La región de la Bretaña es una de las más maravillosas y menos masificadas de Francia. La mayoría de turistas son nacionales y se puede disfrutar de ese ambiente que aún conservan los lugares que no se han rendido al turismo y saben que su mejor carta es mostrar su autenticidad. El encanto rural de su territorio se transmite también a sus numerosas islas, perfectas para esa desconexión total y clima suave que a veces tanto cuesta encontrar en verano. Escapar aquí del calor y de las multitudes, con el toque de autenticidad de un lugar que aún mantiene su lengua celta y su carácter independiente, es apostar por unas vacaciones diferentes, incluso poéticas, a merced de la naturaleza salvaje, de la explosión de sabor de sus platos y de la historia que cuentan entre acantilados y arenales.
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BELLE-ÎLE-EN-MER
El mejor lugar para comenzar un recorrido por las maravillosas islas bretonas es navegar hasta la más grande de ellas. Aunque esto pueda convertirla en la más turística, la tranquilidad se palpa en la mayoría de sus rincones. En el pequeño puerto desembarcan los visitantes que pronto recogen bicis y coches de alquiler para dispersarse por la isla. Sin embargo, sería un delito no pasear antes por las casitas de colores, el puerto y el casco antiguo de Palais o indagar en la ciudadela de Vauban.
A partir de aquí se suceden innumerables encantos. Acantilados, calas de arenas tostadas y aguas turquesa, pueblecitos llenos de flores, faros y senderos que los unen, mesas donde degustar el percebe (aquí conocido como pouce-pied, literalmente pulgar de pie) y museos fuera de lo común. El espectáculo de las olas chocando con las agujas rocosas de Port-Coton enamoraron a artistas como Claude Monet, y el fortín de la punta de los Poulains, abierto ahora al público, fue hogar de la actriz Sarah Bernhardt.
Irresistibles son también las más de 50 opciones para disfrutar de un día de playa, como los arenales con dunas de Baluden o Donnant, unidas por un sendero costero de 82,5 km. Desde faros como el de Kervilhaouen hasta grutas como la de Apothicaire y pueblos llenos de flores y postigos de colores, como Locmaria, la belleza de la costa salvaje es imposible de retener en tan solo un día. Hacer kayak desde el puerto de Sauzon, pasear por la tranquila Bangor o descubrir menhires en sus valles y senderos del interior bien merecen unos días de desconexión.
ÎLE-D'HOUAT E ÎLE-D'HOËDIC
Vecinas de la gran isla y hermanas inseparables, Houat y Hoëdic –que significan ‘pato’ y ‘polluelo’– se visitan casi como una. La llegada al puerto de Saint-Gildas, repleto de barcos de colores y faenadores descargando cajas de pescado, es el inicio de 17 kilómetros de itinerarios costeros con playas tan sorprendentes como la de Treyarch’h Er Gourmet, bañada por aguas cristalinas frente a sus dunas, repletas de lirio y barrón. Fácil de recorrer en 3 o 4 horas, seguramente acabe llevando todo el día porque es imposible no parar cada pocos metros a admirar su paisaje indómito.
Los páramos que se convierten al púrpura en primavera y verano, las coloridas malvarrosas que adornan el pueblo típico bretón de Houat, la batería militar del curioso peñasco de Beg er Vachif y las rocas de granito que moldean el océano son la antesala perfecta para visitar el museo Eclosarium, donde conocer la historia de la isla, Espacio Natura 2000. La autenticidad del lugar es tal que no existen apenas sitios donde pernoctar, a diferencia de su hermana Hoëdic.
Esta isla protegida se convirtió en 1822 en una teocracia de la que aún es palpable el sentimiento de autonomía. Su legado militar es visible en el Fort Louis Philippe, construido poco después, aunque solo se utilizó como colegio y ahora lugar expositivo. En un recorrido por su geografía también es posible ver monumentos históricos, como el menhir de la Vierge y el dolmen de la Croix, el Treh Signago –refugio de los barcos de pesca durante los temporales– o la punta de Vieux Châteu, un asentamiento fortificado de la Edad de Hierro. Tras un paseo por humedales, pequeños cabos y el arrecife de Er Yoc’h, el pueblo de Hoëdic ofrece alrededor de sus casas bajas y su iglesia creperías y restaurantes para relajarse.
ÎLE-DE-BATZ
Solo 15 minutos en barco separan la costa de Roscoff de esta isla. A pesar de ello, se considera como una de las más exóticas del mundo por la cantidad de plantas inusuales en esas latitudes. Prueba de ello es el jardín Georges Delaselle, en la punta Pen ar Cleguer, solo una parte del gran amor a la tierra que en esta isla de 12 kilómetros se muestra también con su maravillosa horticultura. Otro de los lugares más mágicos de este territorio es el faro de Batz, con sus 189 escalones y los impactos de bala aún visibles desde la ocupación alemana.
