Las ciencias y las matemáticas se han visto tradicionalmente como las asignaturas más difíciles, pero ¿y si fuera posible aprender STEAM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería, Artes y Matemáticas) jugando? No solo es posible, sino también necesario. Luis Martín, ingeniero industrial, inventor y CEO y cofundador de Academia de Inventores, pone de manifiesto que los niños crecerán en una realidad completamente distinta a la nuestra para la que es necesario prepararlos. La cuestión es cómo presentarles de manera sencilla cuestiones complejas relacionadas con la robótica, la programación, la físcia y la química…. Luis Martín explica con detalle cómo y por qué.
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¿Por qué es importante que los niños aprendan aspectos relacionados con materias STEM?
Vivimos en un momento histórico en el que la ciencia y la tecnología no son una asignatura más, son el lenguaje con el que se escribe el futuro. Nuestros hijos van a habitar un mundo que no se parece en nada al que crecimos nosotros. Y el gran reto no es que sepan usar la tecnología, sino que sepan entender cómo funciona, crearla y adaptarla a las necesidades de la sociedad.
Si una niña aprende desde pequeña cómo funciona la electricidad, un circuito o un algoritmo, lo que realmente está aprendiendo es que el mundo que tiene delante no es mágico ni inaccesible, sino “programable” por ella misma. Es la diferencia entre ser un espectador o un protagonista.
Cuando un niño se siente capaz de inventar, siente que puede cambiar el mundo
Para mí, enseñar STEM no es enseñar matemáticas o fórmulas complejas, es darles las llaves de la innovación, es regalarles la capacidad de entender y mejorar la vida de las personas creando su propio mundo. Cuando un niño se siente capaz de inventar, siente que puede cambiar el mundo. Y no hay nada más poderoso que crecer con esa certeza.
¿Cómo hacer que sientan interés hacia la ciencia y la tecnología?
El mayor error del sistema educativo actual es pensar que el conocimiento se debe imponer. Pero la realidad es que la ciencia no se impone, se contagia. Los niños aprenden por emoción, no por obligación. Si le cuentas a una niña de ocho años lo que es un circuito eléctrico, quizá lo olvide en diez minutos; pero si le dices que puede encender las luces de su habitación con un aplauso, entonces sus ojos se iluminan y de repente quiere saber cómo funciona.
El secreto está en traducir la tecnología a su mundo: a sus juegos, a sus pasiones, a sus curiosidades. Un niño que ama el fútbol puede descubrir sobre estadística programando el marcador de su partido o una niña que ama el arte puede enamorarse de la tecnología diseñando un mural interactivo con sensores y luces. Cuando conectamos la innovación con lo que ya les emociona, aparece la chispa.
Y a partir de ahí, todo cambia: la ciencia y la tecnología dejan de ser una asignatura “más” y se convierte en una aventura. Mi experiencia me dice que la curiosidad es el motor más fuerte que existe, y que cuando un niño descubre el placer de inventar, ese interés no se apaga nunca.
¿Pueden aprender jugando?
No solo pueden, es que es la única manera real en la infancia. Jugar no es perder el tiempo, es el idioma nativo de los niños. Mientras juegan, están probando hipótesis, tomando decisiones, resolviendo conflictos. Están aprendiendo sin darse cuenta.
Cuando en Academia de Inventores les damos un robot, no les pedimos que lo estudien, les pedimos que lo conviertan en su compañero de aventuras. Cuando diseñan un mecanismo con cartón y LEDs, no están memorizando teoría, están construyendo su propia lámpara para leer por la noche. Y esa experiencia queda grabada para siempre, porque el aprendizaje no vino del esfuerzo, sino de la emoción de jugar.
Yo siempre digo que jugar es el trabajo más serio de un niño. Y nuestro reto como adultos es transformar esos juegos en experiencias significativas que les aporten conocimiento real. Si conseguimos que aprendan mientras ríen, habremos logrado que la educación deje de ser un deber y pase a ser un placer.
¿Cómo lograr que se hagan preguntas acerca de los porqués de las cosas?
La clave está en darles permiso para equivocarse. Los niños dejan de preguntar cuando sienten que sus dudas pueden sonar tontas o que la respuesta correcta ya está escrita en un libro. En nuestra academia defendemos el “¿y si…?” como la base de todo invento.
Una niña que pregunta: “¿Y si los coches volaran?” no está diciendo una tontería, está imaginando la movilidad del futuro. ¿Y si los zapatos generaran electricidad? ¿Y si las plantas pudieran hablarnos? Detrás de esas preguntas “locas” están las semillas de los grandes avances.
