La ansiedad silenciosa es esa que parece invisible, pero que late en el cuerpo y en las emociones. No se ve, pero se siente, y las señales están ahí: aparecen el insomnio, el cansancio o la irritabilidad. Eva Torvisco, Psicóloga Perinatal especialista en Trauma y Apego en Crea Sentido Psicología @creasentido (www.creasentidopsicologia.com) explica que reconocerlas es el primer paso para dejar de vivir en automático y empezar a escucharnos. Y es que dormir mal, tener molestias digestivas o sentir tensión constante no es “lo normal”.
Para ti que te gusta
Este contenido es exclusivo para la comunidad de lectores de ¡HOLA!
Para disfrutar de 5 contenidos gratis cada mes debes navegar registrado.
Este contenido es solo para suscriptores.
Suscríbete ahora para seguir leyendo.Este contenido es solo para suscriptores.
Suscríbete ahora para seguir leyendo.TIENES ACCESO A 5 CONTENIDOS DE
Recuerda navegar siempre con tu sesión iniciada.
¿Qué entendemos por ansiedad 'silenciosa'?
Hablamos de ansiedad “silenciosa”, entre comillas, porque en realidad no es silenciosa, cuando no se reconoce visiblemente, no se expresa de manera abierta, ni nos desborda de manera evidente, cuando parece que “todo está bien”, la persona sigue funcionando, cumpliendo y avanzando. Pero lo que sucede en realidad es que hemos aprendido a reprimirla, minimizarla y normalizarla.
La ansiedad siempre deja avisos claros, tanto físicos como emocionales y relacionales. Llamarla “silenciosa” refleja más bien la dificultad que tenemos para identificarla y escucharla, porque la sociedad nos ha enseñado a vivir en automático y a no relacionar nuestras emociones con lo que el cuerpo nos está mostrando. Por eso muchas personas no perciben señales hasta que la ansiedad explota de manera más intensa, obligándoles finalmente a prestar atención.
Vivimos en una sociedad donde se ha normalizado dormir mal, tener problemas digestivos, vivir con prisas, en automático, desconectados de nosotros mismos y nuestro cuerpo y emociones, llegar tarde, recurrir a calmantes, ansiolíticos o estimulantes “para seguir”...
¿Qué diferencia a este tipo de ansiedad de otros casos en los que es más evidente?
Toda ansiedad es evidente. Siempre deja señales, como cualquier otra emoción, siempre muestra síntomas, y siempre se manifiesta de alguna manera en el cuerpo, en la conducta o en la vida cotidiana, en nuestras relaciones, etc.
Lo que ocurre con la llamada ansiedad “silenciosa” no es que no dé señales, sino que hemos aprendido a no reconocerlas. Vivimos en una sociedad donde se ha normalizado dormir mal, tener problemas digestivos, vivir con prisas, en automático, desconectados de nosotros mismos y nuestro cuerpo y emociones, llegar tarde, recurrir a calmantes, ansiolíticos o estimulantes “para seguir”...
Si lo miramos desde fuera todo esto es muy evidente. Son señales visibles de que algo no va bien. Pero culturalmente lo hemos convertido en “lo normal”.
Por eso este tipo de ansiedad se percibe como diferente, pero no porque sea realmente oculta o silenciosa, sino porque nosotros hemos aprendido a silenciarla, justificarla o integrarla como parte del ritmo de vida hasta que la ansiedad debuta con más fuerza: ataques de pánico, crisis de angustia, parálisis, úlceras... entonces es en este momento, cuando nos detiene en seco, que por fin la reconocemos.
¿Por qué el cuerpo detecta antes que la mente que algo no va bien?
Mientras la mente puede racionalizar “no es para tanto”, “tengo que seguir”, “estoy bien”, el cuerpo registra la tensión y el estrés real. Cuando vivimos en automático y desconectados de nuestras emociones, el cuerpo se convierte en el primer mensajero, y avisa antes de que podamos ponerle palabras a lo que nos pasa.
¿Cuáles son las señales más frecuentes que el cuerpo envía en estos casos?
Las señales que el cuerpo envía son claras, sin embargo, parecen sutiles, pequeñas o insignificantes porque no estamos acostumbrados a verlas como lo que realmente son. Por eso pasan desapercibidas: presión en el pecho, molestias digestivas, contracturas, cansancio persistente, alteraciones del sueño, respiración superficial, palpitaciones puntuales, hipersensibilidad a estímulos (luces, ruidos)... son señales evidentes y frecuentes pero ocultas a simple vista porque no estamos acostumbrados a mirarlas. Además, hay señales más allá de lo físico, también podemos sentirnos más desconectados de nuestros vínculos, aislarnos, evitar encuentros o planes, tener dificultades para mantener la atención o estar presente en conversaciones, sentir irritabilidad o impaciencia con los demás, etc.
