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Adolescentes

José Antonio Luengo, psicólogo: ‘Esconder el dolor a los hijos no les ayuda a crecer’

La adolescencia es una etapa convulsa en todos los sentidos. Pero ¿sabemos acompañar a los hijos en la revolución que viven en ese momento? ¿Cuál debe ser la actitud de los adultos para ayudar a gestionar las dificultades por las que pasan?

José Antonio Luengo es psicólogo educativo y sanitario y decano del Colegio Oficial de la Psicología de Madrid. Acaba de publicar El dolor adolescente  (Ed. Plataforma), donde hace un completo repaso sobre el complejo mundo de la salud mental durante la adolescencia.

Su objetivo es que los padres cambien su mirada para posicionarse desde la comprensión, la complicidad y la empatía con sus hijos. Así, analiza la situación actual, con la influencia de la pandemia, y ofrece recomendaciones para acompañar a los adolescentes en una etapa que no ha sido nunca fácil. Hemos charlado con él.

Comenta en el libro que “crecer y madurar incluye también una cuota de sufrimiento que no siempre somos capaces de ver y percibir adecuadamente”. ¿Por qué sufren los adolescentes hoy?

Efectivamente, crecer representa abandonar espacios que conocemos y, de una u otra manera, nos dan seguridad. Supone adentrarnos en nuevos escenarios y, casi siempre, con herramientas no probadas para adaptarnos a las nuevas situaciones y responder a ella de manera adecuada. Crecer supone un duelo y nos adentra en un mundo desconocido que suele causar inseguridad y desasosiego. Y “hacerse” adolescente representa, además, cambiar el modo en que vemos e interpretamos la vida. Adquirimos capacidades cognitivas que nos permiten ya identificar los efectos de nuestros actos en el futuro, que habrá un futuro, que nos pasarán cosas. Y que lo que nos sucede va a marcar nuestros futuros pasos. Y aparece una presión, marcada asimismo por las influencias externas del grupo de iguales que no es fácil llevar a cuestas sin costes emocionales.

Sostiene que miramos poco y mal a los adolescentes. ¿Cómo es esa mirada actualmente y cómo debería ser?

En efecto, creo sinceramente que no somos conscientes de lo que supone llegar a esa etapa de la vida y de los riesgos que conlleva. Pensamos que es “lo que les toca”; pasan los años y “es lo que hay”, pensamos. Y, en muchos casos, que “lo tienen todo” y no paran de quejarse. De la niñez a la preadolescencia y de esta a la adolescencia. Bueno, ese puede ser el recorrido, sí. Pero no es tan fácil. Solemos ser conscientes de sus cambios físicos, y también de los emocionales y psicológicos. Y, claro, también de sus cambios comportamentales. Y lo que vemos no suele gustarnos. Porque aparece en ellos (y con ellos) la experiencia de la controversia, el conflicto, la tozudez…

Observamos y sentimos las modificaciones que se producen y nos generan malestar en muchos casos. Y no somos demasiado capaces de recordar que a nosotros también nos pasó. Que en su día dejamos de querer que nuestros padres nos acompañaran al colegio, que dejamos de querer ir con ellos de la mano, que ya no nos interesaban demasiado sus cosas y sus “charlas”, que aparecían elementos “más importantes” en nuestras vidas… El grupo de compañeros, de amigos… Es necesario entender que esos cambios les cuestan, les van a costar. Y que se encuentran en un momento difícil. Que no se entienden ni ellos mismos, que, a veces, no es que lo parezca, es que realmente están enfadados con el mundo… Y ahí es donde entran la mirada amable, la comprensiva, el acompañamiento, la paciencia… Como herramientas fundamentales para estar y ser con ellos. E intentar ponerse en el lugar de quien, en muchas ocasiones, acaba dudando de todo, pero intentando hacer creer que lo “sabe todo”.

Desde el confinamiento, la salud mental de los adolescentes ha caído en picado. En el libro dice que se ha ‘agrietado’. ¿Cómo se puede desde la familia ayudar a revertir esa situación?

