Hay personas para las que comer ya no es solo nutrirse: se ha convertido en una forma de calmar emociones, llenar vacíos o gestionar el estrés. El hambre emocional —ese impulso de comer para silenciar lo que sentimos— puede llevarnos a un ciclo de culpa, frustración y desconexión con nuestro cuerpo. Por eso es tan importante recuperar una relación saludable con la comida, lo que implica aprender a escucharnos, distinguir entre hambre física y emocional, y dejar de juzgarnos por cada bocado. Eso es lo que nos transmite Ana Morales, psicóloga general sanitaria especializada en obesidad, trastorno por atracón y bulimia.
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¿Qué significa tener una “relación saludable” con la comida?
Una relación saludable con la comida es dejar de vivirla como un examen y empezar a verla como lo que es: alimento, placer, compañía. Comer sin miedo, sin listas negras y sin esa voz interna que convierte cada bocado en sentencia.
Es poder disfrutar de una pizza sin sentir que el lunes tienes que compensarla, o de unas lentejas sin pensar que “te estás portando bien”. Desde la psicología sabemos que el control obsesivo desajusta al propio cuerpo: cuando pasas la vida a dieta, las señales de hambre y saciedad se distorsionan y entras en el ciclo eterno de restricción y atracón. Por eso tantas mujeres acaban diciendo: “No sé lo que es normal, llevo toda mi vida a dieta”. Esa es la trampa: hemos confundido salud con control.
Una relación sana es cuando la comida vuelve a ocupar su sitio: nutre, acompaña, da placer… pero no gobierna tu vida. Comer saludable también es flexibilidad: disfrutar de un postre sin pensar en “mañana lo compenso”, y comer verduras no porque “toca”, sino porque te sientan bien. Que una mujer pueda decir “es la primera vez en 30 años que me como un helado sin hacer matemáticas en mi cabeza” es un verdadero indicador de salud. En definitiva: una relación sana con la comida no es comer perfecto, es comer sin látigo ni penitencia. Ahí empieza la paz… y, paradójicamente, las mejores decisiones de salud.
"Hay mujeres que acaban diciendo: 'No sé lo que es normal, llevo toda mi vida a dieta'. Esa es la trampa: hemos confundido salud con control"
¿Cómo influyen las emociones en nuestras decisiones alimentarias?
Las emociones son como el DJ de tu cocina: marcan la lista de reproducción sin que te des cuenta. Ansiedad, soledad, aburrimiento, enfado… todas pueden llevarte a la nevera. Y no porque tu estómago ruja, sino porque buscas calma inmediata. La comida es rápida, está ahí y no te juzga… pero la factura llega después.
No es casualidad que en esos momentos el cuerpo pida chocolate, pan, patatas fritas o croquetas. Los alimentos ricos en azúcar y grasa activan el sistema de recompensa del cerebro y generan una sensación inmediata de alivio. El problema es que esa calma dura minutos y no resuelve lo que hay debajo: cansancio, dolor, falta de cuidado.
La clave está en no confundir señales. El hambre fisiológica sube poco a poco como una ola: vacío en el estómago, rugidos, falta de energía. Puede esperar y se calma con cualquier alimento. El hambre emocional, en cambio, irrumpe como un rayo: exige ya, pide algo muy concreto y no se calma aunque lo comas. Por eso tantas mujeres que pasan el día sosteniendo a todo el mundo, tragándose broncas en el trabajo, intentando ser perfectas terminan reventando de madrugada frente a la nevera. No es gula. Es supervivencia emocional con forma de galletas. El hambre fisiológica se calma comiendo; el hambre emocional se calma cuidándote.
¿Por qué muchas personas sienten culpa al comer ciertos alimentos?
Porque llevamos años metiendo a la comida en un tribunal moral: alimentos “buenos” que te dan valor, alimentos “malos” que te convierten en culpable. Esa narrativa es una trampa. No engorda la galleta, engorda la voz que te dice “has fallado”.
La culpa funciona como un impuesto emocional: disfrutas unos minutos, pero luego pagas con horas —o días— de vergüenza. Y desde la psicología sabemos que la culpa no es inocente: aumenta el cortisol, dispara la ansiedad y te deja atrapada en el mismo círculo de siempre —restricción, atracón, más culpa—. Comer con culpa reduce el placer, dispara el estrés y multiplica justo el descontrol que intentabas evitar.
