Crianza

Carina Castro Fumero, neuropsicóloga pediátrica: “Un niño que no aprende a sentir, será un adulto que somatiza”


El papel de los padres y de la familia es clave para el desarrollo cerebral y emocional de niños y adolescentes


Carina Castro Fumero, neuropsicóloga pediátrica© Carina Castro Fumero
14 de agosto de 2025 - 7:30 CEST

La manera en la que los adultos se relacionan con sus hijos “deja huella”: cómo reaccionan o cómo los miran cuando lloran, cuando se frustran, cómo les hablan… Entender esto es clave para criar a los niños con más consciencia y presencia, tal y como indica la prestigiosa neuropsicóloga pediátrica Carina Castro Fumero, autora del libro Cerebros en Desarrollo: neurociencia y crianza (Neuroaprendizaje infantil), que ha colaborado con diversos Gobiernos de países de Latinoamérica y con Unicef para llevar las aportaciones de la neurociencia a la población infanto-juvenil. Hemos hablado con ella sobre el desarrollo cerebral de niños y adolescentes y nos ha dado información muy valiosa al respecto.

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¿Qué es lo que todo padre debería saber acerca de cómo se desarrolla el cerebro de los niños?

Cada cerebro en desarrollo es una promesa. No un producto terminado, ni una herencia fija, ni un destino sellado por la genética. Es una construcción viva, moldeable, que responde minuto a minuto a lo que el entorno le ofrece. Y ahí, los padres jugamos un papel mucho más profundo del que imaginamos.

Todo —desde cómo miramos a nuestros hijos cuando lloran, hasta cómo dormimos, comemos o hablamos en casa— está enviando señales al cerebro en formación. Esas señales van activando o apagando genes. Y eso, literalmente, va esculpiendo el tipo de adulto que ese niño será.

Comprender esto no es para culpabilizar, sino para empoderar. Saber que lo que ofrecemos —emocional, físico y sensorialmente— deja huella, nos da la oportunidad de criar con más consciencia, más presencia y más respeto por el proceso.

 ¿Cómo proteger la salud mental de los niños?

Lo primero es dejar de pensar que salud mental significa simplemente “no tener un diagnóstico”. La verdadera salud mental, sobre todo en niños y adolescentes, se ve en algo mucho más profundo y humano: en su capacidad para jugar, para amar y para aprender con curiosidad genuina. Y si somos honestos, en este momento histórico… eso está en crisis. “Un niño que ya no juega, que ya no pregunta, que ya no sueña… no está bien, aunque no tenga diagnóstico".

Saber que lo que ofrecemos -emocional, físico y sensorialmente- deja huella, nos da la oportunidad de criar con más consciencia, más presencia y más respeto por el proceso

Carina Castro Fumero, neuropsicóloga pediátrica

Proteger su salud mental es proteger los pilares invisibles que la sostienen. Y eso empieza por el sueño: cuando un niño no duerme bien, su cerebro no se limpia, no madura, no aprende. Luego viene la alimentación, y no hablo solo de nutrientes: hablo de proteger ese segundo cerebro que es el intestino, que regula emociones, pensamiento y comportamiento.

También tenemos que combatir el sedentarismo. El cuerpo en movimiento es un cerebro oxigenado, alerta y emocionalmente estable

Y, por supuesto, protegerlos del uso excesivo de pantallas. Hoy sabemos que están relacionadas con alteraciones de órganos como los problemas de visión y pubertad precoz; con alteración de la química cerebral como la ansiedad, depresión y un aumento enorme en trastornos de la conducta alimentaria y con alteraciones de funciones cognitivas superiores como el lenguaje y la atención por mencionar algunas. 

El juego es mucho más que un pasatiempo: es un espacio de pausa, de regulación emocional, de exploración interna. En la infancia, jugar es meditar sin saberlo. Es presencia, es ensayo emocional, es conexión con uno mismo y con el otro. Y a medida que crecen, ese juego se transforma en formas de pausa equivalentes: la música, el arte, la contemplación, el deporte, la escritura… o la meditación misma. El juego en la infancia es lo que la meditación es en la adultez: una pausa para integrar, para regular, para ser.

