

El apego seguro se construye con presencia real, con disponibilidad emocional. Y eso significa poder mirar, escuchar y conectar, aunque sea por unos minutos. No se trata de tener más tiempo, sino de estar más presentes en el tiempo que tenemos. Es demostrar que estamos ahí para ellos.  Un ejemplo muy común: un padre o una madre llega a casa agotado y, mientras el niño le cuenta algo del día, revisa el móvil o responde correos. Ese niño no se enfada por la falta de atención en sí, pero su cuerpo percibe la desconexión. Con el tiempo puede aprender que para ser escuchado tiene que hacer todo bien o callarse, o exagerar para que lo miren. Y sin querer, empieza a adaptar su manera de relacionarse a esa falta de disponibilidad.

Cuando un niño percibe que alguien lo mira y lo escucha de verdad, aunque sea un momento al día, sabe que tiene un lugar

Ana León Alonso, psicóloga

No se trata de culparnos, sino de darnos cuenta. Todos vivimos en un contexto que dificulta la presencia emocional. Por eso, a veces basta con recuperar momentos sencillos pero plenos: una cena sin pantallas, cinco minutos de conversación antes de dormir, un abrazo sin prisa. Los niños no necesitan que estemos todo el tiempo, sino que cuando estemos, estemos. 

En la práctica clínica lo veo constantemente: los adultos que crecieron sintiendo que “no había tiempo para ellos” suelen tener hoy dificultades para parar o para sentirse merecedores de descanso. Por eso, más allá del vínculo con los hijos, cuidar la calidad del tiempo compartido también es una forma de romper ese patrón y de enseñarles otra manera de estar en el mundo. Cuando un niño percibe que alguien lo mira y lo escucha de verdad, aunque sea un momento al día, sabe que tiene un lugar. Y esto es increíblemente maravilloso.

En el libro hablas del “apego seguro adquirido en la edad adulta”. ¿Qué significa y cómo se obtiene?

El apego no es algo fijo que se forma en la infancia y se queda ahí para siempre. Es cierto que nuestras primeras experiencias dejan una huella profunda, pero esa huella no es una condena eterna para siempre. A lo largo de la vida podemos desarrollar lo que llamamos un apego seguro adquirido: la capacidad de sentirnos tranquilos, estables y confiados en las relaciones, aunque en el pasado no hayamos tenido esa base segura.

Esto ocurre cuando, en la adultez, empezamos a vivir experiencias emocionales distintas. Puede ser a través de una relación de pareja estable, una amistad sana o un proceso terapéutico en el que nos sentimos escuchados, comprendidos y sostenidos de una forma que antes no conocíamos. Poco a poco, el sistema nervioso empieza a registrar que ya no estamos solos, que no todo vínculo implica amenaza o abandono. Y eso transforma profundamente la forma en que nos relacionamos con los demás y con nosotros mismos.

Por ejemplo, una persona que de niña aprendió que debía ser “perfecta” para recibir cariño, puede comenzar a relajarse cuando alguien la quiere sin exigirle nada. O quien siempre temió ser rechazado, empieza a experimentar calma cuando ve que el otro permanece incluso en los momentos difíciles. Cada nueva experiencia segura puede reparar una antigua herida.

En Habita tu piel hablo mucho de esta posibilidad: de cómo sanar no significa olvidar lo que pasó, sino poder vivir desde otro lugar. La herida no está abierta, cicatrizó. Cuando comprendemos nuestra historia, regulamos el cuerpo y aprendemos a vincularnos de manera más consciente, empezamos a construir una seguridad interna que no depende de que los demás nos cuiden, sino de que sepamos cuidarnos también nosotros. Ese es el verdadero apego seguro en la edad adulta: sentirnos capaces de amar, de pedir ayuda, de poner límites y de quedarnos en paz con quienes somos.

¿Cómo influyen las relaciones sociales y el entorno en los niños desde que son pequeños?

Desde muy pequeños, los niños no solo aprenden de lo que viven en casa, sino también de cómo se relacionan en el mundo: con sus profesores, con otros niños, con la comunidad amplia que los rodea. Cada entorno en el que se mueven deja una huella en su manera de comprender la vida y de entender cómo funciona la convivencia. Por ejemplo, un niño que en el colegio se siente escuchado, incluido y respetado, aprende que tiene voz, que puede participar y que sus ideas importan. En cambio, si en ese mismo espacio se siente rechazado o ridiculizado, su confianza puede resentirse. A veces basta una experiencia repetida donde se ignora o se burla para que empiece a retraerse o a dudar de su propio valor.

