La historia de una corona a menudo no se cuenta por la joya en sí, sino por la mano que la perdió, por la broma que la puso en riesgo o por la lata dónde la escondieron. Las piezas que engastan la soberanía —coronas, cetros y diamantes— son símbolos visibles de legitimidad: cuando se pierden o se roban no desaparece solo el objeto, sino una parte de la narrativa nacional. En estos relatos conviven la audacia (ladrones disfrazados), la negligencia (guardas que no cierran la puerta), el exilio, la venta desesperada y la superstición; pequeñas grietas en la custodia del poder que explican por qué algunas piedras jamás regresaron a su sitio.
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Torre de Londres: un rubí célebre y una lata de galletas
La colección de las Crown Jewels — Joyas de la Corona— británicas es a la vez museo y emblema: coronas, cetros, el orbe y otras insignias que testimonian la ceremonia del poder. La Imperial State Crown —Corona Imperial del Estado— está engarzada con casi 3.000 gemas y alberga piezas con historias propias, como el Black Prince’s Ruby —Rubí del Príncipe Negro—, un rubí de origen medieval, supuestamente arrancado de las arcas de un príncipe moro en la península Ibérica en el siglo XIV, que ha pasado por batallas, tratados y mitos; se le atribuyen, incluso, supersticiones de mala suerte.
El episodio que condensó la fragilidad de esa custodia ocurrió en 1671, cuando el irlandés Thomas Blood, disfrazado de clérigo, penetró en la Torre de Londres y trató de sustraer las joyas. No logró llevarse todo, fue detenido, pero la historia se volvió legendaria cuando Carlos II le perdonó la vida y, contra toda expectativa, le otorgó un indulto. El perdón —¿chantaje? ¿capricho real?— acerca más la anécdota al terreno de la fábula que al de la lógica judicial.
Siglos después, ante el temor de una invasión alemana durante la II Guerra Mundial, la protección tomó formas domésticas: varias piezas se sacaron de la torre y fueron escondidas en una lata de galletas enterrada en un lugar seguro cerca del castillo de Windsor. La imagen de las insignias de la soberanía en una lata resume el desasosiego de una nación que prefería ocultar su símbolo a arriesgarlo al frente de batalla.
A estos episodios se suman las joyas cuya historia mezcla leyenda, conquista y misterio, como el Koh-i-Noor y el Cullinan. El primero, originario de India y conocido como la “Montaña de Luz”, ha pasado por imperios y dinastías, siempre rodeado de codicia y superstición: se cree que trae mala suerte a los hombres, razón por la que históricamente solo lo han lucido mujeres. Hoy, además de brillar en la corona británica, sigue siendo objeto de controversia internacional, con India y otros países reclamando su propiedad, y su pasado refleja conquistas, botines de guerra y decisiones políticas difíciles de desenredar.
El Cullinan, hallado en Sudáfrica en 1905 y con 3.106 quilates, fue regalado a Eduardo VII y cortado en nueve piedras principales; la más grande se incrustó en el Sovereign’s Sceptre —Cetro del Soberano— , símbolo supremo del poder británico. Sin embargo, los rumores persisten: muchos aseguran que el Cullinan completo nunca apareció, que aún podría existir una parte oculta en algún lugar de Sudáfrica, lo que ha alimentado la imaginación de cazadores de tesoros y curiosos durante más de un siglo.
Francia revolucionaria: el saqueo del Garde-Meuble (1792)
En 1792, cuando el poder monárquico se desmoronaba y Luis XVI y María Antonieta estaban encarcelados en el Temple, las joyas de la corona francesa eran el corazón visible de la autoridad, la grandeza y el prestigio de los reyes de Francia. En su centro brillaban piezas legendarias como Le Régent, un diamante de 140 quilates, y la corona real engastada con zafiros, rubíes y esmeraldas, símbolos del absolutismo en su forma más tangible. En un intento de protegerlas del caos revolucionario, las autoridades decidieron trasladarlas desde su ubicación habitual al Garde-Meuble, en París. Pero lo que debía ser un gesto de precaución se convirtió en una oportunidad perfecta para el crimen.
La noche del 16 al 17 de septiembre de ese año, un grupo de ladrones organizados irrumpió en el edificio y dio comienzo a uno de los robos más atrevidos de la historia. No fue un golpe rápido, sino una operación meticulosa que se extendió durante varios días, con los ladrones entrando y saliendo discretamente para extraer las piezas más valiosas: coronas, espadas decoradas con piedras preciosas, collares, anillos y objetos rituales de un valor incalculable.
Aunque algunos de los responsables fueron finalmente arrestados y una parte del botín recuperada, muchas joyas jamás volvieron a aparecer. El diamante Le Régent, por suerte, fue hallado años más tarde y hoy puede contemplarse en el Museo del Louvre, pero el resto del tesoro se desvaneció sin dejar rastro. El misterio de las piezas perdidas sigue sin resolverse: se cree que algunos ladrones lograron vender las gemas en el extranjero, mientras que otros historiadores sostienen que parte del tesoro podría seguir en Francia, oculto en colecciones privadas o enterrado en lugares desconocidos. La desaparición alimenta desde entonces una fascinación constante: cada vez que se descubre un nuevo alijo de joyas antiguas, surge la esperanza —y la pregunta— de si se tratará, por fin, de las joyas de la corona desaparecidas en 1792.
