La terapia familiar es clave a la hora de solucionar problemas emocionales en muchos niños y adolescentes. ¿Cuándo acudir con nuestro hijo a un psicólogo y cuándo a un terapeuta familiar? Se lo hemos preguntado a José Luis Morales Tuñón, psicoterapeuta familiar acreditado por la Federación Española de Asociaciones de Terapia Familiar (FEATF) y psicólogo clínico, quien explica de qué manera ayuda cada una de estas terapias a los menores de edad en función de sus necesidades y cuál es el papel del resto de la familia en su recuperación. ¿Qué pueden hacer los padres para apoyar a sus hijos y lograr que superen aquello que les hace sufrir? El experto de la FEATF da las claves.
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¿Cuándo acudir a terapia familiar con nuestro hijo en lugar de llevarlo al psicólogo infantil?
Lo primero que a muchos padres le viene a la mente es en acudir solo a una terapia familiar cuando los problemas son de relación familiar, o ante problemas que afectan de forma clara a toda la familia. Siendo cierto que la terapia familiar aborda estos aspectos, es un paradigma de la psicoterapia que se ha demostrado eficaz para intervenir sobre cualquier trastorno de la salud mental, de la conducta, y del desarrollo de un niño. Dicho esto, y, no obstante, cuando un niño presenta un trastorno del neurodesarrollo que implica una clara discapacidad individual, el acompañamiento y asesoramiento familiar resultan positivos pero insuficientes, siendo preciso el incorporar otros apoyos y terapias individuales (de atención temprana, etc.).
¿En qué consiste la terapia familiar y en qué se diferencia de la terapia individual con un niño o un adolescente?
La terapia familiar es un modelo de psicoterapia que adopta un enfoque sistémico y que considera como unidad de análisis a la familia. Los individuos (niños, adolescentes…) son considerados “elementos” dentro del sistema familiar. El término sistémico implica el tener una visión amplia de los problemas al incorporar las variables contextuales y ambientales que pueden incidir, dando un valor principal a las relaciones. En este mismo sentido, la conducta y experiencia de un miembro de la familia no se puede entender separada del resto de sus integrantes. Por lo tanto, el terapeuta de familia ha de tener en cuenta el funcionamiento familiar en conjunto y no sólo el “Paciente Identificado (PI)”, considerado como portador de un síntoma, que con frecuencia expresa una disfunción familiar, y que sólo se entiende dentro de un contexto relacional.
Tenemos múltiples experiencias de problemas “enquistados” durante años en los niños y adolescentes que no han mejorado o no se han resuelto bajo enfoques individuales, que, sin embargo, en pocas sesiones la terapia familiar es capaz de ayudar a cambiar.
Al contrario, en la terapia individual, el análisis y el foco de trabajo lo pone en el niño. Incluso, si llega a reconocer la importancia de la familia sobre la salud mental (es incuestionable) o el motivo de consulta, no interviene de forma conjunta con la familia. El resultado, como es obvio, es limitado, porque no ayuda a cambiar las dinámicas familiares y relacionales que han podido favorecer y/o que mantienen dichas alteraciones.
¿Cuándo es necesario unir ambos tipos de terapia?
Siempre que se lleven niños o adolescentes a terapia, sea en formato individual o familiar, es muy importante que dichos profesionales estén especializados en la atención a la población infanto-juvenil, dado que la evaluación e intervención difieren en gran medida de la población adulta.
En la mayor parte de los casos, el terapeuta familiar que interviene con infancia y adolescencia está también especializado en la intervención individual, dado que ambos enfoques son complementarios. Con frecuencia también desde la terapia familiar se trabaja con personas individuales, cuando el análisis relacional refleja la conveniencia de trabajar a diferentes niveles. Las sesiones en estos casos suelen alternarse entre intervenciones familiares, individuales, y/o sobre otros “subsistemas”, como pueden ser los padres (por ejemplo, si existieran problemas de pareja) o hermanos.
Profundizando en esta idea, puede resultar conveniente unir ambos tipos de terapia, bien desde un abordaje familiar que interviene también en formato individual, o por profesionales con diferentes modelos de psicoterapia que trabajan de forma coordinada y con objetivos diferenciados. Esta segunda opción, como ya hemos dado a entender, cobra más sentido cuando las dificultades individuales son severas (presentan discapacidad), o cuando existe un daño individual importante (ante un impacto severo de situaciones traumáticas, etc.) y se considera oportuno intervenir también a nivel individual.
¿Cómo son las sesiones de terapia familiar con un menor de edad?
En los inicios, la terapia familiar consideró que por el hecho de incorporar a los menores a terapia ya estaban integrados. Sin embargo, el tiempo demostró que el incorporarlos a terapia no es suficiente, hay que hacerles partícipes de esta, con el mismo valor que tienen los adultos.
