Cuando Gustavo Adolfo Bécquer llegó en 1864 a aquella «ciudad pequeña y antigua», en la que «hay momentos en que se cree uno transportado a Toledo», quedó sorprendido. Más de siglo y medio después, esa impresión se mantiene en parte intacta. Basta con perderse por el casco histórico, con sus calles empedradas, sus arquillos medievales y sus casonas blasonadas, para comprobarlo. En cada esquina, la pequeña ciudad aragonesa se despliega como un escenario suspendido en el tiempo: el visitante descubre aquí casas que parecen desafiar a la gravedad, calles de la antigua judería que se enredan y encaraman en un cerro o torres esbeltas que se recortan en el horizonte… Tarazona no necesita artificios: es un mosaico de culturas que se reconoce en sus piedras, en sus plazas, en el rumor constante del río Queiles. Y, sobre todo, en el mudéjar, esa forma de entender la belleza como pacto entre dos mundos.
Para ti que te gusta
Este contenido es exclusivo para la comunidad de lectores de ¡HOLA!
Para disfrutar de 5 contenidos gratis cada mes debes navegar registrado.
Este contenido es solo para suscriptores.
Suscríbete ahora para seguir leyendo.Este contenido es solo para suscriptores.
Suscríbete ahora para seguir leyendo.TIENES ACCESO A 5 CONTENIDOS DE
Recuerda navegar siempre con tu sesión iniciada.
Un deslumbrante arte mestizo
Situada a poco más de 80 kilómetros de Zaragoza y al pie del imponente Moncayo, Tarazona fue en tiempos remotos un destacado municipium romano con el nombre de Tvriaso. Siglos más tarde, musulmanes, judíos y cristianos convivieron entre sus murallas, dejando una impronta indeleble que hoy define su carácter. Esa fusión de culturas cristalizó –gracias al trabajo de maestros de obras musulmanes en monumentos cristianos– en el arte mudéjar, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, y cuyas huellas impregnan hoy la estampa de la ciudad, hilando un recorrido que descubre al viajero algunos de los mayores tesoros de la localidad zaragozana.
Orgullosa y algo apartada del casco antiguo, la catedral de Santa María de la Huerta es la gran joya patrimonial de Tarazona. Su arquitectura es toda una lección de estilos superpuestos: un gótico temprano alzado en el siglo XIII, un claustro y un cimborrio mudéjares que filtran la luz en geometrías de ladrillo y azulejo, y un interior renacentista que sorprendió a toda la península. Restaurada hace solo unos años, Santa María deslumbra hoy como nunca, después de que los trabajos sacaran a la luz detalles escondidos y que devuelven al visitante esa sensación de estar ante un edificio único, donde el mudéjar es mucho más que ornamento: es identidad.
De regreso al casco histórico, en el antiguo barrio del Cinto que en tiempos ocupó la medina árabe, el barrio judío conserva el trazado medieval que tanto impresionó a Bécquer: callejones estrechos, pasadizos, adarves y escaleras que trepan la colina. Allí, en la calle Judería, se alzan las Casas colgadas, un conjunto de viviendas que, al igual que sus célebres primas de Cuenca, parecen desafiar la gravedad asomándose sobre el talud.
A unos pasos de allí, en la margen izquierda del Queiles, el Palacio Episcopal ocupa el solar de la antigua Zuda, la fortaleza musulmana que durante siglos fue residencia del walí o gobernador civil. En el siglo XVI, el obispo Juan González de Munébrega encargó al italiano Pietro Morone una elegante fachada renacentista de arquillos que todavía se asoma al río, y que fue diseñada para gustar y ser mirada. En el interior del edificio, donde la escalera noble parece trasladar al visitante a un rincón traído de la Florencia renacentista, destaca el Salón de Obispos, en cuyo techo brilla un alfarje mudéjar de madera provisto de una belleza que corta la respiración.
Justo frente al palacio se alza otra de las joyas de la ciudad: la iglesia de la Magdalena. Su torre mudéjar, elegante y esbelta, es el gran faro visual de Tarazona (aún más, incluso, que el bello cimborrio de la catedral). Levantada sobre un antiguo templo visigodo, luego mezquita mayor y tras la Reconquista de nuevo iglesia cristiana, su silueta resume mejor que ningún otro edificio el mestizaje cultural que dio forma a la ciudad. Basta detenerse a observar el dibujo geométrico de los ladrillos, en los que aún se adivina la mano hábil del alarife Mahoma el Rubio, para entender por qué se habla de Tarazona como “joya mudéjar”. Hay algo que invita a parar y mirar con calma el dibujo de los paños, a seguir la cadencia de los arquillos, a entender por qué el mudéjar no es solo decoración, sino también lenguaje de un arte que habla de concordia.