Por eso, promover momentos de juego libre, no dirigido, no cronometrado, es tan importante como darles de comer bien o ponerles límites. Es salud mental en acción. Pero sobre todo, proteger la salud mental es estar ahí emocionalmente. Acompañarlos cuando sienten cosas que no entienden. Ayudarlos a ponerle nombre a lo que sienten. Validar sus emociones sin dejar que esas emociones los controlen. Y enseñarles que lo que se siente también se puede canalizar con cuidado y con amor. Un niño que no aprende a sentir, será un adulto que somatiza. Porque lo que no se dice, se aloja en el cuerpo.

Y en ese camino, los límites son clave. No como castigo, sino como contención. Porque un límite claro fortalece el lóbulo prefrontal, esa zona del cerebro que nos ayuda a planificar, regular emociones y controlar impulsos. Y un niño sin límites no es más libre. Es más vulnerable. En mi libro Cerebros en Desarrollo: neurociencia y crianza, desarrollo todos estos pilares de salud mental. Porque no se trata solo de evitar diagnósticos. Se trata de criar niños con recursos internos, con resiliencia, y con un sistema nervioso que pueda sostener la vida sin romperse.

© © Getty Images

 ¿Y en la adolescencia, en la que los desafíos a los que se encuentran nuestros hijos parecen ser mayores?

Lo que sostiene a un niño con salud mental es lo mismo que sostiene a un adolescente... y también a un adulto. La diferencia es que, cuando llegamos a la adolescencia sin esos pilares firmes, todo tiembla. Y por eso hoy el mundo está viendo un pico sin precedentes en enfermedades mentales. Porque estamos criando generaciones sin sueño de calidad, sin nutrición real, sin movimiento, sin espacios para aburrirse, sin límites, sin escucha emocional. ¿Cómo pretendemos que un cerebro sobreviva a la adolescencia si no ha sido preparado para sostenerla?

Promover momentos de juego libre, no dirigido, no cronometrado, es tan importante como darles de comer bien o ponerles límites. Es salud mental en acción.

Carina Castro Fumero, neuropsicóloga pediátrica

La adolescencia es un segundo nacimiento neurológico. El cerebro se reconfigura, se reordena, podas sinápticas, explosiones hormonales, nuevas áreas que se activan. Y ahí es cuando todo lo que hicimos —o no hicimos— en la infancia, empieza a pasar factura. Pero también es un momento de gran plasticidad, una oportunidad única de reconstruir. Por eso necesitamos adultos presentes, que guíen, que contengan, que pongan límites y que no teman hablar de lo difícil. Hoy es más evidente que nunca, poner un límite a tiempo puede salvar una vida. Literalmente.

Y lo que más me duele ver en consulta son adolescentes que han sido sobreprotegidos en la vida real… pero completamente desprotegidos en la vida virtual. Pasan horas en redes sociales sin filtros, sin acompañamiento, sin sentido crítico. Y luego nos sorprendemos de que tengan ansiedad, depresión o trastornos de la conducta alimentaria. El cerebro adolescente no está preparado para exponerse a todo eso sin una brújula interna. Y esa brújula… la construimos nosotros.

 ¿Cómo potenciar el desarrollo cognitivo de los niños?

El desarrollo cognitivo no se estimula. Se protege. Y sobre todo… no se interrumpe. Creería que hoy en día la pregunta que nos debemos hacer es “cómo dejar de apagar el desarrollo cognitivo de los niños”. Porque la verdad es que los niños ya vienen con una potencia cognitiva innata. Vienen con deseo de explorar, de conectar, de entender el mundo. 

Son nativos emocionales, sensoriales, creativos. El problema no está en ellos. El problema es que somos los adultos quienes, sin darnos cuenta, silenciamos eso. Lo interrumpimos cuando llenamos sus días de pantallas. Cuando les damos silenciadores emocionales en lugar de presencia. Cuando sobrecargamos sus agendas con clases sin sentido, pero no les damos una tarde libre para aburrirse y crear. Cuando les enseñamos a obedecer más que a cuestionar. Cuando les corregimos el trazo de un dibujo en lugar de decirles “me encanta lo creativo que fuiste y cómo te esforzaste”.