Imagina una escena común: estás en un cumpleaños, comes un trozo de tarta y, en lugar de disfrutar, tu cabeza empieza a sacar cuentas: “Mañana doble ración de gimnasio, hoy ceno solo yogur”. La tarta se digiere en horas, pero la culpa puede quedarse años. El problema nunca fue la tarta, fue la vergüenza que le colgaste encima.
"Los alimentos ricos en azúcar y grasa activan el sistema de recompensa del cerebro y generan una sensación inmediata de alivio. El problema es que esa calma dura minutos y no resuelve lo que hay debajo: cansancio, dolor, falta de cuidado"
¿Qué consecuencias tiene etiquetar alimentos como “buenos” o “malos”?
La etiqueta abre la puerta al “efecto prohibido”: cuanto más te dices “esto no puedo”, más espacio ocupa en tu cabeza. Es como si tu cerebro levantara un altar a ese alimento. Y cuanto más alto lo subes, más ganas tienes y más grande es la caída. La prohibición termina en obsesión, y la obsesión en atracón.
Si dices que unas zanahorias te hacen “buena” y unos donuts te hacen “mala”, acabas atrapada en un juego sin salida. Porque no, ni las zanahorias van al cielo ni los donuts al infierno.
El verdadero problema es el peso mental que le damos a la comida. Pasar el día contando calorías de donuts es tan enfermizo como obsesionarse con comer solo “limpio” o “perfecto”. Esa rigidez no mejora tu salud, solo aumenta la ansiedad y prepara el terreno para el descontrol.
Y hay más: esas etiquetas empobrecen tu alimentación, porque si demonizas grupos enteros, comes menos variado y con más tensión. También te cortan vida social: evitas cenas, viajes, cumpleaños… y cuando al fin comes lo prohibido, no lo disfrutas, lo devoras con culpa.
¿Cómo afecta esta mentalidad a largo plazo en la salud física y mental?
El cuerpo no es una máquina que puedas resetear cada lunes, es un sistema de supervivencia. Cuando vives en restricción constante, se activan las adaptaciones metabólicas: tu metabolismo se ralentiza, quemas menos energía en reposo y almacenas más grasa como estrategia de defensa. Por eso tantas mujeres dicen “hasta el aire me engorda”, y no es una exageración: es biología pura. Esa mentalidad termina generando justo lo que más temías.
Además, el hambre crónica altera la regulación hormonal: aumenta la grelina (hormona del hambre), baja la leptina (la que da saciedad) y el cortisol se mantiene alto por el estrés de la restricción. Resultado: más hambre, menos freno y un cuerpo cada vez más desconfiado de ti. A eso súmale que duermes peor y te mueves con menos energía: acabas arrastrándote por las esquinas.
En lo psicológico, las consecuencias son igual de duras. Aparece la culpa crónica y los pensamientos en bucle: hoy te sientes disciplinada, mañana débil, pasado culpable. Esa montaña rusa termina erosionando la autoestima. La comida deja de ser placer y pasa a ser juez: cada día lo vives como aprobado o suspenso.
El bucle perpetúa la insatisfacción corporal, la vergüenza y, a menudo, el aislamiento social. Muchas mujeres terminan evitando cenas, fotos o vacaciones por miedo a “no controlar”. A la larga, no solo aumenta el riesgo de trastornos por atracón o bulimia, también de depresión y ansiedad clínica. Porque nadie aguanta años peleando con la comida sin que acabe rompiéndose algo más que la dieta.
"Si dices que unas zanahorias te hacen “buena” y unos donuts te hacen “mala”, acabas atrapada en un juego sin salida. Porque no, ni las zanahorias van al cielo ni los donuts al infierno"
¿Cómo influye la cultura de la dieta en nuestra percepción de lo que “deberíamos” comer?
La cultura de la dieta es una máquina de marketing disfrazada de salud. Nos bombardea con mensajes de “operación bikini”, “comer limpio” o “detox”, y siempre traducen lo mismo: si no cumples, fracasaste.
Es como un altavoz que no se apaga: te grita qué deberías y qué no deberías comer, y te hace creer que tu valor depende del plato que tienes delante. No habla de salud, habla de control. Y cuanto más lo escuchas, más te desconectas de tus señales internas de hambre, saciedad y disfrute.