El entorno social también nos enseña a regular emociones. En la relación con otros niños, aprenden a esperar turnos, a compartir, a resolver conflictos, a poner límites. En cada intercambio están desarrollando empatía, frustración y habilidades de cooperación. Además, los niños perciben mucho más de lo que creemos. Captan cómo los adultos se hablan entre sí, cómo se manejan los conflictos o cómo se expresan las emociones. Si crecen en ambientes donde hay respeto, coherencia y afecto, lo integran como algo natural. Si crecen en entornos tensos o agresivos, su cuerpo se adapta a esa alerta constante.

En Habita tu piel hablo de esto desde el enfoque ecosistémico: el desarrollo de un niño no depende solo de su historia personal, sino del contexto que lo sostiene. Por eso, cada relación significativa que un niño tiene fuera de casa (un profesor que lo anima, una abuela que lo calma, un amigo que lo incluye) puede convertirse en una red de protección emocional. El entorno también repara. Un solo vínculo seguro, fuera o dentro de la familia, puede cambiar la forma en que un niño se percibe a sí mismo y al mundo. Tenemos mucho poder y por ello hay que saber utilizarlo.

¿Cambia esa influencia social en el desarrollo emocional y de la personalidad en la adolescencia?

Sí, cambia mucho. En la infancia, el mundo gira alrededor de la familia, pero en la adolescencia todo empieza a girar alrededor del grupo. Los amigos, los referentes, las redes… pasan a ser el espejo principal donde el joven se mira para saber quién es.

Lo que antes se aprendía en casa (“así soy, así me quieren”) ahora se pone a prueba fuera. Si se siente aceptado, puede crecer con confianza; si se siente rechazado o juzgado, puede empezar a esconder partes de sí para encajar.Lo veo mucho en consulta: chicos y chicas que cambian su forma de vestir, su tono de voz o sus intereses solo para no quedarse fuera. O que se sienten en constante tensión porque todo parece evaluarse (cómo hablas, cómo te ves, qué publicas). Esa presión social pesa mucho más de lo que imaginamos. Por eso, aunque parezca que los adolescentes no escuchan (que no es así), siguen necesitando una base segura. Un adulto que esté, que no juzgue, que los mire sin intentar corregirlos todo el tiempo. A veces el simple hecho de sentarse juntos en el coche y escuchar lo que cuentan, sin dar lecciones, vale más que cualquier charla larga.

También es importante entender que su necesidad de independencia no es rechazo. Es parte del proceso de convertirse en alguien propio. Si los adultos logramos acompañar sin controlar, permitir sin soltar del todo y escuchar sin invadir, les ayudamos a construir una identidad más sólida. Y cuando se equivocan (porque lo harán y benditos errores) lo que más calma da es saber que pueden volver. Que hay un lugar al que regresar donde no hay reproches, solo presencia y amor tranquilo.

© Getty Images

¿Cómo ayudar a los hijos a establecer relaciones sanas de amistad tanto en la infancia como en la adolescencia?

Las amistades son el primer lugar donde los niños aprenden a convivir fuera de casa. Ahí practican todo: cómo compartir, cómo pedir perdón, cómo enfadarse sin romper el vínculo o cómo decir que no. Son pequeños entrenamientos emocionales que luego marcarán la forma en que se relacionen de adultos.

Lo primero es que los niños aprendan a escucharse. Si en casa se les permite tener su propia opinión, decir “no me apetece” o mostrar su enfado sin miedo, será más fácil que luego elijan amistades que los respeten. Porque ellos han aprendido que eso es parte de su cotidianidad. En cambio, si desde pequeños se les enseña a callar para no molestar o a decir siempre que sí para agradar, pueden acabar relacionándose desde el miedo a decepcionar. Con todas las consecuencias que esto trae. 

El desarrollo de un niño no depende solo de su historia personal, sino del contexto que lo sostiene

Ana León Alonso, psicóloga

En la infancia, lo más útil es observar sin intervenir de más. A veces los padres vemos a un hijo enfadado con un amigo y corremos a resolverlo. Pero esos conflictos también son aprendizajes. Podemos preguntar con calma (“¿qué ha pasado?”, “¿cómo te sentiste?”) y ayudarle a pensar qué necesita hacer. No hace falta protegerlos de todo, sino enseñarles a manejarlo. Actuando por ellos no les protegemos, todo lo contrario, les convertimos en pequeños seres indefensos. 

