Charlene de Mónaco ha vuelto a hacer lo que mejor sabe: hablar sin decir una palabra. Mientras su marido, el príncipe Alberto II, celebraba sus 20 años en el trono con un emotivo discurso frente al pueblo monegasco, ella ha optado por otra forma de homenaje: un vestido rosa empolvado, sin mangas, de líneas depuradas y con un bajo asimétrico de encaje. Un look que no ha necesitado ni tiara ni titulares para imponerse con la elegancia sobria que la ha convertido en una royal misteriosa y fascinante.
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La pieza, firmada por Oscar de la Renta, recuerda que la princesa no sigue tendencias sino que cultiva una estética propia, lejos del effortless chic de los Grimaldi. Charlene, tan dada al traje estructurado como a las capas de alta costura, eligió esta vez un modelo de inspiración etérea con cinturón y encaje floral. En un desfile informal donde cada mujer Grimaldi parecía representar a su firma fetiche (Carolina de Chanel, Beatrice de Dior, Pauline de Desigual), Charlene desmarcó con una lección de estilo delicado y contenido. Ni un gesto fuera de lugar. Ni un adorno de más.
Porque si algo ha definido a Charlène en estos años junto a Alberto, más allá de titulares, rumores o silencios, es su capacidad para convertir cada aparición pública en un acto simbólico. No lleva la corona, pero se ha convertido en una especie de icono nórdico-mediterráneo: belleza fría, corazón cálido, armario estratégico.
El vestido rosa no solo ha sido un gesto de feminidad controlada, sino también una elección visual que casaba con la escenografía del evento: la plaza blanca del Palacio, el pastel de macarons en rojo y blanco, y la presencia constante de sus hijos, Jacques y Gabriella, que la miraban como si ya intuyeran que esa noche no se trataba solo de un aniversario, sino de una puesta en escena para la historia. Charlene no es Grace. No quiere serlo. Y tal vez por eso, en ese vestido asimétrico y empolvado, se pareció más a sí misma que nunca.