Todos los padres quieren que sus hijos crezcan sanos y fuertes, que saquen buenas notas en el colegio para labrarse un futuro profesional adecuado y que sean resilientes, afectuosos y educados. Un combo perfecto que no siempre es fácil de conseguir y que, en ocasiones, supone la idealización de la imagen de un niño o una niña que no se corresponde con la realidad. Sin embargo, es posible estimular el cerebro infantil para sacar su máximo potencial y la clave está en los primeros seis años de vida, como explican Karmele Morales, psicóloga especializada en infancia y educación, y Nerea Taracena, psicóloga y maestra de Educación Infantil, ambas creadoras del proyecto @enlamentedelnino y autoras del libro El cerebro infantil: una guía para comprender y acompañar el desarrollo emocional y cognitivo de los niños (Ed. Oberon).
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Hemos hablado con ellas y les hemos preguntado por las pautas a seguir en casa para ayudar a las familias en ese propósito de acompañar y guiar a sus hijos para lograr sacar su mejor versión. Sus respuestas son esclarecedoras.
Los niños necesitan retos donde puedan poner a prueba sus habilidades.
Los primeros años de vida son esenciales para el desarrollo cognitivo, emocional y social de todo niño, como indicáis en el libro. Cuando la familia, por desconocimiento o por alguna circunstancia concreta, no lo ha hecho de manera adecuada, ¿se puede reparar más adelante?
Durante los primeros años el cerebro forma miles de conexiones neuronales por segundo. Es un periodo de enorme sensibilidad, pero también de una plasticidad extraordinaria y esto hace que la adquisición de habilidades sea más rápida y eficiente. Efectivamente, las experiencias que recibe un niño moldean su arquitectura cerebral, pero aquí está la buena noticia: gracias a la neuroplasticidad, el cerebro mantiene su capacidad de aprendizaje, reorganización y adaptación a lo largo de toda la vida. Incluso si en la infancia ha habido carencias o dificultades, la intervención temprana y la exposición a entornos estimulantes con oportunidades de aprendizaje adaptadas a sus necesidades posteriores pueden favorecer la creación de nuevas conexiones que compensen las dificultades iniciales
De hecho, esa misma capacidad nos acompaña también en la edad adulta. Por eso vemos que, aunque con más tiempo y esfuerzo que en la infancia, seguimos siendo capaces de aprender cosas nuevas o desaprender ciertos patrones. El cerebro conserva toda la vida su capacidad de cambio. Cuando existe estimulación, motivación y un entorno favorecedor, el aprendizaje y la reorganización neuronal siguen siendo posibles a cualquier edad.
En relación a esta pregunta, el ejemplo más visible para cualquier familia es lo que ocurrió en la pandemia, cuando muchos niños estuvieron expuestos a pantallas mucho más tiempo para que sus padres pudieran teletrabajar y otros muchos dejaron de interactuar con sus iguales en una etapa de desarrollo clave. ¿Es posible ‘arreglar’ estas heridas con la ayuda adecuada o estos niños tendrán siempre algún tipo de carencia ya sea en el lenguaje o en su forma de relacionarse con otros niños?
Durante la pandemia todos tuvimos que adaptarnos a las restricciones y modificar nuestra rutina. Los niños pasaron más tiempo de lo habitual frente a las pantallas y se redujo la posibilidad de poder jugar con otros niños, perdiendo así oportunidades de poner en práctica sus habilidades sociales y de estimular el lenguaje. En algunos casos, especialmente cuando el aislamiento coincidió con etapas muy sensibles, entre los 2 y los 4 años, por ejemplo, hemos observado ligeros retrasos en el lenguaje o en la capacidad de autorregulación. No obstante, aunque ese periodo afectó a su desarrollo no significa que haya dejado secuelas irreparables. Como venimos diciendo, el cerebro es plástico, y en la infancia, lo es mucho más, lo que significa que puede adaptarse y reorganizarse cuando se le ofrece la estimulación y acompañamiento adecuado. Es capaz de recuperar aprendizajes y habilidades perdidas o que quedaron estancadas. Para ello, es fundamental volver a ofrecerles experiencias en las que puedan comunicarse, interactuar con los demás y jugar libremente.
Aquí el papel de los adultos es clave porque debemos prestar atención a las necesidades, observar, intervenir y ofrecer apoyo especializado si es necesario. La intervención temprana con estimulación adecuada, por ejemplo con logopedia o acompañamiento emocional, puede marcar una gran diferencia. El cerebro infantil responde con una rapidez sorprendente, aunque cada niño lo hace a su propio ritmo.
