Sara Tarrés, psicóloga infantil© Sara Tarrés

Psicología

Sara Tarrés, psicóloga infantil: “Cuando un niño tiene un carácter fuerte, la crianza respetuosa no basta si se aplica como una técnica aislada”

¿Cómo educar a niños de carácter fuerte? ¿Cómo hacer frente a conductas disruptivas de los hijos? La psicóloga infantil nos da respuestas claras en esta entrevista


11 de julio de 2025 - 7:30 CEST

Criar y educar a hijos de carácter fuerte puede ser un verdadero reto. Sin embargo, hay que tener muy claro que no es lo mismo un niño de carácter fuerte, con temperamento, que un niño con conductas agresivas tanto hacia los demás como hacia sí mismo, como subraya la psicóloga infantil Sara Tarrés (@mamapsicologainfantil_oficial en Instagram) y autora del libro Mi hijo me cae mal (Plataforma Editorial).

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¿Cómo educar a niños de carácter fuerte? ¿Qué hacer cuando aparecen las conductas disruptivas en ellos? ¿Qué deben tener en cuenta los padres? Hemos hablado con Sara Tarrés y nos ha dado información muy valiosa al respecto.

Estos niños necesitan adultos que ofrezcan estructura sin caer en la rigidez, límites claros sin recurrir a castigos innecesarios, y una presencia estable que no alimente dinámicas de confrontación

Sara Tarrés, psicóloga infantil

¿Por qué hay niños que tienen un carácter más fuerte y con los que parece que las prácticas habituales de crianza respetuosa no funcionan?

Cada niño nace con una base temperamental única, con raíces biológicas que influyen en su sensibilidad, energía, adaptabilidad o reactividad emocional. Algunos se muestran intensos y demandantes desde el primer día de vida, mientras que otros parecen más tranquilos y adaptables.

Ese temperamento, con el tiempo, se va moldeando a través de sus experiencias. La familia influye, sí, pero también lo hacen la escuela, los iguales y un entorno digital cada vez más presente. Todo ello impacta directamente en cómo el niño se regula, se expresa y se comporta. A esa combinación entre lo innato y lo aprendido la llamamos carácter.

Cuando un niño tiene un carácter fuerte —con mucha reactividad emocional, una alta sensibilidad o una actitud muy desafiante— la “crianza respetuosa” no basta si se aplica como una técnica aislada. Acompañar desde el respeto no significa evitar los conflictos ni lograr que todo fluya sin esfuerzo, sino sostener desde el vínculo, con una presencia adulta que no amplifique el malestar… y, muy importante, sin esperar que el niño colabore siempre a la primera.

Detrás de un grito, una rabieta o una negativa persistente, suele haber una emoción expresada a través del cuerpo. Y tras esa emoción, una necesidad no cubierta: de afecto, de seguridad, de conexión, de validación, de descanso, de autonomía, de libertad, de exploración… Por eso, más que quedarnos con la etiqueta de “carácter fuerte”, necesitamos preguntarnos qué hay detrás de esa forma de expresarse.

¿Cómo ha de ser la educación en casa de estos niños para ayudarles a gestionar de manera adecuada ese carácter?

No hay una única forma válida de acompañar, porque cada niño crece en un contexto distinto. Su edad, si tiene o no hermanos, el nivel de estrés familiar, la historia emocional de los adultos que lo crían, o el estilo educativo predominante en casa (ya sea permisivo, autoritario, sobreprotector, normativo...) influyen en cómo se manifiesta su carácter.

Lo que sí suele ser común es que estos niños necesitan adultos que ofrezcan estructura sin caer en la rigidez, límites claros sin recurrir a castigos innecesarios, y una presencia estable que no alimente dinámicas de confrontación ni entre en luchas de poder constantes.

Es importante decir que ni una educación excesivamente rígida, autoritaria y controladora resulta adecuada, ni tampoco lo es dejar hacer sin límites. Estos niños y niñas necesitan estructuras claras, contención, límites consistentes… pero también mucha empatía, validación y acompañamiento emocional.