El confinamiento (fueron cuatro meses casi, pero terribles para muchos chicos y chicas) y la pandemia (con todos los efectos indeseables que ha traído consigo) es, seguramente, responsable de muchos daños emocionales en las personas. Y no creo que sea aventurado decir que ha acrecentado las dificultades y problemas de sectores de la población desfavorecidos y especialmente vulnerables por diferentes razones. Y la infancia y la adolescencia son franjas de edad muy vulnerables, que se han visto especialmente afectadas. Y con efectos visibles en su salud mental.

Las familias pueden, sin duda, contribuir a revertir, en efecto, esas situaciones. A través del desarrollo de modelos educativos saludables, basados en los modelos coherentes de parentalidad positiva, en el ejemplo adecuado, en las relaciones interpersonales afectuosas, asentadas en el diálogo y en la gestión y resolución constructiva de los conflictos y las dificultades. Pero, no lo olvidemos, hay mucha infancia desfavorecida, que dispone de pocos recursos y de vínculos seguros y estables. Es en este ámbito donde los centros educativos y la actitud y el trabajo del profesorado adquieren también una importancia trascendental como generadores de factores de protección.

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El suicidio juvenil y las autolesiones se han incrementado en los últimos años. ¿Cuál es la mejor forma de prevenir que ante el sufrimiento los adolescentes tomen ese camino?

Prevenir la violencia autoinfligida o autodirigida, en forma de autolesiones o de comportamientos relacionados con el espectro de la conducta suicida representa un reto inaplazable en la sociedad actual. Un reto que, para la población citada, pasa ineludiblemente por el diseño de planes de prevención, detección e intervención temprana en los centros educativos, con especial implicación de todos los colectivos (alumnado, familias y profesorado). Existen modelos de referencia suficientemente experimentados con excelentes resultados. Todo ello, por supuesto, en el contexto de desarrollo de planes de sensibilización universal (con toda la ciudadanía). En este ámbito, cobra especial importancia el papel de los medios de comunicación en el tratamiento de las noticias relacionadas con estos fenómenos.

Las experiencias dolorosas son inevitables en la vida, pero ¿cómo se puede enseñar a niños y adolescentes a integrarlas de modo adecuado?

Se trata esencialmente de entender que, en efecto, los momentos malos van a surgir, y, en ocasiones, serán muy malos. Negar esa posibilidad intentando encapsular la infancia para evitar el daño representa una práctica cada vez más habitual que habilita la educación en la fragilidad. Nuestros hijos no siempre tendrán razón, no siempre serán los primeros o los mejores. Tendrán sus dificultades, a veces para relacionarse, para entender los desengaños, los sinsabores, las noticias negativas inesperadas. Y no parece razonable que “nublemos” esas experiencias hasta, en algunos casos, intentar que no las vivan.

Lo importante es explicar el dolor, hacer ver que pasa. Y que pasará. Pero hacerlo acompañando. Aportando seguridad emocional en la dificultad, en la caída. Pero mostrando la caída. No escondiéndola. La salud mental de nuestros niños, niñas y adolescentes se juega especialmente ahí, en las distancias cortas, en el día a día, en cómo les enseñamos, también con nuestro propio ejemplo ante las adversidades, a afrontar, encarar y hacer frente a lo indeseable, desagradable, molesto e irritante. Esconderles (y protegerles) de manera obsesiva de la frustración, de los golpes y caídas (físicas y emocionales) y del sufrimiento como si así fuéramos a propiciarles, en el futuro (a corto, medio y largo plazo), una suerte de coraza y amparo infranqueable ante las experiencias dolorosas o los estresores naturales en la vida representa, con pocas dudas al respecto, una mirada estrecha de la realidad. Que no les va a ayudar a crecer.

¿Cree que esa sobreexposición pública de la felicidad o del intento por ser feliz es un hándicap con el que tienen que lidiar los menores?

