Fue un día como hoy, hace 131 años cuando los zares Nicolás II y Alejandra de Rusia pasaron por el altar. Aquel 26 de noviembre de 1894 se unía el último matrimonio que reinaría en Rusia. La futura emperatriz, de origen germano (nacida en Darmstadt, en 1872) y muy creyente, renunció a su fe luterana para convertirse a la Iglesia ortodoxa rusa aquel mismo año. Una decisión que le costaría sobremanera y que hizo tambalear el esperado compromiso con su gran amor. Victoria Alix Helena Louise Beatrice de Hesse —su nombre de pila— era hija de del Gran Duque Luis IV de Hesse y de la princesa Alicia del Reino Unido, por tanto, nieta de la reina Victoria, quien la tenía como una de sus nietas favoritas y por ello trató de que su hijo, el heredero al trono, Eduardo, le pidiera la mano, sin éxito.
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Para llegar hasta aquella histórica jornada nupcial, el joven hijo del monarca ruso tuvo que hacer frente a sus padres, que no encontraban en aquella princesa alemana un buen partido. No caía bien, tampoco, entre la nobleza y la realeza del país, pero aquello no pareció importar al futuro emperador. La familia germana sí estuvo conforme con el matrimonio. Todos, excepto la reina Victoria, que consideraba que su nieta se adentraba en un país bastante inestable.
Aquello no importaba al futuro emperador, llevaba muchos años imaginándose en el altar con su amada. "Mi sueño dorado es casarme algún día con Alix de Hesse", llegó a escribir en 1892 en su diario. Se confesaba completamente enamorado de ella, desde que en 1889 fuera a visitar a la familia de los Romanov en San Petersburgo, con motivo de la boda de su hermana mayor, Elizabeth, con el gran duque Sergei Alexandrovich.
Por aquel entonces, cuando el zarevich quedó prendado de quien sería su futura mujer, tenía tan solo 16 años y ella apenas había cumplido los 12. Esperaron seis años para dar el gran paso, a pesar de mantener una estrecha relación por correo postal. El compromiso se anunció tras un encuentro en Coburgo (a propósito de la boda del hermano de Alejandra, Ernest y la princesa Victoria Melita de Sajonia-Coburgo-Gotha), que contaba con el beneplácito del káiser alemán. La prometida se mostraba verdaderamente entregada a la relación en sus cartas: “soñé que era amada y desperté para comprobar que era cierto. Di gracias a Dios de rodillas. El verdadero amor es un regalo que nos hace Dios, y cada día mi amor es más profundo, más pleno, más puro”.
Días previos al ‘sí, quiero’, el 1 de noviembre de 1894, falleció el padre del novio, Alejandro III, por lo que los preparativos se apresuraron y Nicolás se convirtió en zar. Fue entonces cuando el pueblo ruso vio por primera vez a quien sería su zarina. La imagen no convenció a los cortesanos, que encontraron un mal augurio en que aquella presentación social fuera de luto, caminando ella tras el cortejo fúnebre de su suegro. Desde aquel momento la superstición rodeó a la pareja.
El gran día llegó pocas semanas después, en la iglesia del Palacio de Invierno, donde tuvo lugar la ceremonia por el rito ortodoxo. En aquella ocasión, Alix de Hesse llevó un velo de encaje, un manto imperial y la corona de los Romanov, que había pertenecido a Catalina la Grande. En el destacado enclave de San Petersburgo se dieron cita miembros de la realeza y la nobleza, diplomáticos extranjeros y miembros del Santo Sínodo y del Consejo de Estado. Es una escena que se distingue a la perfección en el cuadro Boda del zar Nicolás II y la gran duquesa Alejandra Fiódorovna, un óleo sobre lienzo que pintó el artista Ilya Repin y que actualmente se encuentra expuesto en el Museo de Rusia en San Petersburgo.
La coronación llegaría el 14 de mayo de 1896. Aquella jornada se tornó, también, oscura para la familia. La catedral del Kremlin fue el lugar escogido para tan importante acontecimiento. Sus protagonistas decidieron repartir entre sus súbditos 400.000 raciones de comida. Si bien la iniciativa fue buena, aquella propuesta provocó una avalancha en la que fallecieron 1.300 personas, un desafortunado incidente. Esa misma noche, el matrimonio debía acudir a un baile convocado en su honor. A pesar de plantearse suspenderlo, decidieron continuar con el mismo, dado que los franceses, quienes ejercían de anfitriones, podrían ofenderse por tal gesto. Los rusos lo sintieron como una falta de sensibilidad imperdonable.
En su día a día, la recién casada, convertida ya en la gran duquesa Alejandra Feodorovna, no recogió la simpatía de su nuevo pueblo, tampoco de la nobleza que la rodeaba. Su carácter austero y rígido no caló positivamente en la corte. En realidad, era tímida y esa cualidad la hacía parecer distante. No obstante, aquello no incomodó a la pareja, que vivía sumida en un intenso amor. Una relación que no se apagó ni con la llegada de la Primera Guerra Mundial, cuando mantuvieron correspondencia de forma constante, hasta llegar a amasar 400 cartas repletas de cariñosos mensajes.
Sin embargo, en esas misivas también podía distinguirse el pensamiento de la emperatriz acerca de su pueblo, la nobleza y el gobierno, lo que fue decisivo en su final. Animaba a su marido a ser autocrático y severo, mientras que él tenía fama de comportarse con algo más de templanza. Era tal la entrega del zar por su esposa que abrió sus puertas al brujo y curandero Grigory Rasputin, una de las grandes piezas del puzzle que provocó la indignación de los cortesanos y, en consecuencia, se tomaron decisiones desmedidas con respecto a los consejeros del gobierno.
Por su juventud y la falta de conocimiento de las costumbres y tradiciones del país, muchos de los gestos de la zarina resultaron verdaderamente impopulares. Centrados en su amor, los emperadores hicieron oídos sordos y se cegaron ante la necesidad que verbalizaba su pueblo. Tampoco fueron bien recibidos los primeros descendientes de la pareja, cuatro hijas (Olga, Tatiana, María y Anastasia) entre 1895 y 1905 y ningún varón, lo que alimentaba los rumores de maldición en la casa. Fue en 1904 cuando nació Alexei, el heredero al trono, pero enfermo de hemofilia. Desde aquel momento, Rasputin se presentó como la solución al mal del pequeño, hasta convertirse en un poderoso sujeto que controlaba hasta las decisiones políticas. Este fue uno de los varios detonantes en el final de la monarquía. En 1916, el mago fue asesinado y tan solo meses después, en 1917, toda la familia imperial fue arrestada. Finalmente, el 17 de julio de 1918, los siete miembros serían ejecutados al completo, en la casa Ipatiev, en Ekaterinburgo.