Aquí es clave recordar que ayudarles a convivir con su carácter no significa doblegarlos ni convertirlos en niños sumisos o complacientes, sino enseñarles a expresarse de forma respetuosa, sin hacerse daño ni dañar a los demás. Y esto requiere tiempo, maduración… y una presencia adulta capaz de sostener sin amplificar el malestar.

© Getty Images

¿Qué estrategias recomiendas al respecto?

Teniendo claro que no existen recetas mágicas ni estrategias universales, y que cada familia debe encontrar lo que encaja con su realidad, sus valores y sus posibilidades, sí hay algunas ideas clave que pueden resultar útiles cuando acompañamos a niños con un carácter fuerte o muy reactivo.

La primera estrategia empieza por nosotros, los adultos: regularnos antes de intervenir. Si yo me desbordo, si grito, si actúo desde la rabia o el agotamiento, será difícil que el niño aprenda a calmarse. Los niños aprenden a regularse a través del adulto que los acompaña. A partir de ahí, algunas estrategias útiles son:

  • Pocas normas, pero claras. No se trata de tener mil reglas, sino de sostener bien las esenciales.
  • Evitar luchas de poder. No buscamos ganar batallas, sino acompañar con firmeza y respeto.
  • Validar sin justificar. Podemos reconocer su enfado sin permitir cualquier conducta: “Entiendo que estés muy enfadado, pero no se puede pegar”.
  • Anticipar los cambios. Preparar las transiciones y ofrecer pequeños márgenes de elección puede prevenir muchos estallidos.
  • Poner palabras a lo que sienten. Nombrar sus emociones les ayuda a comprenderlas y a expresarlas sin explotar.

Y, sobre todo, no perder de vista que acompañar no es controlar, sino guiar. No buscamos hijos que no se enfaden nunca, sino que aprendan a expresar lo que sienten de manera segura y respetuosa. Eso no se logra en un día: requiere tiempo, maduración y mucha presencia adulta.

La estrategia más poderosa no es el control, sino la conexión.

Sabemos que las rabietas y los enfados intensos son normales en los niños, pero ¿por qué a veces se alargan demasiado en el tiempo?

Es cierto que las rabietas forman parte del desarrollo emocional infantil, especialmente entre los 2 y los 5 años. Sin embargo, cuando son muy intensas, frecuentes o se prolongan más allá de lo esperable para esa etapa, es natural que las familias se pregunten si algo no va bien o si su hijo está evolucionando al ritmo adecuado.

En estos casos, más que centrarnos en la edad cronológica, es importante observar al niño en su globalidad: ¿Está durmiendo bien? ¿Se siente seguro? ¿Ha vivido algún cambio reciente? ¿Tiene cubiertas sus necesidades básicas y emocionales, como la conexión, el descanso o la contención?

No buscamos hijos que no se enfaden nunca, sino que aprendan a expresar lo que sienten de manera segura y respetuosa

Sara Tarrés, psicóloga infantil

Las rabietas no son un “fallo” en la crianza ni un acto deliberado contra el adulto. Son la expresión de un sistema nervioso aún inmaduro que, por distintas razones, puede tardar más en aprender a autorregularse. Cada niño tiene su propio ritmo, y en lugar de buscar que obedezcan siempre o reaccionen como otros de su edad, necesitamos mirar qué hay detrás de su comportamiento.

Algunas claves que pueden ayudar en estas situaciones:

  • No interpretar las rabietas como desafíos personales. No son un ataque ni una manera de manipularnos, sino una forma de comunicar malestar, frustración o cansancio.
  • Ofrecer un espacio seguro y una presencia tranquila, incluso si no quieren contacto en ese momento.
  • Nombrar lo que sienten, sin intentar calmarles de inmediato: “Veo que estás muy enfadado… Estoy aquí contigo”.
  • Evitar gritar más fuerte que ellos. La calma se contagia, pero también el caos.
  • Revisar el contexto: un duelo, la llegada de un hermano, una sobrecarga de estímulos o un ambiente familiar tenso pueden estar influyendo.
  • Mantener una rutina estable, con momentos de juego, descanso y conexión emocional.