Creo sinceramente que sí. Que esa sobrexposición y casi sobreexigencia es un obstáculo para la estabilidad. Muchas cosas, todo ya, ahora, sin saber esperar. Mucho de todo. Todo muy rápido. Y la búsqueda permanente de lo perfecto. ¿Qué hay después de lo perfecto? Preguntarse esto es necesario. No pasa nada porque nuestros hijos no tengan lo mejor de todo, ni sean los mejores en todo. Incluso, seguramente, esta experiencia de convivir con que no siempre salen las cosas bien, sea un camino seguro hacia la construcción de una personalidad equilibrada. Que ahonda en la paz, la bondad, el buen trato, la falta de apego a las cosas materiales.

¿Cómo se puede detectar la vulnerabilidad de un hijo en el plano emocional?

No hay reglas fijas. Estos contenidos no siguen reglas aritméticas. Todos tenemos derecho a ser vulnerables en determinados momentos de nuestras vidas. Y de hecho, lo somos, seguro. Nuestros hijos pueden pasar por momentos en los que muestren más inseguridad o inestabilidad emocional. Y esta circunstancia, en la mayor parte de las situaciones, deberemos considerarla como normal, natural. La alerta puede saltar cuando su estado anímico limita sensiblemente su día a día. Cuando observamos que no parece tener fuerzas para enfrentarse a lo que le toca. Cuando la tristeza anida y paraliza sus ritmos. Cuando flaquean sus fuerzas para enfrentarse a pequeños nuevos retos. Es esencial poder hablar con ellos, con tranquilidad, sin prejuicios, sin juicios, con ternura; escuchando, más que hablando; sin dar demasiadas “lecciones”, porque no siempre las van a entender e interpretar. Y mostrarse comprensivo. Que nos note a su lado, sin agobios.

¿Cuáles son las pautas básicas para que los padres ofrezcan un entorno emocional saludable a sus hijos adolescentes?

Algunas ideas esenciales son las siguientes: crear vínculos con ellos seguros y estables. Saber acercarnos a ellos y a sus preocupaciones, tengan la edad que tenga. Evitar la sobreprotección y saber decir no cuando toca. Y, claro, va a tocar decir no muchas veces. Ser justos y dialogantes, pero firmes cuando haya que serlo. Buscar espacios de desarrollo equilibrados, con actividades compartidas en la familia, ritmos adecuados y uso razonable de las tecnologías de la información y la comunicación. Y saber gestionar adecuadamente nuestras expectativas hacia ellos; porque ellos y nosotros no somos los mismos. Y verlos crecer sabiendo que un día u otro harán o dirán cosas que no esperamos; y que puede que no nos gusten. Y saber adelantarnos. Y comprenderlos.

¿Cómo vislumbra a los adolescentes en varias décadas adelante: dejarán ser la denominada Generación de Cristal o se habrán acrecentado sus problemas?

En el libro señalo que no creo que vayamos bien. Pienso sinceramente que hemos escorado nuestro mundo hacia espacios donde lo humano, lo que nos ha hecho ser como somos hoy, queda relegado por mundos hipertecnologizados. Pero no tengo una bola de cristal. Lo vamos a ir viendo poco a poco. El libro pretende, entre otros objetivos, que reflexionemos como adultos sobre lo que hacemos en nuestro día a día y en el espacio pequeño del que somos responsables. En nuestra casa, en nuestra aula. Pero no estimo que estemos construyendo sobre cimientos que nos ayuden a ser mejores personas, gente bondadosa y solidaria. Sin embargo, tenemos los mimbres en nuestras manos, en el día a día, en las distancias cortas, con nuestro ejemplo como padres o educadores… Tal vez sea esta la puerta que nos permita, al menos, encontrar el espacio de luz y vida que todos deberíamos poder sentir para sobrellevar este mundo que nos ha tocado vivir. Y habilitar así pequeños oasis de paz, sosiego, respeto, cariño y ternura que den sentido a nuestras vidas.

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