Pero ¿cómo se integran los niños a terapia? Pues debemos huir de nuestra mirada “adultocéntrica”, en la que damos un valor prioritario a la palabra. Somos los adultos, los terapeutas, quienes debemos acercarnos y bajar al mundo de los niños, que no es otro sino el mundo de la fantasía y el juego. Debemos acercarnos desde la sencillez y desde la conexión emocional, evitando la racionalización y el uso de términos abstractos. Los niños son concretos y de forma natural se basan en el momento presente.
Es por todo ello que las sesiones de terapia familiar con un menor deben estar diseñadas para poder alternar entre el mundo del adulto, eminentemente verbal, y el mundo del niño. Marcando, eso sí, unas ligeras fronteras entre ambos, que permitan al adulto sentirse entendido, y que no se le cuestiona en su rol de padre, al mismo tiempo que al niño sentirse escuchado e integrado. A veces se les escucha con palabras, otras veces podemos escucharlos con lo que nos expresan a través del juego u otras formas indirectas de comunicación. Si así lo valoramos, tampoco deben estar presentes siempre y en todo momento, podemos por momentos integrarlos en las conversaciones y en otros dejar que jueguen y exploren por su cuenta. Para ello es conveniente disponer de un despacho con juegos, folios, pinturas y otros materiales que nos faciliten la expresión de “su propio mundo”.
¿Qué debe hacer la familia para ayudar a su hijo?
Lo principal que debe hacer una familia para ayudar a un hijo a crecer con una adecuada salud mental es transmitirle amor y cariño, al mismo tiempo que límites normativos, en un entorno familiar estructurado, que le aporte seguridad. Todo lo cual facilitará que crezca con vínculos seguros, que es la mejor medicina para prevenir afectaciones psicológicas posteriores.
Así mismo, cuando un hijo o hija ya está expresando algún malestar, es importante la escucha activa, evitando en la medida juicios de valor, que sienta que hacemos un esfuerzo por entender su vivencia. No siempre tendremos las respuestas correctas, pero si el niño y el adolescente sienten que tiene unos padres en los que puede confiar, tarde o temprano revelarán su malestar y sus inseguridades. Será aquí el momento de decidir si “son cuestiones normales de la edad”, dado que tampoco podemos ni debemos evitar toda frustración a nuestros hijos, o realmente es un malestar significativo, que persiste en el tiempo, o ante el que los padres sienten que no tienen recursos para poder afrontar. Será entonces el momento de buscar una ayuda especializada.
¿Cómo mejora el niño o el adolescente con esta terapia?
El potencial de cambio bajo una adecuada terapia familiar es elevado. Tenemos múltiples experiencias de problemas “enquistados” durante años en los niños y adolescentes que no han mejorado o no se han resuelto bajo enfoques individuales, que, sin embargo, en pocas sesiones la terapia familiar es capaz de ayudar a cambiar. Debemos tener en cuenta que la terapia familiar es un enfoque activo, breve, focalizado, que busca, como un catalizador, facilitar cambios y una nueva adaptación más saludable de la familia, para que ningún miembro de esta se encuentre mal. En ocasiones los problemas proceden “tan sólo” de una adaptación familiar inadecuada a ciclos vitales, individuales o familiares; en otros casos, sin embargo, abarca cuestiones más complejas, a nivel de relación o de sus integrantes.
Las sesiones de terapia familiar con un menor deben estar diseñadas para poder alternar entre el mundo del adulto, eminentemente verbal, y el mundo del niño.
De este modo, el menor suele mejorar porque cambia y mejora todo su grupo familiar. Le libera de la carga y el malestar al que estaba sometido. Y estos cambios suelen ser duraderos, porque no sólo ha cambiado él, sino que toda su familia ha cambiado un poco. Si el niño o menor cambia, pero no lo hace su entorno, los cambios no perdurarán. Bajo este abordaje, la familia cambia en la forma de ver los problemas. Construyen por sí mismos una nueva forma de entender la realidad familiar en la que los problemas pasan de ser vistos como “el problema de mi hijo” a “el problema de todos”, en mayor o menor medida. Tras este cambio de perspectiva es más fácil intervenir en lo que cada uno puede aportar para mejorar la dinámica familiar, para que ningún miembro de esta esté sufriendo o mostrando un síntoma o síndrome clínico, en sus múltiples expresiones.
¿Qué ocurre si alguno de los progenitores o los dos no quiere formar parte de la terapia?