Un cómic en piedra
No muy lejos de allí –nada queda lejos en Tarazona–, se levanta la plaza de España, hoy auténtico corazón de la ciudad. Hay plazas que son lugar de paso, y otras que son escenario; el foro turiasonense está entre las segundas. La Casa Consistorial, levantada en el siglo XVI, destaca por su hermosa fachada, provista de un espectacular friso escultórico que, a modo de cómic renacentista, narra la cabalgata de la coronación de Carlos V. En el complejo programa iconográfico de la fachada también aparecen figuras mitológicas como la de Hércules (uno de los fundadores legendarios de la ciudad, junto a Tubalcaín), así como los escudos de Aragón, el imperial o el de la propia Tarazona.
Cada 27 de agosto, la plaza de España cambia el guion y cede el protagonismo al Cipotegato: un personaje vestido de bufón que, al mediodía, sale del Ayuntamiento y corre entre una lluvia de tomates, abriendo oficialmente las fiestas en honor de San Atilano. La celebración, declarada de Interés Turístico Nacional, convierte la fachada del consistorio en telón de una escena multitudinaria que mezcla rito y tradición. En la entrada por el pasaje del Comercio, el monumento al Cipotegato recuerda todo el año ese instante de euforia compartida.
El paseo nos lleva ahora hasta la Plaza de Toros Vieja, una de las más antiguas (fue construida entre 1790 y 1792) de España. Hoy funciona como espacio cultural y vecinal, con balcones de viviendas que se asoman y parecen flotar sobre el antiguo ruedo, convertido en patio común y escenario de todo tipo de espectáculos. La plaza de los Arcedianos, el barrio de San Miguel, la ermita de la Virgen del Río o el coqueto Teatro Bellas Artes, joya de principios del siglo XX, completan la visita a la localidad. Cada rincón sorprende con un detalle: un escudo heráldico, una portada barroca, un mirador desde el que se despliega la panorámica de la ciudad mudéjar…
Los tesoros de la huerta
Entre visitas y paseos, es normal que el apetito haga acto de presencia. Los fogones de Tarazona hablan un idioma franco: migas con uvas que llegan a la mesa con el perfume de la sartén; rancho turiasonense, que calienta el estómago y las conversaciones con su mezcla de conejo, patatas, caracoles y verduras de temporada; el ternasco asado con su piel crujiente o las judías blancas (aquí las llaman pochas), aderezadas con fritada de tomate y pimiento… Pero, sobre todo, en la cocina turiasonense destacan las verduras que ofrece la huerta del Queiles: acelgas, alcachofas, espárragos, berenjenas… y, por supuesto, cardo y borraja, las dos más apreciadas por vecinos y visitantes.
Cuando llega el otoño, el Moncayo regala setas (rebollones, boletus…) y champiñones, y en esas fechas todo gira en torno a ellas: se preparan salteadas, en revuelto, con huevo, con ajo. De postre, roscón de San Blas o culeca de San Jorge (un bollo dulce) y, para Navidad, el guirlache que se quiebra con un chasquido limpio, elaborado con almendras y azúcar, y en cuya receta los expertos ven una clara influencia mudéjar (otra más).
Para degustar las bondades de la buena mesa turiasonense lo mejor es perderse por las calles del casco antiguo, donde aguardan establecimientos como el restaurante Ullate. Allí se pueden probar las migas aragonesas, la deliciosa borraja de la vega del Queiles (aquí la preparan acompañada de puré, gambones confitados y huevo), o el jarrete de cordero, todo ello maridado con una carta de vinos en la que brillan tintos del territorio (Campo de Borja, Calatayud, Moncayo…).
Tarazona no solo es historia, patrimonio y gastronomía: también ha sido cuna de grandes artistas. Aquí nació el actor Paco Martínez Soria, rostro inolvidable del cine español de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Una ruta recorre hoy algunos lugares vinculados con su vida y rincones de la localidad inmortalizados en una de sus películas más exitosas: Vaya par de gemelos. También vio la luz en Tarazona Raquel Meller, diva internacional de la copla y el cuplé, que triunfó en escenarios de París y llegó incluso a Hollywood.
La magia de Veruela
Un par de décadas antes de que la Meller viniera al mundo en Tarazona, otros dos artistas, los hermanos Bécquer (Gustavo Adolfo y Valeriano) recalaron en la ciudad del Queiles de camino a su retiro en el cercano monasterio de Veruela.
A apenas un cuarto de hora de Tarazona, Veruela invita a cambiar el sonido urbano por el silencio apacible de los claustros. Los Bécquer encontraron allí refugio e inspiración creativa para su encendido romanticismo: durante los meses que pasaron en el cenobio, Gustavo Adolfo escribió sus Cartas desde mi celda, y Valeriano atrapó en dibujos la vida de la comarca, incluyendo, por supuesto, la cotidianidad de Tarazona. Una ciudad que, envuelta en la magia del mudéjar y el cercano Moncayo, custodia en cada ladrillo una historia y, en cada esquina, un pretexto para quedarse.