A 907 metros de altitud, sobre un promontorio abrazado por las sierras de Sis, Chordal y Esdolomada, esta pequeña localidad parece suspendida entre la tierra y el cielo. En el horizonte, el macizo del Turbón y los tresmiles pirenaicos completan un anfiteatro natural de vértigo. Apenas veinticinco almas resisten aquí los rigores del invierno, aunque el censo oficial suma unos cuarenta y seis vecinos. Veinticinco guardianes para un legado que en cualquier otro lugar necesitaría de una ciudad para contenerlo. Esta es la paradoja fascinante de esta joya de la Ribagorza: su escala es diminuta, pero su historia monumental. Capital condal en su día, sede episcopal durante siglos, alberga aún la que fue la catedral más pequeña de España y la más antigua de Aragón. Hablamos de Roda de Isábena, y nos vamos a conocerla.
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De fortaleza romana a capital condal
El viaje hasta aquí es, en sí mismo, un ritual de desconexión. La carretera serpentea valle arriba, anunciando la proximidad del Pirineo, hasta alcanzar el promontorio en el que se levanta el pequeño caserío. Allí, el asfalto muere en un aparcamiento. El coche se queda abajo; el siglo XXI, también. Para entrar en Roda hay que hacerlo a pie, cruzando un umbral invisible que no solo transporta a un entramado de piedra, sino a otra dimensión del tiempo.
El primer contacto es sensorial: el eco de los pasos sobre el empedrado, la brisa fresca que baja de las montañas, y un silencio denso que apenas quiebra el viento al peinar las sierras de Sis y Chordal. Roda nació como fortaleza: bastión defensivo romano primero y capital del condado de Ribagorza después. Siempre fue un enclave estratégico que vigilaba el paso hacia las montañas. Y esa vocación de atalaya perdura. Roda es un balcón de 360 grados que se asoma a la inmensidad del paisaje oscense.
El momento álgido de la localidad llegó en el siglo X, cuando los condes de Ribagorza la convirtieron en su capital y, en el año 956, en sede episcopal. Desde lo que hoy es un puñado de calles se gobernaba un territorio clave en la forja del Reino de Aragón.
La catedral más pequeña de España
Si las calles son el cuerpo de Roda, su alma palpita en la catedral de San Vicente mártir. El primer templo, consagrado en el año 956 por el obispo Odisendo, apenas resistió medio siglo: en 1006 lo arrasó Abd al-Málik, el temido hijo de Almanzor. Lejos de claudicar, los ribagorzanos emprendieron su reconstrucción una década después. Llegaron entonces maestros lombardos, cuyas manos expertas levantaron los ábsides con sus arquillos ciegos, una filigrana románica que aún hoy emociona. Más tarde, bajo Sancho el Mayor, canteros navarros continuaron la obra, dejando una impronta distinta pero armoniosa. En 1030, el templo renacía de sus cenizas más espléndido que nunca.
Penetrar en él es adentrarse en una penumbra sagrada, poblada de ecos. Bajo la nave principal, las criptas custodian los tesoros más venerados. En la central reposa san Ramón, el obispo santo que gobernó la diócesis entre 1104 y 1126. Su sarcófago del siglo XII es una obra maestra que narra en piedra pasajes de la vida de Cristo y de la Virgen. La fama de su santidad convirtió la tumba en un lugar de peregrinación, que hoy atrae sobre todo a viajeros y curiosos.
El claustro, también del siglo XII, es otra de las joyas del templo. No solo por la belleza de sus capiteles, sino por un récord que ostenta con orgullo: es el claustro con el mayor número de inscripciones funerarias del románico, nada menos que 191, que tapizan sus muros y narran mil historias de priores, canónigos y nobles que eligieron este rincón para su descanso eterno.
Pero la historia más novelesca de la catedral la protagoniza una silla. No una cualquiera, sino la llamada 'silla de san Ramón'. Tallada en delicada madera de boj, y decorada con animales fantásticos de inspiración nórdica, está considerada la pieza de mobiliario de madera más antigua de la península ibérica. Su singularidad la convirtió en objeto de deseo, y en 1979 el célebre ladrón de arte sacro, Erik el Belga, la robó y la desmembró para venderla por piezas. La policía recuperó parte de los pedazos que hoy se exhiben recompuestos en metacrilato: un puzle histórico que nos habla de su belleza original y de la fragilidad del patrimonio.