Todas estas señales son frecuentes, pero hemos aprendido a ignorarlas, justificarlas o pasar por encima de ellas, hasta que se vuelven tan intensas que ya no se pueden contener. Cuanto más tiempo pasan desapercibidas, más fuerte será la forma en que la ansiedad se manifieste después.
Cuando vivimos en automático y desconectados de nuestras emociones, el cuerpo se convierte en el primer mensajero, y avisa antes de que podamos ponerle palabras a lo que nos pasa.
¿Es habitual que estas señales se confundan con otras dolencias físicas?
Es muy habitual que estas señales se confundan con dolencias físicas porque hemos aprendido a pasar por encima del lenguaje del cuerpo, a restarle importancia o a medicalizarlo rápidamente: si me duele el estómago, voy al médico para que busque la causa y me dé una solución. Pero casi nunca hacemos el ejercicio de preguntarnos qué puede haber detrás de esa molestia.
Por ejemplo, imagina que llevo una semana trabajando sin parar, voy de un compromiso a otro, salto comidas y no duermo bien. Un día siento molestias en el estómago. La reacción automática es pensar “algo está mal físicamente, necesito solucionarlo rápido” y acudimos al médico o recurrimos a un medicamento. Pero si nos detuviéramos a escuchar, podríamos darnos cuenta que esa molestia no es sólo física: es una señal de que mi cuerpo está acumulando estrés, hambre y falta de descanso, y que quizá necesito bajar el ritmo, comer con atención y tomarme un momento.
Culturalmente seguimos entendiendo la mente y el cuerpo como dos realidades separadas, cuando en realidad están en diálogo constantemente, influyéndose mutuamente en cada instante. Un pensamiento estresante puede reflejarse en tensión muscular, igual que un cuerpo relajado puede enviarle a la mente señales de que todo está bien.
¿Qué riesgos existen si no prestamos atención a estas señales?
La ansiedad, como cualquier otra emoción, funciona como un mensaje que nos avisa de que algo no está funcionando, que necesitamos parar, escuchar y ajustar nuestro ritmo de vida. Cuánto más tiempo ignoramos esas señales, más fuerte se vuelve la forma en que se manifiesta. Es como una olla a presión, al principio solo humea un poco y hace ruido, pero si seguimos ignorando el vapor y seguimos subiendo la temperatura, llega un momento en que explota.
La ansiedad “silenciosa” puede aguantar y sostener nuestro ritmo de vida durante un largo tiempo, acumulando tensión y malestar. Pero si no hacemos una pausa por nuestra propia voluntad, si no vamos siendo conscientes de esas señales que nos pasan desapercibidas, llegará un momento que la ansiedad misma nos detenga afectando gravemente a la salud: úlceras, colon irritable, bajadas del sistema inmunológico, parálisis facial, anginas, infartos, etc. Esto es la manera en que nuestro sistema nos obliga a escuchar y a cuidar de nosotros mismos.
¿Cómo puede afectarnos la ansiedad silenciosa en el rendimiento laboral, el descanso o las relaciones personales?
Aunque al principio las señales de la ansiedad “silenciosa” nos parezcan “sutiles”, en realidad tienen un impacto acumulativo muy importante en nuestra vida diaria. La tensión constante, la irritabilidad, el cansancio, la desconexión de nuestros vínculos o la dificultad para concentrarnos van afectando nuestro rendimiento laboral poco a poco: podemos cometer más errores, sentirnos abrumados por tareas que antes manejábamos con facilidad, o incluso llegar a experimentar absentismo laboral, retrasos frecuentes o incapacidad para cumplir con nuestros compromisos.
En las relaciones personales, estas mismas señales generan distancia emocional, aislamiento o conflictos recurrentes. Evitar conversaciones, desconectarnos de los demás, estar irritable o impacientes puede provocar crisis de pareja, rupturas o conflictos familiares que antes no existían, simplemente porque nuestro cuerpo y nuestras emociones llevan tiempo pidiendo atención y no hemos aprendido a escucharlas.
Si no empezamos a reconocer y relacionarnos con estas señales desde el principio, lo que al principio parecía sutil termina interrumpiendo nuestro funcionamiento diario de manera evidente. La ansiedad deja de ser “silenciosa” y se convierte en un aviso urgente: ahora no solo nos sentimos mal, sino que nuestro trabajo, nuestra vida social y nuestros vínculos también se ven afectados.
En otras palabras, ignorar estas señales no las hace desaparecer; simplemente hace que el precio que pagamos sea mayor más adelante, tanto a nivel físico como emocional y relacional. Aprender a escuchar el cuerpo y a atender las emociones nos permite intervenir antes de que la ansiedad tenga que “pararnos en seco” con consecuencias más fuertes.
