El pueblo de Cantabria que viaja al siglo XVI cada septiembre: una fiesta que revive el desembarco de Carlos V


Cuatro días, un palenque sobre la arena y el rumor de una armada en el horizonte: Laredo regresa al siglo XVI para celebrar el Último Desembarco. Historia viva, playas infinitas y gastronomía marinera en una villa que se mira en el mar.


Celebración del Desembarco de Carlos V en la localidad cántabra de laredo, celebrado cada año el tercer fin de semana de septiembre. Cantabria© Javier García Blanco
17 de septiembre de 2025 - 7:30 CEST

El 28 de septiembre de 1556, al caer la tarde, las aguas del Cantábrico se abrieron para recibir a una imponente armada que avanzaba hacia la costa de Laredo. Entre galeras y navíos viajaba un hombre cansado de guerras y de poder: Carlos V, que tras abdicar en Bruselas había emprendido su último viaje, rumbo al retiro en el monasterio de Yuste. Cuando el emperador puso pie en la arena cántabra, comenzó el capítulo final de su vida y, al mismo tiempo, una de las páginas más memorables de la historia de la villa. 

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© Javier García Blanco

Cada septiembre, Laredo revive aquel instante con la fiesta del Último Desembarco, una recreación que transforma la localidad en un escenario del siglo XVI y que atrae a miles de visitantes. Este próximo fin de semana (del 18 al 21 de septiembre), la villa volverá a vestirse de época para recordar la llegada del monarca y, de paso, mostrar al viajero todo lo que guarda entre sus calles, playas y sabores marineros. 

El Último Desembarco: cuatro días para volver al siglo XVI

Durante cuatro días –de jueves a domingo– Laredo deja de ser 'solo' una villa marinera para convertirse en un escenario renacentista a cielo abierto. La fiesta, que se celebra el tercer fin de semana de septiembre y está declarada Fiesta de Interés Turístico Regional, arranca con la llegada del emperador al palenque levantado en la playa de La Salvé: un cortejo solemne y un espectáculo de fuegos artificiales que tiñe el cielo con un resplandor casi fantástico. Al día siguiente, la villa representa la arribada de sus dos hermanas, y la tarde culmina con una gran justa, a pie y a caballo, que enfrenta a caballeros y escuderos entre vítores y repiques de tambores. Mientras tanto, entre rúas y plazas la villa bulle con un gran mercado ambientado en el siglo XVI, donde artesanos, juglares, malabaristas y compañías de teatro convierten la historia en experiencia compartida. Toda esta algarabía se repite desde el año 2000, cuando nació esta recreación que hoy es seña de identidad local.  

© Javier García Blanco
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Más allá del programa, la fiesta tiene su propia poética: la sal del Cantábrico pegada a los estandartes, el crujido de la madera del palenque, el rumor de gaitas y chirimías, las tabernas efímeras donde chisporrotean las brasas y el ir y venir de capas y sayas por las rúas de la Puebla Vieja… Durante cuatro jornadas, Laredo regresa al siglo XVI y el público forma parte del cuadro: no es un museo al aire libre, sino una memoria viva que late al ritmo de las olas. Y quizá por eso, por esa mezcla de rigor histórico y calidez popular, el Último Desembarco funciona tanto como celebración como carta de presentación del destino. 

© Javier García Blanco
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Puebla Vieja: memoria de piedra

Cuando el bullicio de la fiesta se apaga, queda el escenario original: la Puebla Vieja, un entramado de rúas empedradas y casonas que conserva el pulso de la villa medieval y su condición de Conjunto Histórico-Artístico. Aquí las cuestas –como la célebre Cuesta del Infierno– y los muros hablan de un pasado marinero y cortesano que sigue a la vista. En lo alto se levanta la iglesia de Santa María de la Asunción, cuyo presbiterio guarda dos facistoles de bronce con el águila de San Juan, que la tradición atribuye a un regalo del propio emperador. Muy cerca, la Casa-torre del Condestable recuerda las noches que Carlos V pasó en Laredo antes de proseguir viaje hacia Yuste. 

