Volver a sentir conexión con nuestros hijos cuando ya son adolescentes a veces parece misión imposible. Sin embargo, se pueden reajustar los roles de convivencia y seguir una serie de pautas para establecer y mejorar el diálogo entre los progenitores y el hijo. Hemos hablado con Carmina Benamunt, life coach y mentora familiar especializada en adolescencia, con motivo de la publicación de su libro Ponte en mi lugar. Entiende y acompaña a tu adolescente como lo necesita (Ed. Bruguera), y explica de manera clara y sencilla cuáles son esas pautas a seguir.
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¿Cómo puede un padre o una madre ponerse en el lugar de su hijo adolescente?
Ponerse en su lugar empieza, paradójicamente, por volver a tu propio adolescente interior. Si no haces ese viaje hacia dentro, inevitablemente acabarás educando desde la herida, el miedo o la exigencia. Se trata de parar, respirar y preguntarte: “¿Cómo me habría sentado a mí que me hablaran así? ¿Qué necesitaba yo a esa edad?”. Desde ahí cambia la mirada: pasas del juicio a la curiosidad, de “¿por qué eres así?” a “¿qué te está pasando?”.
Los adolescentes no responden a discursos, responden a estados emocionales
En la práctica, es muy concreto: escuchar más de lo que hablas, hacer preguntas abiertas, observar sin etiquetar y cuidar el tono. Es relacionarte desde lo que en el libro llamo el “silencio solemne”: estar presente, sin prisas ni móvil, simplemente disponible. Cuando tu hijo percibe que no estás ahí para juzgarle sino para comprenderle, baja la guardia y se abre. Ese es el verdadero “ponte en mi lugar”.
En el libro habla de sanar al adolescente interior que todos llevamos dentro para conectar mejor con nuestros hijos. ¿En qué consiste ese proceso y por qué es necesario?
La energía del adolescente interior es una mezcla de valentía, creatividad y deseo de ir a por los sueños. Cuando ese adolescente se queda “dormido”, el adulto vive en piloto automático: cumple, trabaja, cuida… pero muchas veces sin entusiasmo. Sanar al adolescente interior es reconocer al joven que fuiste —el que se sintió incomprendido, libre, rabioso o herido— y darle por fin el abrazo que necesitaba.
En mis procesos trabajamos con dinámicas vivenciales que permiten a madres y padres recordar cómo se sentían, nombrar sus heridas y dejar de pedir a sus hijos que reparen lo que ellos no pudieron vivir. Entonces aparece la compasión. Y desde ahí puedes acompañar a tu hijo sin cargarlo con tus expectativas. Siempre digo una frase adaptada de Jodorowsky: “Nunca es tarde para una adolescencia feliz”. A veces la adolescencia feliz llega cuando eres adulto… y la compartes con tus hijos.
También destaca que es muy importante entrenar nuevas habilidades de conexión y comunicación para poder llegar al corazón del adolescente. ¿De qué habilidades se trata y cómo se entrenan?
Los adolescentes no responden a discursos, responden a estados emocionales. Las habilidades clave son: la regulación emocional (saber calmarte tú primero), la escucha profunda, la validación y una comunicación sin crítica, sin juicio y sin culpas. La mayoría de padres corrigen más de lo que validan, y eso destruye la confianza. La conexión crece cuando tu hijo siente: “me ven, me entienden, sigo siendo valioso aunque me equivoque”.
Todo esto se entrena como un músculo: con práctica, repetición y acompañamiento. En mis programas, las familias aprenden frases concretas, recursos de autorregulación, acuerdos nuevos y un lenguaje que yo llamo “con nutrientes”: mensajes que alimentan la autoestima y la responsabilidad a la vez. No es teoría, es entrenamiento: aplicas, ajustas, repites… y tu realidad relacional cambia.
¿Cuál es la clave para hablar con los adolescentes y aconsejarlos sin 'sermonearlos'?
La clave es recordar que no necesitan un fiscal, necesitan un aliado. Yo propongo una regla sencilla: 80% escuchar, 20% hablar. Primero escuchas de verdad, sin interrumpir, sin corregir cada frase; después preguntas: “¿Quieres que te dé mi opinión o solo quieres desahogarte?”.
Cuando el adolescente siente que respetas su espacio, está mucho más disponible para recibir tu consejo. Y cuando llegue el momento de hablar, mejor desde tu experiencia que desde la amenaza: “A mí me pasó algo parecido y esto fue lo que aprendí” funciona mucho mejor que “te lo dije”. Aconsejar sin sermonear es compartir tu sabiduría sin poner por debajo al otro. Es tratar a tu hijo como a un invitado de un hotel de 5 estrellas: con respeto, claridad y un trato exquisito.