En la adolescencia la cosa cambia. Los amigos lo son todo y los adultos quedamos más en segundo plano. Pero seguimos siendo el lugar al que pueden volver.  A veces basta con mostrar interés genuino: preguntar quiénes son sus amigos, escuchar lo que pasa en su grupo sin opinar demasiado, dejar que cuenten cuando ellos quieran. Si un hijo dice “mi amigo se enfada si no le contesto”, no hace falta darle la solución, sino devolverle la pregunta: “¿y tú cómo te sientes con eso?”. Así aprenden a escucharse y a decidir desde lo que les hace bien.

Y, por supuesto, el ejemplo cuenta. Si ven que los adultos tenemos amistades reales, con las que compartimos, nos reímos y también ponemos límites cuando algo nos incomoda, entenderán que la amistad sana no es estar siempre, sino cuidarse mutuamente. Los niños y adolescentes no necesitan que sus relaciones sean perfectas, sino saber que pueden aprender de ellas. Que los vínculos se cuidan, se hablan y se reparan. Y que querer a alguien no significa aguantar cualquier cosa.

Hablas en el libro de la necesidad de conectar con la propia autenticidad de cada uno como individuo. ¿Por qué es necesario?

Porque cuando nos desconectamos de lo que somos de verdad, dejamos de sentirnos vivos. Empezamos a funcionar en automático, a cumplir con lo que se espera, pero sin sentir que estamos realmente dentro de nuestra propia vida. La autenticidad no tiene que ver con ser perfectos ni con saber siempre quiénes somos, sino con poder ser honestos. Con atrevernos a decir “esto sí”, “esto no”, “ahora necesito parar” o “esto me hace bien”. Y hacerlo sin culpa.

Desde pequeños aprendemos a adaptarnos: a portarnos bien (que no sabemos bien que es), a no molestar, a complacer. Y sin darnos cuenta, muchas veces esa adaptación se convierte en una forma de desconexión. Lo veo en consulta constantemente: personas que parecen tenerlo todo, pero sienten un vacío muy grande por dentro. No porque les falte algo, sino porque hace mucho que no se escuchan.

Conectar con la autenticidad es un proceso de regreso. Es volver a sentir qué te mueve, qué te da calma, qué te emociona, qué te pesa. A veces empieza en cosas pequeñas: dejar de fingir que te apetece salir, permitirte llorar sin esconderte, o decir “hoy no puedo más” sin sentirte débil. Y tiene mucho que ver también con el cuerpo. Cuando vivimos acelerados, tensos o pendientes de hacerlo todo bien, entramos en un modo de supervivencia. En ese estado es muy difícil ser uno mismo, porque no hay espacio para sentir ni para elegir. Solo reaccionamos.

Ser uno mismo no significa ser igual todos los días ni tenerlo todo claro. Significa poder estar en paz con lo que eres en cada momento: con tus luces y tus sombras, con tus contradicciones, con lo que necesitas y con lo que no. Cuando dejamos de actuar para agradar y empezamos a escucharnos de verdad, aparece algo muy sencillo pero muy profundo: autenticidad. Y eso solo ocurre cuando bajamos un poco el ritmo, cuando respiramos, cuando dejamos de defendernos de todo. En ese lugar, ya no necesitas demostrar nada. Simplemente puedes ser.

Ojalá Habita tu piel llegue a las manos de quien lo necesite como un pequeño respiro. No como un manual para hacerlo todo bien, sino como un acompañamiento en el camino de entenderse, regularse y volver a sentirse en casa dentro de uno mismo. A veces pensamos que para cambiar hay que empezar de cero, pero en realidad se trata de volver, de recuperar partes de nosotros que dejamos atrás. Es un proceso de reconexión, no de perfección. Mi deseo con este libro es que las personas puedan mirarse con un poco más de compasión, entender de dónde vienen sus formas de sentir o de reaccionar, y dejar de exigirse tanto. Que descubran que debajo del ruido, la prisa o la culpa, sigue estando su esencia intacta, esperando ser escuchada. Al final, habitar tu piel significa eso: estar presente en tu propia vida. Volver a sentir que lo que haces, lo que eliges y lo que sientes tienen sentido. Y vivir, por fin, habiendo hecho las paces con uno mismo. 

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