Los Romanov: venta, contrabando y piezas perdidas
Si hubo una casa real rodeada de nostalgia, sospecha y reverencia, esa fue la de los Romanov, gobernantes de Rusia. La Revolución de 1917 transformó su legado en moneda de cambio, su esplendor en exilio y desaparición. Cuando los bolcheviques tomaron el poder, heredaron una de las colecciones de joyas más extraordinarias de Europa: coronas imperiales, tiaras de Fabergé, gemas únicas y reliquias dinásticas acumuladas durante siglos de poder autocrático.
El nuevo régimen, necesitado de liquidez y deseoso de borrar los símbolos del zarismo, vendió gran parte de las joyas imperiales en el extranjero. Subastas históricas como la de Christie’s en 1927 dispersaron piezas que habían pertenecido a emperatrices y grandes duquesas, transformando el tesoro de una dinastía en un catálogo de lotes numerados.
Algunos miembros supervivientes de la familia lograron, sin embargo, salvar joyas personales y sacarlas del país antes del cierre total de las fronteras. La Gran Duquesa María Pavlovna, por ejemplo, confió parte de su colección a la Misión Sueca en Petrogrado, y aquellas piezas reaparecieron décadas después en subastas internacionales. Pero otras joyas más emblemáticas nunca se volvieron a ver. Entre ellas, la célebre tiara en forma de espigas de trigo, que desapareció misteriosamente tras las primeras ventas oficiales de los años veinte. Algunos registros de 1922, conservados en el Romanov Diamond Fund, mencionan un collar, una diadema y un brazalete que ya no figuran en el inventario estatal de 1925. ¿Fueron vendidas en secreto? ¿Desmontadas y dispersas entre coleccionistas anónimos? Nadie lo sabe con certeza.
Dublín, 1907: la limpiadora que vio al intruso y la broma que costó la custodia
El caso irlandés es, quizá, el más ilustrativo de cómo la negligencia y la vida social pueden abrir grietas donde nadie imagina. Las Joyas de la Corona de Irlanda, insignias de la Orden de San Patricio —entre ellas una estrella decorada con diamantes brasileños, un broche con trébol de esmeralda y una cruz de rubí sobre esmalte azul, y cinco collares dorados—, fueron declaradas desaparecidas el 6 de julio de 1907; según los registros, habían sido vistas por última vez el 11 de junio.
Estaban bajo la custodia del Ulster King of Arms (Rey de Armas de Ulster, el rango más alto de un oficial heráldico en la tradición británica), Sir Arthur Vicars, en la Torre de Bedford del Castillo de Dublín. La seguridad falló: puertas y la cámara fuerte aparecieron abiertas en varias ocasiones; la limpiadora Mrs Farrell llegó a encontrar a un intruso en la sala de las joyas. A esto se sumó una broma de alto coste simbólico: Lord Haddo, hijo del virrey, tomó una llave en estado de embriaguez, arrancó las joyas como juego y las devolvió por correo a Vicars. El episodio, trivializado como anécdota, dejó claro el relajamiento de unos protocolos que eran trastienda del poder.
La investigación del robo degeneró en una mezcla de teorías y farsas: hubo excavaciones impulsadas por psíquicos en cementerios, cartas anónimas, y la curiosa intervención pública del escritor Arthur Conan Doyle, que ofreció su ayuda. El joyero James Weldon recibió cartas con pistas, e incluso veinte años después apareció otra misiva relacionada. La falta de señales de forzamiento reforzó la hipótesis de un trabajo interno, o de complicidad social. Nunca se recuperaron y la colección sigue siendo uno de los grandes misterios: piezas troceadas, vendidas en lotes, reengarzadas o simplemente desaparecidas bajo el anonimato del mercado.
Datos curiosos que profundizan lo extraordinario
Algunas joyas imperiales nunca desaparecieron de golpe: se desintegraron poco a poco, troceadas o fundidas para arrancar las gemas y venderlas literalmente “por peso”. De muchas de ellas no queda ni una imagen reconocible, solo inventarios mutilados o descripciones vagas en registros de subasta. En los meses más caóticos del derrumbe imperial, las mujeres de la familia Romanov recurrieron a un ingenio tan trágico como práctico: coser diamantes y rubíes en los corsés, dobladillos o forros de vestidos, esperando poder huir con ellos. Algunos de esos trajes se convirtieron en auténticos mapas de fuga, con las costuras rebosando pequeñas fortunas que rara vez llegaron a cruzar la frontera.
Años después, en subastas discretas de Londres o Copenhague, aparecieron piezas de origen incierto: broches, tiaras desmontadas, collares recompuestos. Se vendieron a precios irrisorios, sin que muchos compradores sospecharan que estaban adquiriendo fragmentos del esplendor de los zares.
Lecciones brillantes y oscuras
Estos episodios muestran que las joyas reales son a la vez símbolos y objetos vulnerables: no siempre las roban forajidos, a menudo las pierde la propia institución por negligencia, juego o cálculo político. Las anécdotas —el rubí que arrastra leyendas, la lata de galletas, la limpiadora que vio al intruso, la broma de un joven aristócrata— no son meros adornos narrativos: explican por qué algunas piezas siguen sin aparecer y por qué la historia de la realeza se escribe tanto en vitrinas como en los pliegues de lo cotidiano.