¿Existe algún 'truco' para lograr que los adolescentes escuchen a sus padres?
Si hay un truco podríamos decir que es este: cuando hay vínculo, hay escucha. Cuando no hay vínculo, da igual lo que digas. Los adolescentes escuchan a quien les hace sentir bien, a quien perciben como coherente y seguro. Por eso insisto tanto en cuidar primero la conexión: pequeños ratos de calidad, interés genuino por su mundo, respeto a su ritmo, menos críticas y más reconocimiento.
Luego están los detalles prácticos: elegir bien el momento (no en plena bronca ni cuando va con prisas), ser breve y concreto, mirar a los ojos, hablar desde el “yo siento / yo veo” en lugar de “tú siempre / tú nunca”. Y, muy importante, cumplir lo que dices. La autoridad real no viene del volumen de la voz, viene de la coherencia.
¿Cómo poner límites a un hijo adolescente de manera adecuada (y eficaz) aún cuando parece que ellos se niegan a obedecer?
Aquí entra en juego la metáfora de la palmera: firme, pero flexible. Firmeza es tener claro qué límites son innegociables por seguridad, salud o valores familiares; flexibilidad es aceptar que tu hijo está construyendo su identidad y necesita margen para equivocarse. Un buen límite se expresa con claridad, sin humillar y acompañado de una explicación: “No es que no confíe en ti, es que tu cerebro todavía está en construcción y mi responsabilidad es protegerte”.
Cuando tu hijo percibe que no estás ahí para juzgarle, sino para comprenderle, baja la guardia y se abre.
En la práctica, funciona mucho mejor pasar de las órdenes a los acuerdos. Diseñar juntos horarios de pantalla, normas de llegada, uso del móvil… y pactar también las consecuencias si esos acuerdos no se cumplen. Consecuencias lógicas, respetuosas y sostenidas en el tiempo. Cuando el límite va acompañado de presencia emocional y de respeto, puede que al principio protesten, pero a la larga lo agradecen: sienten que alguien está sosteniendo el marco mientras ellos crecen.
¿Es común que aparezca en los progenitores una especie de duelo por el niño que ya ha dejado atrás su hijo cuando entra en la adolescencia?
Sí, es muy común. Muchos padres me dicen: “Antes era cariñoso, nos lo contaba todo… y ahora solo hay portazos y silencios”. Lo que sucede es que esa infancia que se marcha también toca tus propias heridas: el miedo a quedarte solo, a que ya no te necesite, a perder el control.
Es un duelo por el niño que fue, pero también por el rol de padre o madre que tenías hasta ahora. Si no se reconoce este duelo, aparece la sobreprotección o el control excesivo. Intentas retener al niño que ya no está, en lugar de conocer al joven que está llegando. Aceptar el duelo es permitirte sentir tristeza por lo que se va y, a la vez, abrirte a una nueva relación más adulta, basada en el respeto y la confianza.
¿Cómo transitar, como padres, de la mejor manera posible la adolescencia de los hijos?
La adolescencia es una crisis, sí, pero también una oportunidad para todo el sistema familiar. Para transitarla mejor, los padres necesitan tres cosas: formación, tribu y autocuidado. Formación, para comprender qué está pasando a nivel cerebral y emocional; tribu, para no sentirse solos (como dice José Antonio Marina, “para educar a un niño hace falta la tribu entera”); y autocuidado, para sostener todo lo que se mueve sin agotarse. En la práctica, significa revisar tus creencias, aprender nuevas herramientas, pedir ayuda cuando hace falta y reservar espacios para tu propia vida más allá de tu rol de madre o padre.
Cuando tú creces, tu familia crece. Si te quedas anclado en “esto siempre ha sido así”, te estancas. La buena noticia es que cuando los adultos cambian su actitud y su narrativa, el clima familiar se transforma.
¿Qué tiene que ver con ello el cambio de patrón educativo del que hablas en el libro?
Durante años hemos funcionado con un patrón educativo basado en el control, el castigo y el “porque lo digo yo”. Ese modelo puede “funcionar” a priori con niños pequeños, pero con adolescentes genera lucha de poder, rebeldía o sumisión silenciosa. El cambio de patrón educativo del que hablo en el libro es pasar de imponer a liderar, de obediencia ciega a responsabilidad compartida.
Concretamente, propongo que las familias adopten el modelo PALMERA: Presencia, Acuerdos, Lenguaje de líder, Mantener la calma, Empatía, Responsabilidad y Aceptación de la adolescencia. No es un eslogan, es un entrenamiento. Cuando padres y madres lo aplican de verdad, reducen las broncas hasta un 80% y aumentan la cooperación y el bienestar en casa.