Paseo por un escenario medieval
Más allá de la catedral –que ya no ejerce la función episcopal para la que nació–, Roda despliega otros encantos. A pocos pasos del recinto, el Palacio del Prior (siglo XVI) evoca la riqueza del cabildo. Y en una antigua casa tradicional, cerca de allí, aguarda una sorpresa mayúscula: el Museo de La Era de Vicén. Un espacio nacido de la pasión de Vicente Ballarín, un hijo del pueblo que, tras una vida ligada al comercio marítimo, regresó para reunir el legado de su familia y sus propias colecciones. El museo propone un viaje triple: a la tierra, con aperos y herramientas que nos hablan de una vida rural ya extinta; al aire, con 410 maquetas de aviones; y al mar, con una magnífica colección de modelismo naval, un homenaje a su propia biografía en el corazón de la montaña.
Cuando el espíritu está saciado de historia y belleza, llega el momento de rendir tributo al paladar. Y en Roda, esto también es una experiencia sublime. La Hospedería de Roda de Isábena, integrada en el Palacio Prioral (justo frente al templo catedralicio), custodia un secreto gastronómico: su restaurante ocupa el antiguo refectorio de los canónigos de la catedral. Comer aquí es sentarse a la mesa con la historia. Bajo las bóvedas góticas, rodeado de muros centenarios, uno puede disfrutar de todo un festín, sintiéndose un canónigo del siglo XIV. Para quien prefiera un ambiente más familiar, en la plaza Mayor espera el mesón de la Posada del Isábena, con los sabores recios y honestos de la gastronomía aragonesa: productos de proximidad como la longaniza o las carnes de cordero y ternera, que conservan el sabor auténtico de estas tierras.
Un valle que abraza siglos
El valle del Isábena es un paraíso para los amantes del senderismo, la fotografía y la contemplación de la naturaleza. Sus senderos se adentran en congostos espectaculares, atraviesan prados salpicados de flores silvestres y ascienden hasta miradores desde los que se divisan hermosas panorámicas y el vuelo majestuoso de buitres leonados y quebrantahuesos. El aire es puro, con aromas a pino y tomillo, y el silencio apenas se quiebra con el murmullo del río, que discurre entre paredes rocosas de gran interés geológico.
Cada año acuden aquí expertos de toda Europa para estudiar los estratos visibles, un libro abierto de 60 millones de años que abarca del Cretácico Superior al Eoceno Medio. La zona atrae también a micófilos y seteros, pues es excelente para buscar setas en otoño –y trufas en invierno–, gracias a la variedad de suelos y microclimas.
Otras rutas invitan a descubrir ermitas románicas solitarias, como San Salvador o San Martín de la Coscolla, así como pequeños pueblos vecinos. Capella aguarda con su puente medieval de grandes arcadas y la ermita de San Martín, que conserva un valioso retablo del siglo XVI.
No faltan tampoco opciones para los más activos. El valle ofrece pistas para bicicletas de montaña, rutas en todoterreno con guía local y senderos señalizados que permiten explorar la zona en suaves paseos familiares o por ascensiones exigentes en las sierras que abrazan a Roda.
A escasos kilómetros de Roda, en un pequeño valle solitario y protegido por la naturaleza, se alza el monasterio de Santa María de Obarra, fundado en el siglo IX y considerado uno de los mejores ejemplos del románico lombardo en Aragón. El conjunto lo forman tres edificios de piedra que parecen brotar del paisaje: la basílica de Santa María, con su ábside semicircular y muros con arcos lombardos; la pequeña iglesia de San Pablo, íntima y sencilla, con portada decorada con crismón; y el antiguo palacio abacial. Aquí, el silencio y la espiritualidad se funden con el entorno. No cuesta imaginar a los monjes absortos en sus quehaceres cotidianos, que incluían estudiar las estrellas para calcular los calendarios litúrgicos, convirtiendo la astronomía en oración.
La eternidad cabe en tres calles
Al caer la tarde, cuando la luz dorada acaricia los tejados y las sombras se alargan en la plaza, los últimos turistas emprenden el descenso. Roda recupera entonces su pulso más íntimo. Es entonces cuando uno comprende la dimensión exacta de su prodigio. Aquí, en poco más de tres calles, caben siglos enteros de historia, arte y devoción. Roda de Isábena desmiente la tiranía del tamaño y ha sabido transformar su aislamiento en virtud. Un lugar donde veinticinco personas bastan para mantener encendida la llama de una memoria universal.