Y si sentimos que la situación se repite con demasiada frecuencia, nos desborda o afecta al bienestar familiar, pedir orientación profesional para que nos ayude a cuidar el vínculo y prevenir dificultades mayores.

¿Puede el carácter ser una manifestación de un malestar profundo o hay niños que lo tienen y que se enfadan más que los demás sin motivo alguno?

Ambas cosas pueden convivir. Hay niños que, por temperamento, se enfadan con más facilidad, reaccionan con más intensidad o tienen una menor tolerancia a la frustración. No es que lo hagan “sin motivo”, sino que su umbral emocional es distinto y su manera de procesar lo que viven también.

Además, cuando ese enfado es constante, cuando la actitud desafiante o el mal humor se repiten con frecuencia, es necesario mirar más allá de la conducta. Porque muchas veces, esa intensidad es la forma que tiene el niño de expresar un malestar que no sabe poner en palabras: cansancio acumulado, celos, necesidad de atención, baja autoestima o simplemente sentirse desbordado por su entorno.

Por eso es fundamental no invalidar lo que sienten, no minimizarlo con frases como “se enfada por nada”. Siempre hay un motivo, aunque no sepamos verlo a simple vista. Y precisamente ahí empieza el verdadero acompañamiento: ¿Qué hay detrás de este enfado?, ¿Qué está necesitando realmente mi hijo?, ¿Cómo está influyendo el entorno en su estado emocional?

Entender no significa justificar, pero sí implica reconocer la necesidad que hay detrás. A veces, detrás de un niño que parece “difícil” hay un niño que necesita ser comprendido más que corregido.

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¿Cómo deberían los padres reaccionar ante estos niños que negocian constantemente, a los que establecer una norma o pedirles que hagan algo, por simple que sea, es un verdadero reto?

Con calma, claridad y consistencia. Cuando las normas son ambiguas, confusas o cambiantes, se abre la puerta a negociaciones infinitas. No se trata de imponer, pero sí de comunicar desde una firmeza serena y previsible: “Esto es lo que toca ahora”.

Hay niños que, por temperamento o por la etapa evolutiva en la que se encuentran, necesitan poner a prueba los límites. No lo hacen para molestar, sino para afirmarse, para comprobar si el mundo es un lugar seguro y si los adultos realmente están ahí para sostener. Cuestionan, negocian, insisten. Y es precisamente en ese momento donde la reacción adulta marca la diferencia.

A veces, detrás de un niño que parece “difícil” hay un niño que necesita ser comprendido más que corregido

Sara Tarrés, psicóloga infantil

No hay que tomárselo como algo personal. Lo que a veces interpretamos como desobediencia es, en realidad, una forma de construir identidad: “yo quiero”, “yo no quiero”, “yo decido”. Por eso, más que entrar en luchas de poder o caer en explicaciones eternas, conviene ofrecer pocas palabras, un tono tranquilo y opciones cerradas: “Puedes elegir entre esto o esto otro”.

Estos niños necesitan sentir que tienen voz, pero también que hay adultos capaces de contener sin castigar, decidir sin humillar y escuchar sin perder el norte. Si hoy una norma se cumple y mañana no, el mensaje que reciben es que todo puede ser negociado.

Y algo más: muchas veces, ese “portarse mal” no es más que una forma desesperada de pedir conexión. Antes de corregir la conducta, escuchemos lo que realmente nos están queriendo decir.

¿Qué conlleva que los padres acaben cediendo a la negativa del hijo para evitar conflictos?

Hay muchos motivos, pero en la mayoría de ocasiones cedemos por cansancio, por prisas, por miedo al enfrentamiento… o porque, sencillamente, es más rápido hacerlo nosotros que entrar en una nueva batalla. Criar, educar, acompañar, sostener… desgasta. Y no siempre tenemos la energía suficiente para mantener un límite con firmeza.