Señala en el libro que, cuando una familia acude a usted por un problema con su hijo adolescente, “el problema nunca es del adolescente ni de ellos” y que la clave está en el cambio de mentalidad. ¿Cómo ayuda esto cuando hay detrás situaciones graves y complejas como una adicción, un trastorno alimentario, ansiedad, depresión…?
Lo primero: un cambio de mentalidad nunca sustituye a la atención clínica o psiquiátrica cuando es necesaria. En casos de adicciones, TCA, ansiedad o depresión grave es imprescindible un abordaje profesional especializado. Dicho esto, la mentalidad de la familia marca una enorme diferencia en el resultado. Si el foco está en “el problema está en él/ella”, aparecen la culpa, la vergüenza y la lucha de poder. Si el foco está en “somos un sistema y todos podemos crear un entorno más seguro y amoroso”, entonces la familia se convierte en parte activa del tratamiento.
Cambiar la mentalidad significa pasar de “¿qué le pasa a mi hijo?” a “¿qué nos está mostrando esto como familia y qué podemos aprender?”. Significa dejar de culpabilizar y empezar a responsabilizarse: cuidar la comunicación, evitar los mensajes dañinos, regular el propio miedo para no añadir más presión, colaborar con los profesionales. Cuando la familia cambia su mirada y su actitud, el adolescente siente menos juicio y más sostén, y eso facilita mucho los procesos terapéuticos.
¿Qué pueden hacer en estos casos los padres para ayudar a sus hijos?
Pueden hacer mucho, pero no desde el control ni el rescate, sino desde el acompañamiento consciente. Lo primero es pedir ayuda profesional y dejarse orientar: psicología, psiquiatría, terapia familiar… Lo segundo, revisar su propio estado emocional: un padre desbordado, culpable o permanentemente enfadado no puede ser un buen sostén. Hay que aprender a autorregularse para poder ofrecer calma cuando el hijo está en tormenta.
La mayoría de padres corrigen más de lo que validan, y eso destruye la confianza.
En el día a día, ayudar significa escuchar sin minimizar (“no es para tanto”) ni dramatizar, sostener rutinas básicas (sueño, alimentación, actividades) sin convertir la casa en un campo de conflicto o broncas, y cuidar mucho el lenguaje: menos “¿por qué haces esto?” y más “estoy contigo, vamos a buscar soluciones, no estás solo/a”. Y, muy importante, crear una red: escuela, profesionales, familia ampliada… nadie debería atravesar estas situaciones en soledad, o creyendo que no hay nada que hacer, ni que es imposible el cambio.
¿Qué tipo de problemas son más favorables a solucionarse con un cambio de mentalidad sobre el asunto?
Sobre todo, los problemas de convivencia cotidiana: gritos, discusiones por las pantallas, conflictos con los estudios, desorden, falta de colaboración en casa, frases como “me das asco” o “déjame en paz”. En muchos de estos casos hay patrones relacionales que se repiten: exceso de control, críticas constantes, poca validación, dificultad para poner límites claros.
Cuando la familia cambia su mentalidad —de la queja a la responsabilidad, del “mi hijo es el problema” al “yo soy la palanca del cambio”— y se entrena en nuevas formas de comunicarse y de liderar, los resultados llegan. Lo veo cada día: familias que aplican las herramientas con rigor, dejan de criticar y culpar, piden con respeto, reparan heridas, y en pocas semanas notan que baja el nivel de conflicto y sube la colaboración. La realidad externa cambia porque ha cambiado la mirada interna. Son resultados evidentes y muy contundentes.
¿Se puede disfrutar de la maternidad y de la paternidad cuando nuestro hijo ya ha entrado en la adolescencia? ¿Cómo?
Que sea difícil en el momento actual, no significa que no se pueda construir. La adolescencia puede ser una de las etapas más ricas si la vivimos como una invitación a crecer juntos. Disfrutar pasa por soltar la fantasía de la perfección y abrazar una relación real, con sus luces y sus sombras, donde ambos —adultos y adolescentes— puedan equivocarse, reparar y volver a empezar.En el libro cuento testimonios de madres como María, que llegó agotada, con la sensación de haberse sacrificado toda la vida y aun así no tener conexión con sus hijos.
Cuando empezó a escucharse, a ponerse en su trono interno y a tratarse con más amor, cambió su energía. Sus hijos empezaron a acercarse, a interesarse por ella. Hoy vive una relación mucho más libre, cómplice y serena.
Mi invitación es esta: trata a tu familia como si vivieras en un hotel de 5 estrellas durante una semana. Habla con respeto, reconoce, pide perdón cuando toque, celebra los pequeños avances. Las familias que lo hacen, repiten. Y descubren que la adolescencia, lejos de ser una condena, puede ser el momento en el que toda la familia se reconecta con su grandeza.