Por otro lado, la atención es esencial para todo tipo de aprendizaje, pero ¿cómo ayudar a potenciar esa atención en los niños, especialmente en aquellos a los que les resulta más difícil?
La atención es como un filtro que selecciona qué estímulos recibe el cerebro y a cuáles no da prioridad. Esto se desarrolla a lo largo de la infancia, por eso vemos cómo los más pequeños se distraen con facilidad; su sistema atencional todavía está aprendiendo a seleccionar y sostener el foco atencional. Por ejemplo, a los tres años, un niño puede concentrarse unos minutos; a los seis, un poco más.
En el libro hablamos de crear un entorno que favorezca esa maduración con espacios tranquilos, sin exceso de estímulos, donde el niño pueda detenerse, observar y explorar con calma. Muchas veces los niños están sobreexpuestos a pantallas, ruidos y cambios constantes, lo que satura su sistema de atención. Para ayudarles, necesitamos reducir esa sobrecarga: ofrecer tiempos de concentración con pausas de descanso, presentar la información de forma visual y sencilla, y alternar momentos de actividad con otros de tranquilidad. La atención también se entrena en la vida diaria: escuchando un cuento hasta el final, siguiendo paso a paso una receta o esperando su turno en un juego.
En el caso de los niños que presentan mayores dificultades de atención es bueno combinar estrategias educativas, acompañamiento emocional y, cuando procede, apoyo terapéutico. Hemos visto muchos avances cuando se ajustan los tiempos, se eliminan distractores, se usan apoyos visuales y se introduce el movimiento en el proceso de aprendizaje. También ofrecer tareas breves, instrucciones claras y una sola consigna cada vez les permite sostener el foco sin frustrarse. Presentar a menudo actividades o juegos donde tengan que poner en práctica esta capacidad atencional ayuda mucho. Y sobre todo, es fundamental la actitud del adulto. Los niños con dificultades de atención suelen recibir más correcciones que reconocimientos, y eso desgasta su motivación. A veces, lo que más necesitan es que comprendamos sus tiempos, adaptemos las estrategias y ajustemos nuestras expectativas.
¿Se puede potenciar también la memoria?
Si, la memoria, al igual que la atención o el lenguaje, se va fortaleciendo con la práctica y la experiencia. Por ejemplo, la repetición juega un papel importante porque ayuda a consolidar las conexiones neuronales y a automatizar aprendizajes, especialmente, cuando el niño participa activamente en lo que aprende, manipulando, preguntando y creando por sí mismo. A menudo lo vemos en lo cotidiano, cuando piden una y otra vez “quiero leer el mismo cuento”. Necesitan repetición para afianzar ciertos aprendizajes.
Además, la memoria no es única: tenemos memoria de trabajo, memoria a largo plazo, memoria procedimental… y cada una se entrena de forma distinta. Recordar una secuencia motora, un hecho o una emoción implica redes cerebrales diferentes. Por eso, decimos que conviene vivir y recordar lo aprendido de distintas maneras: contar lo que se ha hecho, jugar, practicar, enseñar a otros. Dormir bien, tener rutinas y hablar sobre las experiencias del día también refuerzan la consolidación de la memoria.
El cerebro infantil responde con una rapidez sorprendente, aunque cada niño lo hace a su propio ritmo.
Hablamos mucho de emociones y aprendizaje porque los niños recuerdan mejor aquello que logran conectar con su propia experiencia, con lo que les interesa o les hace disfrutar. Emociones como la alegría o la sorpresa hacen que el cerebro pueda conservar esa información de forma mucho más duradera.
Explicáis la diferencia entre motivación extrínseca y motivación intrínseca. ¿Cuáles son esas diferencias y por qué es tan importante entenderlas?
La motivación externa procede de estímulos del entorno, en este caso hablamos de premios, castigos, presiones, o cualquier otra forma de control externo. Esto no siempre genera un aprendizaje duradero, sino más a corto plazo y dependiente de esa fuente de control. Sin embargo, cuando hablamos de motivación interna nos referimos a la curiosidad natural, al deseo de descubrir, a sentirse capaz y a disfrutar del proceso de aprender.
Dependiendo de lo que queramos fomentar en los niños, nuestras estrategias deben ser diferentes. Si nos centramos únicamente en la motivación externa, los niños pueden aprender a cumplir tareas para conseguir algo a cambio, pero su interés se reduce cuando desaparece ese control externo como la recompensa (premios) o la presión. En cambio, cuando estimulamos la motivación interna, ayudamos a que desarrollen la curiosidad, la autonomía y la perseverancia; aprenden porque quieren comprender, explorar y mejorar por sí mismos.
La motivación es esencial para que los niños adquieran cualquier tipo de aprendizaje. ¿Cómo motivarles a hacer aquello que les aburre? En concreto, ¿cómo motivarles a estudiar o a hacer deberes, a leer...?