Entre zonas boscosas y playas de arena blanca como Porz Reter, Porz Gwenn o Porz Alliou es posible ver como vuelan las numerosas especies de aves que gozan aquí de protección, como la garza o la golondrina de mar. El pueblo de Île-de-Batz, tan bello que parece una maqueta, y la Chapelle Saint-Michel, del siglo XV y sobre una colina con vistas panorámicas, son lugares perfectos para sentarse a descansar y disfrutar de un refresco o de la brisa oceánica.
También varios edificios y reliquias dan testimonio del antiguo asentamiento de la isla, como los restos de la Edad de Bronce o de la capilla de Santa Ana. Y en su geografía rocosa existe una leyenda, la de la Trou du serpent, que asegura que Saint-Pol arrojó aquí al mar un dragón que aterrorizaba la isla a cambio de que se le entregaran sus tierras. Sea como sea, la Île-de-Batz no solo está exenta de todo mal, sino que además es una de las islas más discretas de la Bretaña para escaparse y tener un pequeño bocado de naturaleza y patrimonio en paz.
ÎLE D'OUESSANT
Conocida como la última parada antes de que los navíos franceses zarpasen hacia América, esta isla multifacética está dentro del Parque Natural Regional de Armórica, el Parque Natural Marino y la Reserva de la Biosfera de las Islas del Mar de Iroise. No es extraño, pues, que esté repleta de rincones naturales dispuestos a impresionar al visitante, pues desde valles boscosos hasta prados y brezales, pasando por escarpados acantilados, una vuelta a la isla no deja a nadie indiferente.
La punta de Pern es el extremo más occidental de Francia, un escenario de olas y viento que azotan al faro Nívidic.
Su curiosa forma de pinza de cangrejo acoge cuatro puntos principales e imperdibles. Por un lado, el rocoso Kardoran, esculpido por viento y marea, sostiene el faro Stiff. Por otro, la punta de Porz Down, con sus apacibles colinas y verdes valles de vegetación suave, esconde playas lejos del bullicio. Más allá, el puerto pesquero de Arlan se ubica cerca de construcciones megalíticas y sorprendentes aguas turquesas. Y finalmente, la punta de Pern, el extremo más occidental de Francia, es un escenario de olas y viento que azotan al faro Nívidic.
La Bretaña más pura tiene su cita aquí, entre muros de piedra seca, ovejas enanas (las más pequeñas del mundo), abejas negras que tienen aquí su propio santuario y festivales de verano como el que se dedica a las mujeres músicas en agosto. Sin embargo, la naturaleza no tapa la belleza de lugares como la iglesia de Saint Pol-Aurélien y sus hermosos vitrales o un museo único dedicado a la señalización marítima en el faro de Creac’h, el más potente de Europa. La especialidad local, el ragout d'agneau sous les mottes, (un estofado de cordero) da fuerzas para recorrer en bici sus 15,5 kilómetros cuadrados y pararse en todos sus miradores y playas, buscar el rastro de la colonia de focas grises que habitan aquí o identificar las flores que colorean los prados hasta finales del verano.
ÎLE-DE-GROIX
"Quien ve Groix, ve su felicidad", dice un viejo proverbio isleño. Una de las más idílicas de todas las islas bretonas tiene su carta de presentación en el muelle de Port Tudy, rodeado de restaurantes, alquiler de bicis y tiendas de pequeños productores y conserveros. Varias calles se dispersan por el pueblo, con su propio festival de cine y sus fachadas decoradas por artesanos italianos. En el campanario de la iglesia, un famoso atún simboliza la importancia que se granjeó como primer puerto atunero de Francia a principios del siglo XX. Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial acabó con esa bonanza y sembró la isla de búnkeres que aún pueden verse en los acantilados de Pen Men, junto a su faro cuadrado.
Un paseo en bicicleta lleva a este y a otros sitios, como la famosa playa de Grands-Sables, que se desplaza cada año 10 metros, los pueblecitos de Méné y Kerlada, el ecomuseo dentro de una antigua fábrica conservera o el Trou de l’Enfer, donde el mar ruge a través de las grietas del acantilado. Puertos como el de Locmaria se rodean de bonitas playas de arenas blancas –o rojas, como la de Sables-Rouges– y bosques que acogen hasta 60 variedades de minerales diferentes. Por otro lado, la huella de antiguas civilizaciones se palpa en enclaves como el dolmen de Port-Mélite o el de la Pointe des Chats.
También dejó aquí su huella el poeta Jean-Pierre Calloc’h, muerto en el campo de batalla en el siglo XX y cuya vida y obra puede conocerse en una ruta por la isla. Por el camino, capillas como la de Notre-Dame de Plasmanec, el pueblo típico de Quelhuit o puertos como el pequeño de Saint Nicolas, perfecto para hacer una salida en velero o kayak, salpican los senderos y caminos de historia y belleza. No hay que dejar de probar en sus cafés y restaurantes las galettes (creps salada), los mejillones en salsa y sus famosos caramelos para irse con un buen sabor de boca.