No hace falta pagar clases caras ni hacer estimulación temprana intensiva. Hace falta confiar más en el diseño natural del cerebro infantil. Un niño que duerme bien, que se alimenta con comida real, que juega al aire libre, que tiene adultos disponibles emocionalmente y que no está invadido por pantallas… va a desarrollar su capacidad cognitiva. No porque lo llevemos a clases de robótica a los tres años, sino porque su entorno no interfiere en su naturaleza.

¿Podemos seguir fomentando ese desarrollo en la adolescencia?

Definitivamente sí. El cerebro nunca deja de cambiar. Lo que pasa es que, en la adolescencia, ese cambio se vuelve salvaje, caótico, potente. Es una etapa de reorganización profunda, como un segundo gran “renacer cerebral”

Y aunque muchos adultos ven la adolescencia como una etapa difícil, para mí es una oportunidad maravillosa para seguir sembrando. Porque un adolescente no necesita que lo llenes de datos. Necesita que lo desafíes, que lo invites a pensar, que lo empujes a preguntarse cosas, a investigar, a conectar con otros, a buscar respuestas. Por ejemplo: No le vamos a permitir bajar una red social antes de los 16. Perfecto. Pero no le impongas el límite: invítalo a entender por qué. A buscar estudios. A leer. A debatir contigo. Eso es desarrollo cognitivo en acción. Que discuta el límite no es rebeldía: es pensamiento crítico. Y eso hay que celebrarlo.

También necesitamos rescatar algo que hoy parece prohibido: el aburrimiento. El aburrimiento en la adolescencia no es un problema. Es una necesidad neurológica. Cuando un adolescente se aburre y no tiene una pantalla a mano, se activa una red cerebral llamada “red neuronal por defecto”. Esta red es clave para el desarrollo de funciones superiores como la imaginación, la creatividad, la autoobservación, la planificación. Es ahí donde se encienden ideas nuevas, proyectos, mundos internos. El aburrimiento es el gimnasio invisible del cerebro adolescente.

Y no olvidemos que la creatividad no es solo artística. Es la capacidad de resolver problemas de forma distinta. De adaptarse a lo incierto. De encontrar recursos donde no los hay. Y eso es exactamente lo que este mundo necesita: adolescentes que se atrevan a pensar distinto, no que repitan lo que ven en TikTok.

© © Getty Images/Onoky

 ¿Qué relación hay entre el desarrollo cerebral del adolescente y su comportamiento?

Lo que vemos en el comportamiento de un adolescente muchas veces es frustrante, desconcertante… y profundamente humano. Pero si pudiéramos ver su cerebro en lugar de sus actos, entenderíamos mucho más. Porque sus respuestas emocionales no son casuales, ni tampoco malcriadas: son respuestas neurológicas de un cerebro en plena construcción.

Todo comienza con la amígdala, esa pequeña pero poderosa estructura cerebral que gestiona las emociones intensas y las posibles amenazas. En la adolescencia, la amígdala está hiperactiva: siente más, reacciona más rápido y con más fuerza. Por eso una crítica se convierte en un drama, una mirada en un ataque y un “no” en una injusticia.

El adolescente vive con un cerebro emocional encendido y un cerebro racional en obras

Carina Castro Fumero, neuropsicóloga pediátrica

Y para colmo, el prefrontal —la zona encargada de controlar impulsos, pensar a largo plazo, regular emociones— todavía no está del todo desarrollado. Se está formando, recién madurará por completo entre los 24 y los 26 años. El adolescente vive con un cerebro emocional encendido y un cerebro racional en obras. También está la corteza cingulada anterior, que ayuda a evaluar errores y ajustar conductas. Como aún está organizándose, los adolescentes pueden repetir patrones que ya les hicieron daño… sin poder evitarlo del todo.

Pero hay otro aspecto que muchas veces se ignora: la química cerebral. Durante la adolescencia, los niveles de dopamina —el neurotransmisor del placer y la recompensa— bajan temporalmente, y también disminuye la cantidad de receptores dopaminérgicos. ¿El resultado? Que lo que antes los motivaba ya no es suficiente. Necesitan más intensidad, más novedad, más riesgo. Por eso prueban límites, desafían normas, toman decisiones arriesgadas.

