En la larga historia de las bodas de la realeza ha habido enlaces sorprendentes que han roto con lo establecido. Es lo que sucedió con el 'sí, quiero' de Mette-Marit y Haakon de Noruega. En su gran día, celebrado el 25 de agosto de 2001, hace hoy 24 años, hubo elementos simbólicos y hasta rupturas de protocolo, empezando por un vestido de novia con tendencias propias de su época, alejado de las líneas tradicionales que suelen escoger las princesas. Un ‘sí, quiero’ rompedor para el heredero al trono noruego —con el príncipe Federico de Dinamarca, ahora rey, como testigo del novio— que hoy merece la pena recordar.
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Un amor controvertido y un cambio en el protocolo
Desde que se había anunciado su compromiso con el hijo de los reyes Harald y Sonia de Noruega, en diciembre del año 2000, Mette-Marit no era una prometida al uso, tampoco una chica ‘sin sangre azul’ con una historia común. Antes de conocer al príncipe heredero, había tenido varias parejas estables, pero también una etapa “salvaje” (en sus propias palabras) que no supuso un impedimento para ingresar en la familia real. Fruto de una relación anterior, fue madre soltera de su hijo Marius Borg, quien en la actualidad acapara polémicos titulares, pero estuvo presente, como niño de arras, en aquel gran día.
Ella era, hasta que llegó la petición de matrimonio, una camarera que conoció a Haakon de Noruega en 1999, gracias a que unos amigos en común los presentaron. "Aquella joven sureña, llena de vida, me impresionó. Se nota cuando Mette entra en una habitación. Hay una fuerza que no es fácil de ignorar. Y fue un placer hablar con ella", reveló él en una entrevista concedida con motivo de su 20 aniversario de boda a NRK Radio. A ello se sumó que vivieron juntos antes de ser oficialmente marido y mujer, ocho meses y que la llegada a la iglesia, la Catedral de Oslo, no fue corriente: en vez de esperar a la novia en el altar, el príncipe aguardó a las puertas del templo para caminar con ella del brazo por el pasillo nupcial (en vez de ir ella cogida del de su padre). Rompieron así el protocolo, dejando claro que su amor era sólido y sincero.
El vestido de novia de Mette-Marit: la sencillez de los años 90
Al mirar con los ojos de hoy al look nupcial de Mette-Marit de Noruega, se intuye que ha envejecido bien. A pesar del paso del tiempo, el diseño podrían llevarlo cualquiera de las novias virales actuales y sus cortes, de plena actualidad, son los mismos que muchas prometidas solicitan hoy a sus diseñadores, porque son tendencias de este 2025 que sientan bien a todas las siluetas. Es la magia de la sencillez en los vestidos de novia que, por su cercanía a los estilismos propios de los años 90, tan bien entendió la princesa y ejecutó el couturier noruego Ove Harder Finseth —que estaba en todas las quinielas, como también lo estuvo la madre del novio, la reina Sonia, que tenía formación en confección y había ideado su propio vestido nupcial para su enlace en 1968—.
El diseño en cuestión se inspiraba en las faldas que acostumbraba a llevar —a finales del siglo XIX y principios del XX— la bisabuela del novio, la reina Maud y aunque su silueta era acampanada, más cercana a una línea A que a una de estilo catedral, lo cierto es que se intuía el clasicismo. No obstante, diseñador y futura princesa quisieron dejar a un lado lo pomposo y lo excesivamente elaborado, para dar paso a los cortes limpios, con escote cuadrado, corpiño con diferentes pliegues y mangas largas.
Era una apuesta por un diseño con movimiento, algo poco habitual en mujeres de la realeza, que contaba con una falda de aspecto vaporoso, compuesta por crepé de seda gruesa, envuelto en tul de seda y sin apenas cola (escasos dos metros, nada comparado con las grandes longitudes de otras prometidas de la época). Quizá pensando en la discreción, Mette-Marit había logrado todo lo contrario, una prenda que ha pasado a la posteridad por ser una lección silenciosa de estilo, desde el enfoque más minimalista.
De la guirnalda floral a la tiara que le regalaron sus suegros
El detalle con mayor recorrido del estilismo fue el velo, una pieza de seis metros de largo, realizada en seda y sin estridencias, que no pudo llevar hacia delante, es decir, que nunca llegó a cubrir su rostro, pero que posó sobre un recogido bajo con volumen y raya al lateral, su seña de identidad. Como joyas, escogió un sencillo colgante de oro blanco con un diamante, unos pendientes de botón (ambas piezas que desveló previamente en el anuncio de su compromiso, pues también las escogió para ese momento) y una tiara con historia, regalo de sus suegros. Se trataba de una diadema de 1910, compuesta por 23 margaritas de diamantes.
A ello se sumaron las alianzas que elaboró la joyería noruega Ester Helén Slagsvold, como regalo de la Asociación Noruega de Orfebres y el anillo de compromiso que Harald de Noruega le dio en su pedida, un solitario en oro amarillo engastado con diamantes y rubíes que es una pieza emblemática en la familia real. Pasó de generación en generación hasta llegar a las manos del príncipe, puesto que se trata de la misma sortija con la que el rey Olav se declaró en matrimonio a la princesa Marta de Suecia en 1929 y más tarde lo haría su hijo, actual monarca del país.
El último detalle que completaba el estilismo era un ramo diferente, en realidad se trataba de una guirnalda trenzada que creaba una espectacular cascada. Era fruto del trabajo de la florista Aina Nyberget Kleppe y estaba elaborada con hortensias, rosas de colores rosa y morado y orquídeas phalaenopsis blancas. Una apuesta floral diferente y atrevida para una celebración que pudieron contemplar en directo las grandes casas reales europeas y el pueblo noruego allí congregado, a los que los recién casados saludaron desde el balcón del Palacio Real.