A veces, los grandes descubrimientos no nacen en un laboratorio, sino durante un paseo cualquiera. Hace unos años, un niño llamado Hugo Deans, de apenas ocho años, se agachó junto a un hormiguero en el patio de su casa, en Pensilvania, y recogió unas pequeñas bolitas que parecían semillas. No sabía que aquel gesto inocente iba a abrir una puerta inesperada a uno de los entramados ecológicos más complejos y sorprendentes descubiertos en décadas.
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Su padre, Andrew Deans, profesor de entomología ( la rama de la biología que estudia los insectos) en la Universidad Estatal de Pensilvania, identificó enseguida aquellos objetos: no eran semillas, sino agallas de roble, unas estructuras que los árboles crean cuando ciertas avispas depositan sus huevos en las hojas.
Lo que ninguno de los dos sabía entonces es que aquellas agallas formaban parte de una alianza secreta entre robles, avispas y hormigas, un sistema tan sofisticado que obligaría a los científicos a replantearse un proceso biológico que se creía bien conocido desde hacía más de un siglo.
Cuando las avispas “engañan” a las hormigas… y al árbol
Las protagonistas invisibles de esta historia son unas diminutas avispas cinípidas. Cuando ponen sus huevos en el roble, inducen al árbol a crear una agalla: una especie de “habitación blindada” donde la larva puede crecer protegida de depredadores.
Hasta aquí, nada nuevo. Lo sorprendente viene después.
Al madurar, muchas de estas agallas desarrollan una pequeña tapa carnosa de color rosado, bautizada por los científicos como kapéllo (del griego, “sombrero”). Esa tapa no es decorativa: contiene ácidos grasos muy similares a los que desprenden los insectos muertos, uno de los alimentos favoritos de las hormigas.
El resultado es casi de ciencia ficción:las hormigas detectan el “cebo”, recogen la agalla como si fuera una semilla nutritiva y la transportan hasta el interior del hormiguero. Allí se comen el sombrero… y dejan intacta la agalla, con la larva de avispa a salvo bajo tierra.
Más que semillas: un truco que engaña a las hormigas
Desde hace décadas, los científicos saben que muchas plantas utilizan a las hormigas como “transportistas”. Algunas semillas llevan una pequeña parte grasa y comestible que atrae a las hormigas: ellas se llevan la semilla al hormiguero, se comen esa parte nutritiva y abandonan el resto en un lugar seguro para que la planta pueda crecer.
Lo sorprendente de este estudio es que las avispas han aprendido a copiar exactamente ese mismo sistema.
Al manipular al roble, consiguen que las agallas desarrollen una especie de “tapa” rica en grasa que las hormigas confunden con comida. Por eso las recogen y las trasladan a sus nidos como si fueran semillas valiosas.
“Las avispas no solo manipulan a los robles, sino también el comportamiento de las hormigas”, explica el investigador John Tooker.
Las observaciones y los análisis químicos confirmaron la clave del engaño: las hormigas ignoran las agallas que no tienen esa tapa, pero se llevan rápidamente las que sí la conservan. Una vez dentro del hormiguero, se comen el “cebo” y dejan la agalla intacta, protegiendo sin saberlo a la larva de avispa que hay dentro.
¿Quién engañó a quién primero?
La gran pregunta que ahora se hacen los científicos es fascinante: ¿fueron las plantas las primeras en desarrollar estos cebos grasos, o fueron las avispas las que llegaron antes?
Según Robert J. Warren II, de la SUNY Buffalo State, las agallas de roble son tan abundantes que podrían haber moldeado el comportamiento de las hormigas durante miles de años, preparando el terreno para que más tarde las plantas “copiaran” la estrategia.
En otras palabras: lo que parecía una simple relación entre plantas y hormigas podría tener su origen en un engaño evolutivo ideado por insectos.
La ciencia que estaba ahí… esperando ser vista
Lo más llamativo de esta historia es que todo ocurría a plena vista, en bosques de Norteamérica, año tras año. Bastó la curiosidad de un niño para que alguien se hiciera la pregunta correcta.
“Apuesto a que otros niños han hecho descubrimientos parecidos sin saber lo importantes que podían ser”, reconocía Hugo tiempo después. “Es extraño pensar que algo tan pequeño pueda cambiar lo que creíamos saber”.
Hoy, ese hallazgo no solo ha ampliado el conocimiento sobre las relaciones entre especies, sino que recuerda algo esencial: la naturaleza sigue escondiendo secretos extraordinarios… incluso en un simple paseo por el campo.