El resultado es que coloniza tu cabeza: pasas más tiempo pensando en lo que “no deberías” comer que en disfrutar lo que sí tienes. Esa obsesión roba libertad y multiplica la ansiedad. Ya no eliges con el cuerpo, eliges con la culpa.
Y lo peor es que normaliza la insatisfacción: nunca es suficiente. Comes verdura y piensas que tendrías que haber comido más; te permites un postre y piensas que tendrías que haberlo evitado. Así se construye una generación de mujeres que saben contar calorías pero no saben escuchar su hambre.
La cultura de la dieta no te enseña a comer mejor, te enseña a desconfiar de ti misma. Y convierte tu vida en un examen que nunca apruebas.
¿Qué señales indican que una persona está atrapada en un ciclo de restricción y culpa?
Cuando la relación con la comida se convierte en un campo de batalla, hay señales muy claras que lo delatan:
- Calendario penitencia: lunes a viernes rigidez absoluta, sábado descontrol y domingo culpa. Ese bucle de “me porto bien / me paso / me castigo” se repite en bucle cada semana. Es el clásico “el lunes me pongo seria”.
- Cabeza ocupada 24/7: tu día gira más en torno a menús, calorías y cómo compensar que a tu propia vida. Estás en una reunión y piensas en la cena; paseas con amigas y calculas calorías.
- Miedo social: evitas cenas, viajes o cumpleaños porque “seguro que me paso”. Y si vas, pasas más tiempo negociando mentalmente con la carta que disfrutando de la compañía.
- Secretismo y castigo: comes a escondidas, de pie en la cocina o en el coche, y después intentas “pagarlo” con horas de gimnasio o saltándote comidas.
- Lenguaje de látigo: te hablas como si fueras tu peor enemiga. “Me porté fatal”, “soy débil”, “mañana me castigo”. Ningún cuerpo florece con ese diálogo interno.
- Ausencia de disfrute: aunque comas algo que te gusta, lo haces con tanta culpa que el placer desaparece. Terminas el plato y en lugar de satisfacción sientes vergüenza.
Si te reconoces en estas señales, no es disciplina ni autocuidado: es una cárcel con forma de plato.
"La cultura de la dieta es una máquina de marketing disfrazada de salud. Nos bombardea con mensajes de 'operación bikini', 'comer limpio' o 'detox', y siempre traducen lo mismo: si no cumples, fracasaste"
¿Qué opinas sobre frases como “comer limpio” o “pecar con la comida”?
Son frases que parecen inofensivas, pero hacen mucho daño. Decir “comer limpio” implica que hay comidas sucias, y eso mete la culpa en el plato. Decir “he pecado” convierte un trozo de chocolate en un acto moral, como si fueras peor persona por comerlo. Seguro que has escuchado a alguien decir “ayer me porté mal, me comí una pizza” como si hubiera cometido un delito. La comida no es una confesión, es alimento.
Desde la psicología sabemos que este lenguaje no es neutro: condiciona la relación con la comida y con tu cuerpo. Cuando te repites “esto es sucio” o “esto es un pecado”, activas el mismo circuito que la vergüenza. Y lo que debería ser disfrute se convierte en penitencia.
La comida no es moral, es contexto: qué comes, cuánto, cuándo, cómo y para qué. Mucho más real es preguntarte: “¿Esto me da energía? ¿Me apetece compartirlo? ¿Me sienta bien ahora?”. Y mucho más liberador decirnos: “Hoy elijo esto porque me sienta bien” o “hoy comparto este postre porque me apetece”. Ahí está la salud, no en el látigo.
¿Qué estrategias recomiendas para mejorar la relación con la comida sin caer en extremos?
Lo primero es entender que mejorar tu relación con la comida no va de controlarla más, sino de reconciliarte con ella. Los extremos —la dieta rígida o el descontrol total— son las dos caras de la misma moneda. El camino está en el medio: flexibilidad, escucha y autocuidado.
Algunas estrategias prácticas:
- Quitar etiquetas: deja de hablar de alimentos “buenos” o “malos”. Si te comes una pizza el viernes, no necesitas prometerte “compensar el lunes”; y si desayunas fruta y yogur, no es porque “te portaste bien”, es porque te apetecía y te sienta bien.
- Volver al cuerpo: antes de comer, pregúntate: “¿Tengo hambre física o hambre emocional?”. Si al llegar a casa comerías pollo a la plancha, es hambre física. Si solo quieres galletas, probablemente es emocional, y lo que toca no es comer, sino parar un momento y escuchar qué te pasa.