No buscan peligro por capricho. Lo buscan porque su cerebro lo necesita para sentir algo. Y a esto se le suma la tormenta hormonal. El aumento de hormonas sexuales (como el estrógeno y la testosterona) no solo transforma el cuerpo, también modifica la estructura y funcionamiento del cerebro. Aumenta la sensibilidad emocional, intensifica los vínculos sociales, potencia el deseo de pertenecer, de gustar, de ser aceptado.

Entonces, sí: la adolescencia es un cóctel. Un cóctel de emociones intensas, dopamina inestable, hormonas explosivas y un cerebro que todavía no tiene todos los recursos para autorregularse. No es una etapa para controlar. Es una etapa para acompañar.

¿Es posible corregir el comportamiento de un adolescente? ¿Cómo?

 Sí. Absolutamente sí. Nunca es tarde. Pero para corregir a un adolescente, primero hay que hacer algo mucho más profundo: conectar. La corrección sin conexión se vive como rechazo.

Conectar significa mirarles a los ojos. Sentarse a hablar, no de lo que a nosotros nos preocupa, sino de lo que a ellos les interesa. Significa escuchar sin interrumpir, sin juzgar, sin resolver de inmediato. Porque cuando un adolescente se siente visto, escuchado y respetado… su cerebro se abre a la influencia positiva. Literalmente. 

La conexión emocional activa zonas cerebrales que permiten razonar, regularse, y abrirse al otro. Un adolescente que se siente seguro emocionalmente… es más receptivo a cualquier corrección.

Una vez que conectamos, entonces sí podemos corregir. Pero no desde el grito, ni desde la amenaza. Sino desde el amor que protege. Corregir no es castigar. Corregir es guiar, poner límites claros y amorosos que cuiden su salud mental. Corregir también es decir: "No te dejo hacer esto… porque te amo lo suficiente como para protegerte".

Límites sobre el uso de pantallas, por ejemplo: los horarios, las aplicaciones, los contenidos. Límites sobre el descanso, sobre el respeto, sobre el cuerpo. Y cuando hablamos de límites, no estamos hablando de reglas arbitrarias. Estamos hablando de estimulación prefrontal. El lóbulo prefrontal —la parte del cerebro que regula los impulsos, organiza ideas, planea y toma buenas decisiones— se fortalece cuando los adultos ponemos límites coherentes y sostenidos en el tiempo. Cada vez que decís ‘no’ con firmeza y cariño, estás ayudando a construir el cerebro de tu hijo.

¿Qué papel desempeña la familia en el correcto desarrollo cerebral del niño y del adolescente?

Absolutamente todo. La familia no es un simple entorno: es el primer moldeador del cerebro infantil. Es el lugar donde el niño aprende cómo amar, cómo sentirse seguro, cómo confiar, cómo calmarse, cómo expresar lo que siente y cómo construir su idea del mundo. La familia no solo cuida al niño… construye su cerebro. No hay desarrollo cerebral sin vínculo. Y el primer gran vínculo… se llama familia.

Desde la neurociencia sabemos que somos seres nativos vinculares. Nuestro cerebro está programado para conectar. Las neuronas no solo transmiten información: responden al contacto humano, a la mirada, al tono de voz, a la contención emocional. Y ese sistema tan delicado se activa —o se bloquea— según el tipo de relación que se establece con las figuras de apego. Por eso siempre digo: el entorno familiar es arquitectura neuronal. Cuando la familia sostiene, calma, pone límites y valida emociones, el cerebro se desarrolla con más estabilidad, más plasticidad y más capacidad de autorregulación. 

Un límite claro fortalece el lóbulo prefrontal, esa zona del cerebro que nos ayuda a planificar, regular emociones y controlar impulsos. Y un niño sin límites no es más libre. Es más vulnerable.

Carina Castro Fumero, neuropsicóloga pediátrica

Criar no es solo amar. Es también formar hábitos que se convertirán en estructuras cerebrales. Y no se trata de perfección, sino de consciencia. Las decisiones cotidianas que tomamos como familia —desde a qué hora cenamos, hasta cómo respondemos cuando nuestro hijo llora o se frustra— están moldeando el futuro emocional, conductual y mental de ese niño.