A partir de los ocho años ya pueden diseñar videojuegos sencillos, controlar sensores o programar movimientos más complejos
Si queremos que los niños se pregunten los porqués, tenemos que acompañarles con paciencia, escuchar sin juzgar y devolverles la pregunta: “¿Tú qué crees?”. Porque cuando un niño descubre que sus preguntas no solo son válidas, sino valiosas, se convierte en alguien que no se conforma con las respuestas dadas. Y eso es exactamente lo que necesitamos: generaciones que no acepten el mundo tal y como está, sino que se lo cuestionen para mejorarlo.
¿Es posible enseñarles aspectos complejos de ciencia y tecnología?
Rotundamente sí. La clave no está en la dificultad de la materia, sino en cómo traducimos ese conocimiento a su lenguaje. Un niño de cinco años puede programar un robot sin escribir una sola línea de código, simplemente encajando bloques de colores como si fueran piezas de LEGO. No entiende la sintaxis de un lenguaje, pero entiende perfectamente la lógica de causa y efecto.
A partir de los ocho años ya pueden diseñar videojuegos sencillos, controlar sensores o programar movimientos más complejos. Y a los doce, si han seguido el camino correcto, pueden prototipar y soldar sus propios inventos que solucionan problemas reales, desde un dispensador automático para sus mascotas hasta un brazo robótico que ayude a alguien con movilidad reducida.
La complejidad no depende de la edad, sino de cómo se presente. Los niños son capaces de entender mucho más de lo que creemos si lo viven como una experiencia divertida y significativa. De hecho puedo asegurar, que en nuestra academia la mayoría de los alumnos de siete años te pueden explicar la diferencia entre hardware y software mejor que la mayoría de los adultos. a corta edad?
Pediatras, psicólogos, neuroeducadores… advierten del riesgo de las pantallas en los menores de todas las edades, especialmente entre los más pequeños. ¿Cómo acercarles ciertos conocimientos de programación o de robótica, por ejemplo sin interaccionar con pantallas?, ¿cómo enseñarles a hacer un uso responsable de ellas mientras aprenden materias STEM?
Nosotros tenemos un principio muy claro: primero construyen, luego programan. En nuestros talleres, lo digital nunca aparece primero. Comenzamos con cartón, motores, LEDs, cables… Los niños sienten la electricidad en sus manos, ven cómo gira un motor o cómo se enciende una bombilla. Solo después les mostramos que ese invento puede tomar vida con unas pocas instrucciones desde una pantalla. De este modo entienden que la pantalla no es un fin, sino un medio. No es el lugar donde se refugian, sino la herramienta que les permite dar vida a lo que ya han creado físicamente.
Y cuando inevitablemente tienen que interactuar con pantallas, lo hacemos desde un enfoque crítico: les enseñamos a usarlas para crear y no para consumir, para colaborar en equipo y no para aislarse. Porque el problema no son las pantallas en sí, sino el uso que les damos. Si les enseñamos desde pequeños a que son herramientas de creación, no de distracción, estaremos construyendo una relación sana y responsable con la tecnología.
Aprender aspectos relacionados con la ciencia y la tecnología fuera del colegio, ¿les ayuda a obtener un mayor rendimiento académico?
Lo que realmente aprenden es a creer en su capacidad de resolver problemas. Cuando una niña construye un prototipo que funciona, experimenta algo que no te da un examen: la sensación de logro, de que puede enfrentarse a un reto y superarlo. Ese aprendizaje emocional es brutal. De repente se atreve con problemas que antes le parecían imposibles. Mejora su concentración, su autoestima y su confianza.
Es cierto que luego eso se refleja en su rendimiento académico, porque aprenden a trabajar de forma más organizada, a pensar de forma lógica, a disfrutar resolviendo. Pero el mayor regalo no es sacar mejores notas, es una nueva forma de pensar.
¿Qué otras habilidades fomenta en los niños el aprendizaje STEAM?
Detrás de cada robot, de cada invento, de cada cable que conectan, se esconden competencias, conocidas por todos, que van mucho más allá de la tecnología: trabajo en equipo, resiliencia, pensamiento crítico, creatividad…. Pero sobre todo, aprenden algo más grande: que tienen derecho a imaginar y capacidad de construir. En el fondo, no les enseñamos a ser ingenieras, biólogos o programadoras, les enseñamos a ser inventores de lo que ellos quieran.