- Permitirte placer sin culpa: el disfrute también es salud. Si estás en un cumpleaños y quieres tarta, cómete tu porción sentada, con calma, disfrutándola. Mejor eso que pasar la tarde diciendo “no, gracias” y luego asaltar la nevera de madrugada.
- Plan B para la ansiedad: ten recursos a mano que no sean comida. Crea una lista imán en la nevera con 5 opciones rápidas: ducha caliente, salir a caminar, poner música y bailar, escribir tres líneas en un cuaderno, mandar un audio a tu amiga. Cuantas más opciones tengas, menos monopolio tendrá la nevera.
- Rituales de cuidado: mírate al espejo sin látigo y en vez de decir “qué horror de barriga”, prueba con “mi cuerpo cambió, ¿qué necesita hoy?”. O date un baño caliente, ponte crema o una mascarilla: gestos pequeños que refuerzan la idea de que mereces cuidado, no castigo.
La clave no está en comer perfecto, sino en dejar de vivir la comida como un examen. Cuando la comida baja del pedestal y vuelve a su sitio —en el plato, no en tu cabeza—, aparece la verdadera libertad.
¿Cómo se puede aprender a escuchar las señales reales del cuerpo (hambre, saciedad)?
Después de años de dietas, muchas mujeres me dicen: “No sé distinguir si lo que tengo es hambre o ansiedad”. Y es normal: cuando pasas la vida siguiendo menús impuestos o contando calorías, te desconectas de tus señales internas. La buena noticia es que se puede reaprender.
Una herramienta es la escala del hambre (0–10). El 0 es sin hambre y el 10 es hambre al límite —“me como un elefante”–. Lo ideal es empezar a comer en torno al 5–6:
- En el 5, tu estómago ya se siente vacío y ya necesitas comer, pero sigues siendo selectiva.
- En el 6, tu concentración empieza a bajar, pero todavía puedes tomar decisiones saludables.
- Si comes en el 3–4, probablemente tu cuerpo aún no lo necesita y tenderás a almacenar lo ingerido.
- Si esperas al 8, llegas con tanta urgencia que comes rápido, mucho y sin consciencia.
Otros recursos útiles:
- El test del pollo a la plancha: si lo comerías, es hambre fisiológica. Si solo piensas en dulces o comida rápida, probablemente es emocional.
- La pausa de un minuto: antes de lanzarte, pregúntate dónde lo sientes, si en el estómago (físico) o en el pecho y la cabeza (emocional). Este pequeño alto ya cambia la decisión.
- Comer con atención: plato, silla, cubiertos y sin móvil. Masticar despacio, notar texturas y sabores y parar cuando el placer empieza a bajar.
- Bitácora corporal: anotar durante una semana qué comiste, cómo llegaste (desde el hambre física o desde la emoción) y cómo te sentiste después. Eso te ayuda a dibujar tu propio mapa de señales.
El cuerpo siempre habla; lo difícil no es que dé señales, es que lo hemos acostumbrado a vivir con el volumen bajado. Escuchar es subirle el volumen otra vez.
"El disfrute también es equilibrio: comer verduras porque te sientan bien y pizza porque te apetece compartirla"
¿Qué papel juega el disfrute en una alimentación equilibrada?
El disfrute no es un extra, es parte de la salud. Comer sin placer es como dormir sin descansar: cumple la función biológica, pero te deja vacía. El disfrute activa el sistema de recompensa del cerebro, reduce la ansiedad y ayuda a que la relación con la comida sea sostenible a largo plazo.
El problema es que nos han vendido que el placer es peligroso: que si disfrutas, “te vas a descontrolar”. Y es justo al revés: cuando eliminas el disfrute, lo que generas es más ansiedad y, tarde o temprano, el atracón.
Si te comes un helado tranquila, lo disfrutas y sigues con tu día. Pero si lo conviertes en pecado, pasas tres días negociando mentalmente: primero lo evitas, luego lo devoras y después te castigas. No es el helado lo que daña, es la culpa que le cuelgas encima.
El disfrute también es equilibrio: comer verduras porque te sientan bien y pizza porque te apetece compartirla. No se trata de que cada bocado sea un festival, pero sí de que en tu alimentación exista espacio para el placer. Porque sin disfrute, comer se convierte en una lista de deberes… y nadie sostiene una vida de deberes eternos.