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Al pie de la antigua muralla, la Puerta de San Lorenzo alberga un pequeño museo dedicado al monarca (el Centro temático Carlos V), con mapas de la travesía desde Flandes hasta Yuste, una réplica de la nao Espíritu Santo, retratos 'a la manera de Tiziano', una carta del monarca a Felipe II y utensilios cotidianos del siglo XVI (plumas, candiles, astrolabios…), así como su silla de transporte. Es una parada breve y muy elocuente para entender la huella imperial en la villa. 

El legado del desembarco también se percibe en el urbanismo de la localidad: tras la llegada de 1556 se proyectó el Antiguo Ayuntamiento siguiendo las trazas clasicistas de Simón de Bueras, símbolo de una villa que, saliendo del siglo XVI, se sabía llamada a seguir siendo puerto y cabeza de las Cuatro Villas (Laredo, Santander, San Vicente de la Barquera y Castro-Urdiales).  

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La Salvé y la bahía: el mar como protagonista

Laredo es mar, y el mar articula la experiencia del viajero. La playa La Salvé es mucho más que el gran escenario del desembarco: es el eje que ordena la vida de la localidad. Arena fina y un horizonte amplio donde amanecen veleros y gaviotas. Aquí se representa la llegada del emperador, y aquí mismo, cuando no hay fiesta, se pasea, se corre, se toma el sol, se disfruta del baño y se admira la belleza del paisaje. 

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Al norte, la bahía y el Puntal dibujan una curva resguardada que invita a navegar o a subirse a los miradores de la costa para entender, desde lo alto, la geografía de la villa. Los días de nordeste, el viento agita las olas y es tiempo de tabla; cuando domina la calma, las aguas piden paseo en barco o una caminata larga por la orilla. Y al atardecer, cuando el cielo cambia de color, la playa se convierte en un estudio de luz natural.

A pocos kilómetros, el Parque Natural de las Marismas de Santoña, Victoria y Joyel ofrece un mosaico de humedales que se puede recorrer a pie o en bicicleta, con observatorios que permiten reconocer garzas, limícolas y anátidas en sus migraciones. Navegaciones cortas para asomarse a la costa, pequeñas rutas por acantilados y miradores, o una tarde de surf completan un catálogo de experiencias donde el Atlántico nunca queda lejos.

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Y, por supuesto, la identidad laredana también se come. Las anchoas, la marmita de bonito y los mariscos (o un arroz con bogavante) marcan la carta, ya sea en barras donde mandan raciones sencillas y producto fresco, o en mesas más pausadas donde el recetario cántabro defiende ese punto salino que el mar deja en todo. En temporada, el paseante puede encadenar terrazas bajo los soportales de la Puebla Vieja; en invierno, el pescado y un buen vino blanco entonan el alma en los comedores de siempre. Laredo forma parte de esa constelación de villas marineras de la cornisa cantábrica, un itinerario que reivindica el paisaje humano de los puertos y su cultura gastronómica compartida. 

Tras los pasos del emperador

El viaje de Carlos V no acabó en Laredo. El monarca pernoctó en la Casa-torre del Condestable y el 6 de octubre partió tierra adentro rumbo a Yuste. Aquel itinerario, con paradas castellanas y una pausa cortesana en Valladolid, inspira hoy la Ruta de Carlos V, transitada por senderistas y viajeros culturales que reviven, con pasos contemporáneos, un trayecto del siglo XVI. Para el visitante es una forma de completar el relato: del palenque de La Salvé al valle extremeño donde el emperador buscó el retiro y el sosiego. 

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En la propia villa, además, se multiplican las propuestas: paseos interpretativos por la Puebla Vieja (mirando fachadas, escudos, portadas góticas y retablos), salidas en barco por la bahía, rutas en bicicleta que enlazan playa y marismas, o planes que combinan naturaleza y patrimonio. Para los amantes de la fotografía, el atardecer en la playa, con el cielo abriéndose en capas sobre el Puntal, es una invitación a jugar con contraluces y líneas de horizonte.

Cada septiembre, el Último Desembarco de Carlos V convierte a Laredo en una gran fiesta histórica. Pero la villa es mucho más: un destino que ofrece patrimonio medieval, playas abiertas, naturaleza protegida y una gastronomía con sabor a mar. Un lugar donde el pasado no duerme en los libros, sino que se celebra con orgullo al ritmo de las olas del Cantábrico. Y donde el viajero de hoy puede, por unas horas, escuchar el rumor de una armada que se acerca y reconocer, en su estela, la historia compartida de un puerto y de un país.

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