Aiko de Japón acaba de regresar de su primer viaje oficial en solitario y este 1 de diciembre celebra su 24º cumpleaños. Única hija de los emperadores Naruhito y Masako, es la heredera directa de la dinastía Yamato, considerada la monarquía hereditaria continua más antigua del mundo. Sin embargo, mientras la princesa imperial, formada con una sólida preparación diplomática, avanza con paso firme en su carrera institucional, las leyes que regulan la sucesión en la realeza japonesa la condenan a permanecer siempre princesa, nunca heredera.
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La única hija de los emperadores es vista en Japón -donde por primera vez en la historia tienen a una mujer como primera ministra desde octubre- como un símbolo de modernidad y cercanía. Con estudios en universitarios en Lengua y Literatura Japonesa en la Universidad Gakushuin, un inglés perfeccionado en el prestigioso Eton College, al lado del Castillo de Windsor, y una formación institucional al más alto nivel, la princesa Toshi acaba de dar un paso clave en su carrera oficial completando su primer viaje en solitario a Laos este noviembre.
Su futuro, en otra casa real, estaría escrito: sería la princesa heredera hasta que llegara el momento de convertirse en reina o, en su caso, emperatriz de una monarquía con más de 2.600 años de historia. Lejos de esa posibilidad, su futuro es una incógnita: la Ley de la Casa Imperial (1947) establece que solo los varones pueden acceder al Trono del Crisantemo, así que aunque Aiko sea la única hija del emperador Naruhito, nieta de Akihito y bisnieta de Hirohito -emperador durante la Segunda Guerra Mundial- el heredero presunto es su primo hermano, Hisahito de Akishino, nacido en 2006 y la gran estrella de la Casa Imperial.
El marco legal ha generado intensos debates en Japón sobre la necesidad de reformar la sucesión, especialmente porque la familia imperial cuenta con muy pocos descendientes varones. Sin embargo, la normativa vigente -que impide que las mujeres accedan al Trono del Crisantemo, que permanezcan en la familia imperial tras casarse con un plebeyo y que transmitan sus derechos dinásticos a sus hijos- se mantiene intacta y parece inamovible.
Se trata de un debate eterno, una reforma que reaparece cada cierto tiempo en la agenda política, pero que nadie se atreve a afrontar. Gobierno tras gobierno, la cuestión se guarda en un cajón, postergada por la inercia institucional, el peso de la tradición y un machismo estructural, sin que se vislumbre un cambio real en el horizonte.