En el libro hablábamos de varios aspectos que influyen en la motivación, porque no hay una única forma de implicar a los niños en el aprendizaje. Entre ellos están la curiosidad, el sentido que encuentran en lo que hacen, el desafío con retos ajustados a su edad, la autonomía para decidir, la sensación de competencia cuando se sienten capaces, el vínculo emocional con quien les acompaña y el disfrute de aprender.
No obstante, es importante observar cuándo a un niño le falta motivación y entender qué hay detrás: cansancio, inseguridad, falta de comprensión de la tarea, exceso de presión o miedo a equivocarse. En estos casos, podemos notar que se muestra más apático, tiene mayor desinterés e incluso siente frustración ante los distintos retos que se le presentan.
La motivación es importante, pero no siempre está ahí, y eso también forma parte del aprendizaje. También debemos recordar que no todos se motivan de la misma manera. Cuando algo les cuesta o no les entusiasma, nuestra tarea es ayudarles a mantenerse en el proceso, a tolerar la frustración, a organizarse, a sentirse capaces de avanzar poco a poco y, sobre todo, no contribuir en su desmotivación. Por esto también hablábamos de la importancia de valorar en ellos el esfuerzo, que aprendan a confiar en que pueden lograr las cosas incluso cuando no tienen ganas al principio.
En la lectura, por ejemplo, más que decir constantemente “tienes que leer” podemos animarles a ello dejando que elijan sus propios libros, un tema o un formato distinto (un cómic, etc) leerles en voz alta, proponerles retos y que, sobre todo, vean a los adultos leer. Y con los deberes ocurre algo parecido, si vemos que les cuesta o están cansados podemos empezar por dividir la tarea en pasos pequeños, ofrecer breves descansos, y eliminar distracciones. Si, por ejemplo, tienen miedo a hacerlo mal, podemos enseñar que equivocarse forma parte del proceso para disminuir el rechazo a la tarea.
En vuestro libro citáis a David Bueno cuando dice que “el juego es la principal forma instintiva de aprendizaje en los niños”. ¿De qué manera aprenden los niños jugando?
Efectivamente, como señala este autor, el juego forma parte de nuestra naturaleza como especie, y desde una perspectiva antropológica, es la principal forma de aprendizaje. Durante el juego, el cerebro se prepara para aprender, es decir, el juego ya es aprendizaje en sí mismo. Lo maravilloso del juego es que están aprendiendo sin saber que lo hacen, y eso lo convierte en una herramienta pedagógica extraordinaria.
Su propio instinto les impulsa a jugar, y jugando aprenden porque se activan áreas del cerebro vinculadas con la curiosidad, la creatividad y la motivación interna. Al explorar, experimentar y enfrentarse a pequeños retos, ponen en marcha su atención, memoria y pensamiento crítico sin que nadie se lo “imponga”. Además, también ponen en práctica habilidades sociales, emocionales y cognitivas: aprender a compartir, negociar, resolver problemas o expresar emociones. Mientras juegan, los niños practican, comprenden y se preparan para la vida de manera divertida.
Dentro del juego, ¿qué aporta al desarrollo del niño el juego libre y el juego simbólico?
Cualquier forma de juego les permite explorar y aprender a su manera, en cada tipo de juego aprenden algo distinto e incluso pueden complementarse. En el juego libre, el niño decide qué, cómo y con quién jugar. No hay normas impuestas ni un objetivo externo: explora, crea e improvisa. Y en esa libertad se activan funciones ejecutivas como la planificación, la toma de decisiones o la flexibilidad cognitiva, como mencionamos, uno de los ejemplos es una tarde de juego libre donde eligen hacer una torre, que piezas poner primero, que hará si se cae, etc. Además, el juego libre alimenta su autonomía, creatividad y sensación de competencia, porque el niño siente que puede dirigir su propia experiencia.
El juego simbólico, en cambio, aparece cuando empieza a representar situaciones de la vida real: “yo soy médico y tú un paciente”. Este depende más del tipo de contenido y puede surgir de forma espontánea, cuando el niño imagina que las piedras son pasteles y las tiene que vender, o puede ser semiestructurado (el adulto propone un escenario o unos materiales que orientan la historia) o estructurado (fin educativo) según la participación del adulto. A través de una simulación, el niño desarrolla su empatía, lenguaje, regulación emocional y pensamiento abstracto. Está aprendiendo a ponerse en el lugar del otro, a anticipar, a organizar ideas y emociones.
En el fondo, ambos tipos de juego son una forma de ensayo para la vida: jugando, los niños no solo se divierten, sino que practican cómo ser, cómo pensar y cómo convivir.
