En lo que a números respecta, pocas bodas han logrado superar los datos que alcanzó el enlace entre la princesa Ana de Reino Unido y el capitán Mark Phillips. El ‘sí, quiero’ de la primogénita de la reina Isabel y el príncipe Felipe consiguió congregar frente a la televisión (en una cobertura de la BBC a color, la primera de este tipo) a 27,6 millones de personas en su país y a más de 500 millones de espectadores a nivel mundial. Un día como hoy, aquel frío miércoles 14 de noviembre de 1973, fueron miles los curiosos que se acercaron a Londres a festejar este paso por el altar, el primero en 13 años en el que se casaba la descendiente de un monarca. La joven tenía tan solo 23 años y entonces no sabía que aquel no sería su único matrimonio.
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El esperado día llegó seis meses después de que la pareja hiciera público su compromiso de forma oficial, el 29 de mayo de ese mismo año. Los futuros esposos se habían conocido cinco años antes de convertirse en marido y mujer, en un evento hípico celebrado en Ciudad de México. A ambos les apasionaban los caballos y aquel encuentro entre la joven princesa y el teniente de la 1ª Guardia de Dragones de la Reina fue un verdadero flechazo. La petición de matrimonio se produjo pasado un lustro, anillo imponente de zafiros y diamantes de Garrad mediante, que fue recibida con gran cariño por el público.
Un look nupcial con referencias históricas
Aquel día, la novia llegó a la Abadía de Westminster, desde el Palacio de Buckingham, del brazo de su padre. Fiel a su estilo, Ana de Reino Unido decidió que no caería en estridencias y apostaría por un vestido de novia de inspiración minimalista. La sencillez no tenía que significar aburrimiento y por eso en el diseño hubo espacio para referencias históricas. Sin embargo, aquella ausencia de ornamentación no contentó a todos, puesto que muchos vieron soso el resultado. Si se mira con detenimiento la elección de estilo se observa que aquel look de invierno realzaba los rasgos de la novia.
La suya era una pieza realizada por la diseñadora Maureen Baker, quien en aquel momento estaba al frente de la firma Susan Small, en quien la hija de la reina había confiado en varias ocasiones (que llegó a hacer para ella, años después, hasta 250 trajes). La inspiración de la prenda era la época Tudor, que comprende los años entre 1485 y 1603 en la historia inglesa. Es por ello que el vestido contaba con un cuello alto, una falda amplia, una cola de dos metros, las medievales mangas de ángel y dentro de ellas unos manguitos. Además, incorporaba líneas de perlas en el cuerpo y una espalda con motivos florales.
Completando el estilismo, se encontraba un velo floral de seda que partía de su tiara. El velo había sido bordado por Lock's Embroiderers, casa originaria de Londres que había fundado en 1767 un refugiado hugonote (protestante francés de doctrina calvinista), con formación italiana, especializado en los encajes dorados, que logró que su firma trabajara previo encargo para los ateliers más exclusivos de la época (Christian Dior entre ellos).
La joya que captó todas las miradas
Sin duda, el accesorio más destacado de su look, fue un guiño a su herencia familiar. Como tocado, la princesa eligió el que su madre llevó el día de su boda y el que también luciría, años después, su sobrina Beatriz de York en su enlace. Era la diadema de María de Teck (bisabuela de la novia), una tiara de flecos que pertenecía a su abuela, la reina madre, Isabel Bowes-Lyon. En 1919 el rey Jorge V la mandó montar a la joyería Garrard, con diamantes que fueron un regalo de la reina Victoria. La colocó sobre un voluminoso recogido.
El otro gran detalle que añadió puntos a su sencilla elección de estilo fue un ramo nupcial con cascada en color blanco, ideado con rosas y lirios del valle, la flor preferida de las novias de la realeza. Además, como marca la tradición, el diseño floral incorporaba una rama de mirto perteneciente al arbusto que plantó la reina Victoria en 1840 en los jardines de su residencia, Osborne House. Como zapatos, la joven esposa escogió un calzado cerrado y de tejido satinado, de tacón bajo, en color blanco roto.
Ilustres invitados
Todos los convidados quedaron fascinados con la pompa que la casa real preparó para esta jornada. Michael Ramsey, arzobispo de Canterbury fue el encargado de oficiar la ceremonia y los novios saludaron desde el balcón del palacio a la multitud congregada. No quisieron perderse esta celebración los entonces príncipes de España Juan Carlos y Sofía, los príncipes Harald y Sonia de Noruega, los príncipes Beatriz y Nicolás de los Países Bajos y los reyes Ana María y Constantino de Grecia. Sin duda, la anécdota del día la protagonizó Grace Kelly, que acudió acompañando a su marido Rainiero de Mónaco. La princesa monegasca quien, sin miedo a romper el protocolo, se enfundó un estilismo de todo al blanco. Un abrigo blanco, un gorro blanco, unos zapatos blancos, unos manguitos blancos y unos guantes blancos que llamaron la atención en la primera fila de invitados.
En el almuerzo posterior, los asistentes degustaron langosta, perdiz y helado de menta y, a modo de postre, la gran tarta de la boda, elaborada por el sargento mayor David Dodd, repostero a cargo del cuerpo de hostelería del ejército del capitán Phillips. Tras esta celebración, el recién estrenado matrimonio inició su viaje de luna de miel. A bordo del yate real, el Britannia, emprendieron un periplo por los océanos Atlántico y Pacífico. Años después nacieron los dos retoños de la pareja, Peter (en 1977) y Zara (en 1981), pero su amor se extinguió el 23 de abril de 1992, de forma oficial. Aquel mismo año, la princesa Ana se casó, en una celebración íntima, con otro oficial del ejército, concretamente de la marina, el vicealmirante sir Timothy Laurence.