Ahora bien, cuando ceder se convierte en la norma, no estamos evitando el conflicto: lo estamos aplazando. Puede parecer que ganamos tranquilidad, pero lo que ocurre es que el niño aprende que, si insiste lo suficiente, el adulto acaba cediendo. Y eso lo coloca en una posición de falso poder que no lo empodera, sino que lo desregula.

No se trata de no ceder nunca —la flexibilidad también educa—, pero cuando todo es negociable, el niño no percibe un marco claro ni una figura adulta que sostenga. Y eso, lejos de tranquilizar, desconcierta e inseguriza. Ceder constantemente por miedo al conflicto, por evitar una rabieta o por temor a perder el afecto, termina por erosionar la autoridad sana y desgasta el vínculo. Porque ese conflicto que evitamos no desaparece: se transforma en tensión acumulada o en luchas cotidianas sin fin.

Lo importante no es ser inflexibles, sino tener claro qué límites no son opcionales. No para imponer ni controlar, sino para proteger. Y sostenerlos desde la serenidad, no desde la amenaza, sino desde la claridad, la coherencia y el vínculo.

¿Cómo se pueden evitar esos conflictos en casa de manera adecuada?

Lo primero es recordar que el conflicto no es negativo en sí mismo. Es parte natural de la convivencia y del desarrollo humano. Vivir con otros implica la confrontación de necesidades, ritmos y prioridades distintas: el adulto necesita orden o puntualidad, mientras el niño está en plena exploración o juego. El conflicto nace de ahí, y no de que alguien esté “haciendo algo mal”.

La clave no está en evitarlo, sino en cómo lo abordamos. Si cada desacuerdo se convierte en una lucha de poder, en gritos o imposiciones, no solo nos desgastamos emocionalmente, sino que también enseñamos al niño que el conflicto es algo peligroso. Y no lo es: bien gestionado, es una oportunidad para enseñar y aprender.

Algunas estrategias para manejar mejor estos momentos:

  • Anticipar las situaciones conflictivas, especialmente las transiciones o los momentos de cansancio.
  • Ofrecer opciones cerradas: “¿Prefieres lavarte los dientes antes o después de ponerte el pijama?” Da sensación de control sin perder la dirección.
  • Avisar con antelación: “En cinco minutos recogeremos los juguetes.” Ayuda al niño a prepararse mentalmente.
  • Establecer rutinas claras y predecibles, que reduzcan la necesidad de repetir normas constantemente y ofrezcan seguridad.
  • Nombrar lo que ocurre sin dramatizar: “Veo que te cuesta dejar el juego y venir a la mesa; es normal que te dé rabia.”
  • Cuidar los momentos de conexión positiva: cuando el vínculo está nutrido, hay menos necesidad de conflicto para sentirse visto, aunque ello no implica que desaparezca necesariamente.

No se trata de ceder por cansancio ni de imponer desde la autoridad. Se trata de acompañar con firmeza y conexión, sabiendo que el objetivo no es tener hijos obedientes a cualquier precio, sino niños que, poco a poco, aprenden a autorregularse y a convivir con los demás de forma respetuosa.

¿Qué hacer cuando ese carácter lo manifiestan también con otros niños o en el colegio?

Lo primero es diferenciar: una cosa es tener un "carácter fuerte" y otra muy distinta es mostrar conductas que dañan de forma reiterada a otros o a uno mismo. Cuando este tipo de comportamientos se repiten en distintos contextos —casa, escuela, actividades extraescolares— conviene observar con más profundidad y sin quedarse solo en la superficie.

También es importante tener en cuenta la edad del niño. Lo que puede ser habitual a los tres años (como morder o empujar por impulso) puede ser más preocupante a los siete o a los diez. Por eso es esencial interpretar la conducta en relación con su momento evolutivo y el contexto en el que se produce.

Y preguntarnos: ¿qué está viviendo ese niño? Cambios de escuela, separaciones, el nacimiento de un hermano, dificultades de adaptación, conflictos con otros niños, problemas académicos o simplemente sentirse desbordado pueden estar detrás de esas reacciones.

