El 29 de diciembre, Amazon Prime Video estrenará el primer documental dedicado a Marina Rivers. A lo largo de dos episodios, la cámara se aproxima a la joven que hay detrás de la influencer y revela algo más que un éxito digital: el retrato de una chica de 22 años que corre entre rodajes, estudios universitarios y compromisos mediáticos mientras intenta mantenerse fiel a sí misma.
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Su historia comienza en redes sociales, cuando sus consejos de moda, belleza y bienestar empiezan a conectar con una generación que se reconoce en su energía y naturalidad. El gran salto llega con MasterChef: la audiencia descubre a Marina, y Marina descubre que la exposición también exige carácter, constancia y mucho trabajo. Desde entonces, su vida se acelera. Viajes, campañas, apariciones en televisión, directos y eventos se mezclan con exámenes y entregas universitarias. Ella lo resume con honestidad: es perfeccionista, exigente y, a veces, “egoísta con su tiempo” porque solo así consigue llegar a todo.
Este es el punto de partida de Mi fin de semana perfecto, la serie que inaugura temporada con su historia. El programa la sigue hasta Barcelona para mostrar una faceta inesperada: su papel como presidenta de Las Pilares en la Queens League. Marina reconoce que nunca se imaginó en el fútbol —“no tengo ni idea”, bromea—, pero vive cada partido con la ilusión de una niña. Las charlas de vestuario, la tensión del directo y la responsabilidad del liderazgo revelan un aprendizaje a contrarreloj que la motiva tanto como la asusta.
La emoción del estadio, sin embargo, contrasta con el otro gran escenario de su vida: el silencio de los estudios. Entre viajes y grabaciones, Marina roba minutos al día para avanzar su doble grado en Derecho y Economía. Los domingos empiezan con el TFG sobre la mesa y la sensación constante de que nada puede descuidarse. Esa convivencia entre el brillo público y el esfuerzo invisible articula buena parte del documental: detrás de cada post hay planificación, dudas y una disciplina que no se ve.
Cuando vuelve a casa, el ritmo cambia. Marina abre su puerta —por primera vez— a sus amigos de siempre. Natalia, a quien conoce desde los seis meses, y el resto de su círculo comparten cena, confidencias y recuerdos que explican mejor que nadie quién es ella. La cocina se convierte en terreno de juego: solomillo Wellington, berenjenas rellenas o con miel… una muestra clara de que su segundo puesto en MasterChef no fue casualidad. Y, entre risas, aparecen sus normas: nada de fumar, zapatos fuera, alfombra intacta y reciclaje obligatorio. Se confiesa maniática del orden y los gérmenes, pero también se ríe de sí misma.
Pequeños detalles completan el retrato: su devoción por el té matcha, su desinterés por el pádel, la voz alta “con la que habla gritando”, los años practicando balonmano, la torpeza con los pies que no oculta, el cariño por las plantas que no siempre puede cuidar al viajar tanto. Sus amigos la definen como “insoportable” cuando discute, y ella lo acepta con humor. Todo suma para mostrar una Marina imperfecta, cercana, reconocible.
Y, por encima de todo, aparece la familia. Habla cada día con su padre; su madre es el pilar emocional que sostiene los momentos de duda. Los describe como las personas más importantes de su vida, sus “mejores amigos”, aunque a ellos no les guste el término. Los recuerdos de domingos con cocido y Disney Channel anclan su presente en una normalidad que intenta proteger pese al ruido exterior.
El documental no busca engrandecer a la influencer, sino comprender a la persona: una estudiante que persigue dos carreras, una presidenta que aprende sobre la marcha, una creadora que trabaja sin descanso para no defraudar a nadie, empezando por ella misma. Una cita imprescindible no solo para sus seguidores, sino para quienes quieran mirar detrás del personaje y descubrir a Marina Rivera en su momento más auténtico. Porque su historia —como su carrera— apenas está empezando.