El Centro de Desarrollo Infantil de Harvard lo dice con claridad: los pilares de la salud mental se construyen en la infancia. Y se construyen a través de vínculos estables y hábitos saludables. Y eso, justamente, es lo que provee una familia presente y consciente.

© © Getty Images

¿Y el entorno (otros familiares, educadores, amigos…)?

Enorme. El entorno —los amigos, los docentes, los cuidadores— moldea. Cada mirada, cada palabra, cada experiencia deja huella en un cerebro que está aprendiendo a ser. Y lo más complejo es que, cada vez más temprano, los padres están delegando esa huella. Porque tienen que trabajar, porque la rutina no da tregua, porque la vida se ha vuelto demasiado rápida para la infancia.

Los niños están ingresando al kínder, a la escuela infantil, antes, quedándose más horas fuera de casa, expuestos a más pantallas que miradas. Y en la segunda infancia —y sobre todo en la adolescencia— los amigos pasan a ocupar un rol central en la formación de identidad, conducta, decisiones. Eso no es necesariamente negativo. Lo que sí es peligroso es que como padres nos desconectemos creyendo que ya no tenemos tanto impacto. Y no es cierto. La casa sigue siendo el centro. El primer núcleo.

Los hábitos, las creencias, los límites y la manera en que se habla —o no se habla— en casa… son la base sobre la que el entorno externo opera. Un niño no llega vacío al mundo. Llega listo para ser moldeado por su entorno. Y el primer molde es su hogar. 

Por eso necesitamos familias más presentes, más conectadas emocionalmente, pero también más activas en la elección del entorno: ¿quién cuida a tu hijo? ¿Qué modelos tiene? ¿Cómo es su escuela? ¿Qué ve en redes? Cada una de esas decisiones impacta directamente en su cerebro. Porque el cerebro no distingue si el estímulo viene de la casa o del mundo exterior: simplemente lo registra y lo convierte en estructura.

El sentido de pertenencia y la amistad cobran un sentido muy potente en la adolescencia; ¿pueden las amistades ‘echar por tierra’ todo el trabajo llevado a cabo por los padres en la infancia de sus hijos?

En la adolescencia, el sentido de pertenencia no es un capricho: es una necesidad biológica. El cerebro adolescente está en plena remodelación, y una de las zonas más activas en esta etapa es el sistema límbico, especialmente las áreas relacionadas con la recompensa, la aceptación social y el miedo al rechazo. Sentirse parte de un grupo activa la dopamina, el neurotransmisor del placer, y genera una sensación intensa de bienestar. Por eso, pertenecer a un grupo —aunque sea virtual y potencialmente dañino— puede sentirse más reconfortante que estar solo, incluso si ese grupo promueve ideas o conductas destructivas.

Además, el córtex prefrontal —la parte del cerebro que ayuda a evaluar consecuencias, regular impulsos y tomar decisiones basadas en valores— todavía está en desarrollo. Esto significa que los adolescentes tienden a responder más desde la emoción y la presión del entorno inmediato que desde la reflexión.

Las decisiones cotidianas que tomamos como familia —desde a qué hora cenamos, hasta cómo respondemos cuando nuestro hijo llora o se frustra— están moldeando el futuro emocional, conductual y mental de ese niño.

Carina Castro Fumero, neuropsicóloga pediátrica

Cuando un amigo valida, incluye o admira al adolescente, el cerebro responde con una oleada de gratificación. Se activan circuitos similares a los que se activan con una droga o con una gran recompensa. Por eso, la influencia del grupo puede ser tan poderosa: no solo es emocional, es neuroquímica.

Ahora bien, esto no significa que todo lo construido en la infancia se pierda. Si un chico o una chica creció en un entorno donde hubo vínculo, donde se le enseñó a nombrar sus emociones, a confiar en su criterio, a reparar errores y a pedir ayuda, esa base sigue viva. Puede quedar silenciada por un tiempo, pero no desaparece. Las amistades pueden empujar, sí. Pero cuando un adolescente tiene raíces sólidas, cuando hay un vínculo abierto con sus adultos de referencia, incluso en medio de la tormenta puede volver a encontrarse. Y eso hace toda la diferencia.

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