¿Está al mismo nivel el juego de reglas, como pueden ser los juegos de mesa?
Si, aunque hablamos mucho del juego libre, aquel juego más estructurado también aporta muchos beneficios. En el juego de reglas, por ejemplo un juego de mesa, los niños tienen que respetar turnos, manejar la espera entre unos y otros, seguir ciertas normas, y también tolerar esa frustración que uno siente al perder la partida. Tener que esperar y respetar turnos de los demás mejora la inhibición y el control de impulsos, por ejemplo. Dependiendo de lo que el juego requiera se trabajan muchas otras habilidades como la memoria de trabajo, y habilidades sociales como la cooperación y comprender el punto de vista de los demás.
Nosotras a partir de los dos años aproximadamente ya trabajamos mucho distintas habilidades a través de juegos de cartas, y también juegos en los que hay que sacar fichas o palitos sin que se caigan otros objetos, que entrenan la coordinación, la paciencia y el control de impulsos. Es curioso ver cómo algunos niños se tapan los ojos o aguantan la respiración en el momento clave: ahí se ve claramente cómo aprenden a regular la tensión, a controlar la emoción y a aceptar el resultado, muchas veces con nuestra ayuda. Me encanta observar los juegos donde tienen que hacer turnos, y más de uno dice: ‘¡yo quería hacerlo otra vez!’, algunos se enfadan, otros se cruzan de brazos, otros intentan distraerse... Pero poco a poco entienden que deben esperar y mientras tanto van encontrando estrategias para calmarse y volver al juego. Esa empatía y esa cooperación es algo que desarrollan mucho a través de este tipo de juegos, es un aprendizaje importante que después trasladan a la vida cotidiana.
Comentáis la idoneidad de animarles a superar nuevos retos. ¿Qué tipo de retos y cómo animarles a ello?
Es muy interesante, porque los niños necesitan retos donde puedan poner a prueba sus habilidades. La clave está en qué tipo de retos les ofrecemos.
Los retos son una parte natural de la vida, lo importante en este sentido es que sean alcanzables, es decir, que el niño sienta que puede lograrlos con algo de esfuerzo, aunque implique cierto nivel de frustración (no en exceso). En el libro, en una de las gráficas, hablamos de la llamada zona de desarrollo próximo: ese punto intermedio entre lo que ya sabe hacer y lo que aún no puede hacer solo, pero con un poco de ayuda.
Los niños con dificultades de atención suelen recibir más correcciones que reconocimientos, y eso desgasta su motivación.
Por eso, es bueno animarles a atreverse, a probar, a confiar en que pueden. A veces el reto es físico, como subir una roca más alta o intentar abrocharse los zapatos, y otras, emocional, atreverse a hablar en grupo, hacer nuevos amigos o probar algo nuevo. Lo importante es transmitir confianza: que sientan que estamos cerca, pero no resolviendo por ellos.
Muchas veces vemos cuando logran algo que quizás creían difícil y les costaba mucho esfuerzo y tienen esa sensación de “he sido capaz” o “mira lo que conseguí”. Cuando superan algún reto, su autoestima y la sensación de competencia mejoran, siendo la base de la motivación intrínseca y de la autoestima.
¿Cuál es el papel de la autoestima en el correcto desarrollo emocional y cognitivo de los niños?
Es fundamental el desarrollo emocional y cognitivo de los niños porque influye directamente en cómo se enfrentan a los retos y cómo aprenden. Un niño con buena autoestima confía en sus capacidades, se atreve a probar, tolera mejor la frustración y se recupera antes del error. Esa seguridad favorece su aprendizaje y fortalece su pensamiento crítico, por ejemplo, al reflexionar y tomar decisiones de manera autónoma. Además, una autoestima sana les permite establecer vínculos sanos y expresar necesidades o ideas con confianza. En cambio, cuando la autoestima se ve dañada, la curiosidad, la motivación y la capacidad de relacionarse, por ejemplo, pueden verse afectadas.
¿Cómo fomentar su autoestima?
Ofreciendo nuestro apoyo, confianza y reconocimiento. Es importante valorar, no solo los resultados, sino también los esfuerzos, así como permitirle equivocarse y aprender del error. Además, darles pequeñas tareas o responsabilidades (siempre y cuando estas sean adecuadas para su edad), permitirles tomar decisiones, y acompañarlos en actividades que consideran retos, les ayuda a sentirse capaces. En definitiva, la autoestima se construye a través de la experiencia cotidiana. Un niño desarrolla una buena imagen de sí mismo cuando siente que es aceptado, escuchado y valorado por lo que es, no solo por lo que logra.
