El paso de la niñez a la adolescencia es una etapa de altibajos. Nuestros hijos ya no parecen tan niños, pero tampoco son aún adolescentes, y atraviesan por una serie de cambios que, en ocasiones, confunden a los padres. ¿Qué hay que saber acerca de esta transición tan importante en la vida de todo individuo? ¿A qué edad suele empezar? Se lo hemos preguntado a Marta González Martínez, neuropsicóloga de Clínica López Ibor, quien detalla los aspectos básicos a tener en cuenta y explica con claridad cómo acompañar a los hijos en esta etapa.
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¿Cuáles son las características generales de ese período de tiempo en el que nuestros hijos se alejan ya de la infancia, pero aún no son tampoco adolescentes?
Este período, que podríamos llamar preadolescencia o etapa de tránsito, suele situarse entre los 9 y los 12 años aproximadamente. Es un tiempo de transformaciones sutiles pero profundas: los niños empiezan a alejarse de la dependencia emocional total de sus padres, pero aún no tienen suficientes habilidades de autonomía ni una identidad sólida.
Esta etapa es una ventana de oportunidad para reparar, reconectar y fortalecer el vínculo.
Empiezan a cuestionar, comparar, experimentar y buscar pertenencia, pero siguen necesitando contención, apoyo y comprensión emocional y estructura. Es una etapa con muchos desequilibrios: en algunas áreas, a veces parecen muy mayores, y en otras, todavía son inmaduros.
¿Cuáles son los principales cambios emocionales y psicológicos?
En lo psicológico, emerge con fuerza la necesidad de identidad y el deseo de independencia, acompañados de una sensibilidad más marcada hacia la mirada de los demás por la necesidad que tienen de pertenecer a un grupo social de iguales. En lo emocional, hay un aumento de la intensidad afectiva: sienten más, pero aún no saben nombrar ni regular bien lo que sienten. También es común una autoexigencia creciente, la comparación con los iguales y una vulnerabilidad frente a la crítica.
¿Tienen desbordes emocionales de manera habitual?
Sí, los desbordes emocionales son frecuentes. No se trata ya de las “rabietas” de la primera infancia, sino de reacciones intensas ante frustraciones, injusticias o sensaciones de falta de control. Pueden manifestarse con irritabilidad, llanto, aislamiento social, silencios prolongados o contestaciones desafiantes. En realidad, estos desbordes son expresiones de un mundo interno que se ensancha y se desorganiza y que a veces no saben cómo manejar.
Cuando tienen un desborde emocional, ¿cómo acompañarlos y ayudarlos en ese momento como padres?
Lo esencial es no responder desde la misma intensidad emocional. No se trata de minimizar (“no es para tanto”) ni de sobrecontrolar (“basta ya”). El acompañamiento pasa por mantener la calma, validar la emoción y ofrecer presencia. Frases como “entiendo que estés frustrado”, “estoy aquí si quieres hablar cuando te calmes” o “parece que esto te dolió mucho” ayudan a que el niño aprenda a identificar y regular sus emociones.
En este punto, los padres deben ser modelo de autorregulación y deben ayudarle a buscar soluciones a los problemas, pues pueden mostrarse rígidos en sus ideas, con una actitud comprensiva, abierta y cariñosa.
¿Qué cambia, en general, en la crianza en esta etapa? ¿Qué pautas deben seguir los padres?
La crianza debe estar siempre marcada por intentar comprender el mundo interior del niño y de la etapa evolutiva en la que se encuentra. Esta etapa requiere, en particular, evolucionar de una relación basada en la dependencia emocional y física del niño hacia sus padres hacia una basada en la conexión, en la confianza y en la flexibilidad. Es momento de:
- Escuchar más y sermonear menos.
- Ofrecer los límites necesarios (y no excesivos) de forma clara y explicados desde el sentido, no desde la imposición.
- Fomentar la autonomía con confianza: dejarles probar, equivocarse y aprender.
- Mantener rutinas y coherencia, porque el entorno estable da seguridad frente a los cambios internos.
Aquello que los padres no hayan hecho bien en la infancia temprana, ¿está a tiempo de repararse en esta etapa, antes de entrar de lleno en la adolescencia?
Sí. Esta etapa es una ventana de oportunidad para reparar, reconectar y fortalecer el vínculo. Aún necesitan —y desean— la presencia de sus padres, aunque la disimulen. Los pequeños gestos cotidianos, la escucha genuina y el reconocimiento sincero (“sé que a veces no te he escuchado lo suficiente, y quiero hacerlo mejor”) tienen un gran poder reparador.
¿Qué hacer si los hijos empiezan a separarse un poco de los padres y parece que se está dañando el vínculo que tenían con ellos?
El distanciamiento no siempre es una ruptura, sino una necesidad natural de separación. Los padres deben poder aceptar esa distancia sin sentirse rechazados, manteniendo una actitud de disponibilidad emocional: “no te voy a perseguir, pero estoy aquí cuando me necesites”. Respetar su espacio sin desaparecer es una forma de amor maduro.
Al principio, puede ser duro por los cambios que significan en la relación familiar (de una dependencia total a un distanciamiento más o menos abrupto), pero, poco a poco, cada uno irá ajustando su comportamiento para sentirse más cómodo en esta nueva dinámica. Es importante ir dando autonomía desde la confianza en áreas en las que ya están preparados.
¿Cómo son en esta etapa las relaciones con sus iguales?
El grupo de iguales cobra una importancia enorme: se convierte en su espejo y su laboratorio social. A través de los amigos aprenden sobre identidad, lealtad, límites y empatía. Sin embargo, aún necesitan que los padres sigan marcando el marco de referencia ético y emocional, ayudándolos a comprender lo que viven y orientándolos cuando surgen conflictos o frustraciones con sus iguales.
