Hasta ahora, Meghan Markle había mantenido una distancia prudente respecto al circuito más mediático de la moda. Había asistido a premios, apoyado diseñadores y cultivado un estilo reconocible, pero nunca había ocupado un asiento en el front row de París. Hasta anoche. Su aparición sorpresa en el desfile de Balenciaga —el primero bajo la dirección creativa de Pierpaolo Piccioli— fue, más que una anécdota estilística, una jugada medida. No solo regresa a Europa por primera vez desde 2023, sino que lo ha hecho en apoyo de un diseñador con el que mantiene una relación profesional de años.
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Meghan llegó al recinto parisino cuando el público ya estaba sentado. Su entrada, casi cinematográfica, coincidió con uno de los momentos más esperados del calendario de la moda: el debut de Piccioli al frente de la maison. Era una noche simbólica, una transición entre la herencia de Cristóbal Balenciaga y la visión poética del diseñador italiano.
Su aparición generó la reacción inmediata que suele provocar: atención y titulares. Meghan Markle eligió para la ocasión un conjunto blanco, confeccionado especialmente para ella por el diseñador, que condensaba muchas de las constantes de su estilo: líneas limpias, equilibrio cromático y una capeado arquitectónico que se ha convertido en uno de sus sellos visuales. Más tarde, ya en la cena posterior al desfile, cambió el blanco por un negro asimétrico, también con capa, reinterpretando la misma idea en clave de noche.
Meghan y Pierpaolo se conocen bien. Bajo su dirección en Valentino, ella llevó algunas de sus piezas más recordadas: el vestido rojo con capa en su visita a Marruecos, el traje blanco oversize que lució en los Invictus Games o el diseño que escogió para los British Fashion Awards de 2018, cuando él fue reconocido como diseñador del año.
La actriz conocida por Suits no acudió sola. En el front row compartió espacio con Anne Hathaway, Rosie Huntington-Whiteley, Simone Ashley y Tracee Ellis Ross, figuras que encarnan distintas lecturas de la feminidad contemporánea. A su lado también se encontraba Marcus Anderson, su gran amigo.
Horas después, la escena se trasladó al after party de Balenciaga, donde Meghan volvió a acaparar titulares con su segundo cambio: un vestido negro midi con una capa que caía sobre un hombro y dejaba ver una espalda asimétrica. Mismo patrón de sobriedad, mismo efecto: sofisticación sin esfuerzo. Complementos mínimos —unos pendientes de diamantes, un par de pulseras doradas— y un moño pulido.
Más allá del vestuario, su presencia en París puede leerse como un movimiento estratégico. Meghan Markle lleva tiempo reajustando su imagen pública, y esta aparición —medida al detalle, desde el estilismo hasta el momento de entrada— parece alinearse con esa narrativa: alejada de los actos institucionales, pero aún decidida a ocupar un lugar relevante en el ecosistema mediático.