Preferentemente, al menos hasta establecer una adecuada comprensión del problema y entender la dinámica familiar, es conveniente que puedan acudir todos los miembros de la familia nuclear. No obstante, sabemos que el ideal está tan sólo en nuestra mente y la realidad suele diferir por múltiples motivos. En ocasiones uno o ambos padres trabajan y no pueden acudir, en otras es sólo una justificación para evitar implicarse y poder sentirse cuestionado, o el temor a poner en evidencia otros problemas hasta entonces no afrontados (pero que se pueden expresar a través del malestar de los hijos). Puede ser que los padres discrepen en la importancia que dan a los problemas de sus hijos. Es frecuente encontrar una madre (o quien ejerza dicha función) más implicada y un padre (o quien ejerza dicha función) más periférico, aunque en otras ocasiones se invierten los términos. También con frecuencia hoy en día encontramos progenitores divorciados, con criterios muy dispares, o que tienen mala relación entre ellos.
Tendremos también progenitores que “no quieren ver” los problemas de sus hijos, pero que sí ven otros actores, como el colegio u otras instituciones. Así mismo, la terapia familiar también interviene sobre menores que residen en instituciones, alejados de sus familias o en ocasiones porque carecen de ellas.
En todos los casos referidos sigue habiendo una labor importante desde la terapia familiar. El enfoque sistémico considera que se puede intervenir sobre una sola persona de la familia, u otros subsistemas, y generar cambios en todo el sistema familiar, dado que, si están unidos, un cambio de una persona va a requerir ajustes y cambios en todos los demás integrantes y en la totalidad del grupo, sea familia, cuidadores u institución.
¿Deben ir los hermanos del paciente, aunque también sean menores de edad? ¿Por qué?
Es deseable que, al menos en las primeras sesiones de evaluación, vaya toda la familia. No podemos hacernos una idea precisa de la problemática y dinámica familiar, que afecta al menor, al “paciente identificado”, sin conocer a toda la familia. Quizás los padres pueden hacer un esfuerzo por explicar la situación familiar y de los hermanos, pero no están capacitados para captar la totalidad de elementos relacionales que se expresan cuando vemos a la familia en su conjunto. Podemos valorar cómo son las relaciones entre ellos, sus vínculos, sus lealtades hacia los padres u otros hermanos, su rol dentro de la familia, su propia visión del problema o de la realidad familiar. Con frecuencia nos sentimos gratamente sorprendidos de la cantidad de información que nos aportan los hermanos, que ni el paciente ni sus padres son conscientes o no son capaces de expresar, por estar demasiado inmersos en el problema.
¿Hay algún caso en los que es mejor que estos no formen parte de la terapia?
Sí. Pueden darse varias razones para no incorporar a los hermanos a la terapia. El primero y más frecuente es que directamente no deseen acudir. En estos casos, bien sea porque están alejados, quizás por diferencias de edad, o porque no se sienten parte del problema, ni de la solución, no tendremos otro remedio que no contar con ellos.
En otros casos, si los hermanos son de una edad muy inferior puede resultar más complejo el trabajo familiar sobre determinados aspectos, al tener que adaptarnos a momentos evolutivos muy diferentes. Si bien es cierto que también nos pueden aportar mucha información para entender mejor la dinámica familiar, por ejemplo, celotipias hacia los hermanos, etc.
Finalmente, muchos padres consideran que es mejor mantener “a los pequeños” alejados de los problemas porque no los van a entender. En ocasiones hay secretos o tabús familiares. Esta mirada adulta, protectora, es errada en muchos casos. Los niños son pequeños, pero “no son tontos”. Viven bajo el mismo sistema familiar y perciben similares tensiones o carencias que el resto, sólo que en ocasiones no tienen la forma de expresarlos como lo hacemos los adultos. En ocasiones han asimilado también el tabú familiar, de lo que no está permitido hablar.
¿Qué formación ha de tener un terapeuta familiar y cómo encontrar al más adecuado para cada niño o adolescente?
La mayor parte de los terapeutas de familia que trabajan con niños y adolescentes en el ámbito clínico son psicólogos, en ocasiones médicos psiquiatras. Si bien, recientemente se están incorporando otros perfiles profesionales del ámbito sanitario, social y educativo. En todos los casos, para ser psicoterapeuta familiar la Federación Española de Asociaciones de Terapia Familiar (FEATF) cuenta con una amplia red de escuelas formativas en todas las Comunidades Autónomas. Todas estas escuelas siguen rigurosos programas formativos, que requieren entre tres a cuatro años de formación y un mínimo de 750 horas de trabajo teórico, práctico, personal, y de supervisión de casos para ser psicoterapeutas familiares.
Posiblemente ninguna familia tenga que desplazarse muy lejos para encontrar un profesional competente de la terapia familiar, puede informarse a través de la FEATF o de las respectivas asociaciones autonómicas. No hay recetas mágicas, lo más importante, como siempre, es probar. Encontrar un profesional, hombre o mujer, con el que el niño, el adolescente y la familia se sientan bien atendidos. Que sienten que hay conexión, que comprenden sus preocupaciones, y que todos, profesional y familia, trabajarán juntos para encontrar la solución a sus problemas.