Aunque al principio las señales de la ansiedad “silenciosa” nos parezcan “sutiles”, en realidad tienen un impacto acumulativo muy importante en nuestra vida diaria.
¿Por qué muchas personas tardan en reconocer que lo que sienten es ansiedad?
Porque culturalmente hemos aprendido a funcionar en automático, a seguir adelante sin mirar hacia dentro. Porque existe una gran normalización del malestar: vivimos con niveles de estrés elevados que nos parecen “lo normal”. Y demás, admitir que es ansiedad puede sentirse como un fracaso o una debilidad, cuando en realidad es un indicador de que hemos sostenido más de lo que podíamos.
¿Qué herramientas prácticas recomienda para aprender a escuchar al cuerpo?
Antes de aprender “nuevas herramientas”, lo primero es desaprender. Hemos heredado patrones transgeneracionales, sociales y culturales que nos enseñan a vivir en piloto automático: hacer, producir, cumplir, priorizar la productividad por encima de nuestro bienestar. Muchas veces pensamos que es normal trabajar tantas horas, sacrificar el descanso, conciliar familia, trabajo y vida social, sin detenernos a mirar cómo nos sentimos realmente. Reconocer que este ritmo no debería ser lo normal es el primer paso para poder empezar a escuchar nuestro cuerpo y nuestras emociones.
Una vez que nos damos cuenta de que este ritmo de vida no debería ser lo normal, podemos empezar a dar pasos concretos para cuidarnos. Esto implica poner límites y crear espacios: desconectar del trabajo al llegar a casa, permitirse estar presente con la familia, con los hijos, o simplemente permitirse no hacer nada. Estos espacios son fundamentales porque si seguimos en piloto automático, no habrá manera de percibir nuestras emociones ni las señales del cuerpo.
En esos momentos de pausa podemos empezar a poner nombre a lo que sentimos: “Estoy irritado”, “Me siento cansado”, “Estoy ansioso”. Nombrar la emoción es clave porque nos permite reconocer la necesidad que hay detrás de ella. Por ejemplo, si siento ansiedad, mi cuerpo puede estar pidiendo movimiento, caminar, estiramientos, respiración profunda o simplemente descanso. Si estoy irritado, quizá necesite desconexión, un momento de silencio o de autocuidado.
Dedicar tiempo a observar y mover el cuerpo es fundamental para dejar de vivir solo en la cabeza, es un acto de amor propio.
El punto central es que no se puede escuchar al cuerpo si no hay espacio para ello. Crear estos momentos de pausa y atención consciente nos permite conectar con las emociones y sus necesidades, en lugar de seguir ignorándolas hasta que la ansiedad “explote” y nos obligue a parar en seco.
¿Qué mensaje daría a quienes sienten síntomas físicos recurrentes, pero no logran relacionarlos con la ansiedad?
No es necesario que inmediatamente relacionen estos síntomas con la ansiedad. Lo más importante es empezar a conectar esos síntomas con la forma en que estamos viviendo y relacionándonos con nosotros mismos. La ansiedad es una activación del cuerpo y la mente, pero los síntomas físicos recurrentes también pueden reflejar otras experiencias: un hecho traumático no procesado, la pérdida de un ser querido, estrés acumulado o emociones que no hemos integrado.
Lo clave es darnos cuenta de cómo estamos funcionando: cómo está nuestro cuerpo, cómo nos sentimos en nuestros vínculos, cómo nos relacionamos con lo que nos pasa a diario. Estas señales “sutiles” , aunque en realidad son evidentes, nos están indicando que algo necesita atención. Reconocerlas es el primer paso para poder detenernos y cuidarnos, en lugar de seguir en piloto automático. En muchos casos, crear este espacio para mirar hacia dentro en la vida diaria puede ser muy difícil, porque no estamos acostumbrados a detenernos ni a escucharnos. Por eso, iniciar una terapia psicológica puede ser fundamental: nos proporciona un espacio estructurado y seguro, donde podemos dedicar tiempo exclusivamente a nosotros mismos, a explorar cómo nos sentimos, cómo reacciona nuestro cuerpo, y cómo podemos responder a esas señales de manera consciente.
En otras palabras, no se trata de ponerle una etiqueta a los síntomas, sino de reconocerlos, escucharlos y aprender a relacionarnos con nosotros mismos de manera más consciente, para poder tomar decisiones que nos permitan parar, cuidarnos y recuperar nuestro bienestar antes de que la activación se vuelva demasiado intensa.
En la mayoría de los casos, simplemente con empezar terapia y disponer de un espacio dedicado exclusivamente a uno mismo, muchos de los síntomas físicos y emocionales comienzan a remitir, porque el cuerpo estaba pidiendo atención y, por primera vez, se la estamos dando.