Una cosa es tener un "carácter fuerte" y otra muy distinta es mostrar conductas que dañan de forma reiterada a otros o a uno mismo

Sara Tarrés, psicóloga infantil

Porque los problemas de conducta no aparecen porque sí. Son una forma de comunicar algo que no se puede expresar con palabras. Por eso, más que centrarnos en corregir, necesitamos observar, escuchar y acompañar.

Hablar con los adultos que lo acompañan fuera de casa —profesorado, monitores, cuidadores— desde una actitud abierta, respetuosa y colaborativa es clave. No se trata de buscar culpables, sino de construir entre todos un entorno coherente, seguro y previsible.

El objetivo no es que deje de tener carácter, sino que aprenda a vivir con él sin dañarse ni dañar a los demás. Y eso no se logra con castigos ni etiquetas, sino con acompañamiento, escucha y límites sostenidos con claridad y respeto.

¿Cuándo debemos considerar que la situación es tan insostenible que es necesario llevar al niño a un psicólogo infantil?

Cuando la conducta del niño interfiere de forma significativa en su vida diaria o en la del entorno familiar. Si el malestar es persistente, si afecta a su autoestima, a sus relaciones, a su adaptación escolar o a la dinámica familiar, es momento de parar y pedir ayuda.

Una de las claves para valorar la necesidad de intervención profesional es observar si el comportamiento desafiante, oposicionista, desobediente, agresivo, ... se repite en distintos contextos (en casa, en la escuela, con otros niños, con otros adultos) o si se limita a una única situación. Cuanto más generalizada es la conducta, más probable es que haya un malestar de fondo que necesite ser abordado con acompañamiento especializado.

También debemos considerar pedir ayuda cuando, como adultos, sentimos que la situación nos desborda. Cuando lo hemos intentado todo y no sabemos qué más hacer. Cuando la paciencia se agota, el desgaste emocional es constante y acompañar bien se vuelve muy difícil. En ese punto, no se trata de saber más, sino de no hacerlo solos.

Es importante tener en cuenta la edad del niño, la duración e intensidad de las conductas y, sobre todo, el contexto: ¿ha habido cambios recientes? ¿crisis familiares? ¿problemas de adaptación? ¿conflictos escolares o con otros niños? Todo eso puede estar impactando emocionalmente al niño y debe ser valorado con una mirada profesional.

Pedir apoyo psicológico es un acto de responsabilidad, de amor y de cuidado. Cuando pedimos ayuda, le estamos diciendo a nuestro hijo: “Lo que te pasa importa. Y no estás solo.”

¿Cómo trabajaría ese psicólogo con el niño y cuándo se empiezan, por lo general, a observar los cambios?

Dependerá mucho de la edad del niño, del motivo de consulta, del entorno familiar y también de la gravedad del problema. No es lo mismo un conflicto puntual que una dificultad emocional o conductual que viene de lejos o que oculta algo más profundo. Por eso es tan importante realizar una buena evaluación inicial, sin prisa pero con claridad.

Con los más pequeños, el trabajo suele centrarse en el vínculo, el juego, el dibujo y la observación simbólica. Pero es necesaria también la intervención con los adultos que lo acompañan —padres, madres, educadores—, porque muchas veces, cuando cambia el entorno, el niño mejora. El cambio real rara vez ocurre si solo se trabaja con el niño de forma aislada.

Los cambios no suelen ser inmediatos. A veces hacen falta varias sesiones para generar una relación de confianza y empezar a identificar lo que está ocurriendo. Pero cuando hay una buena alianza entre la familia y el profesional, suelen aparecer pequeños avances en pocas semanas: más calma, menos luchas, mayor conexión.

Sea como sea, cuanto antes se detecta la dificultad y se pone en manos de profesionales expertos y especializados, más fácil será acompañar al niño sin que el problema se cronifique o escale. Pedir ayuda a tiempo puede marcar una gran diferencia.

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