París siempre ha sido un escenario cargado de símbolos. Cada temporada, la ciudad no solo dicta tendencias, sino que también sirve de tablero para que artistas y figuras públicas ensayen gestos cargados de significado. No se trata únicamente de moda: es la construcción de imágenes que dialogan con la memoria cultural y con las expectativas del futuro. Por eso, cuando Rosalía ha aparecido en la capital francesa con un vestido blanco sencillo y una diadema coronada por alas, el gesto ha sido inmediatamente leído más allá de lo obvio. No es simplemente un look, sino una declaración. Un ángel caído —o en ascenso— en medio de la semana de la moda.
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El vestido, una camiseta larga en clave minimalista, no busca el exceso ni el ornamento. De hecho, lo evita: sin joyas, sin maquillaje llamativo, sin nada que distraiga de lo esencial. La mirada, inevitablemente, se eleva hacia la diadema con alas blancas, un accesorio que rompe la sobriedad del conjunto y lo lleva al terreno del mito.
La imagen resuena en la memoria colectiva: imposible no pensar en el Givenchy de Alexander McQueen en la primavera-verano de 1999, cuando la maison exploraba la imaginería angelical con una teatralidad casi religiosa. También hay ecos de John Galliano, un creador que durante su década en Maison Margiela (2014–2024) supo convertir la narrativa del exceso, el disfraz y el símbolo en parte esencial del discurso de la moda.
Lo fascinante es cómo Rosalía ha elegido —de nuevo— apropiarse de un lenguaje que no le pertenece de origen, pero que hace suyo en el presente. La catalana, que en Motomami se enfundó en cuero, cascos y gafas para encarnar una estética “de asfalto”, ahora se viste de blanco y se cubre con alas, como si el alter ego anterior hubiera terminado su ciclo y emergiera uno nuevo. Si la Motomami fue el ángel rebelde, motorizado, una figura oscura y juguetona que desafiaba las normas, este 2025 empieza a esbozar un personaje diferente: más puro, más silencioso, pero igual de contundente.
La repetición cromática es clave. Rosalía lleva meses vistiendo de blanco, apenas intercalando el negro como contrapunto. Un gesto aparentemente estético que, leído en clave de su trayectoria, tiene el peso de un manifiesto. “La Rosalía actual se acerca más a la mujer francesa del siglo XXI”, escribimos hace unos días, “menos interesada en personificar un solo mito visual y más en construir una biblioteca estilística”. Ese giro hacia la sobriedad —lo que algunos han llamado nuncore o lujo silencioso— ya apuntaba a una transformación profunda. Pero el blanco, insistente, total, parece elevar esa transición a un terreno simbólico: un color asociado a lo nupcial, a lo espiritual, a la idea de comenzar desde cero.
¿Estamos ante un nuevo alter ego? La pregunta no es trivial. Si Motomami fue un manifiesto visual y sonoro, no sería extraño que la artista esté dando forma a su siguiente criatura. En esta lógica, el blanco podría ser la estética de un personaje opuesto a la Motomami: si aquella encarnaba lo oscuro, lo salvaje y lo urbano, este nuevo ser —llamémoslo provisionalmente “el ángel”— se situaría en el polo contrario, un juego de bien y mal, luz y sombra, caos y pureza. La propia elección de alas como símbolo inaugural refuerza la hipótesis. No es un detalle accesorio: es un anuncio.
La diadema de alas, además, conecta con un momento cultural en el que la moda vuelve a jugar con lo espiritual y lo celestial. No es casual que Margiela esté en el centro de las conversaciones, ni que el imaginario de McQueen y Galliano siga siendo citado como referente dos décadas después. La moda, como la música, vive de ciclos y relecturas. Rosalía, consciente de ello, se inserta en esta conversación global con una precisión quirúrgica.
La narrativa visual de la catalana, además, nunca ha estado desconectada de su música. Lo vimos en El Mal Querer, con su estética barroca y urbana, o en Motomami, con su iconografía motociclista y agresiva. Si hoy insiste en vestir de blanco, es probable que su nuevo álbum dialogue con estas imágenes, construyendo un universo sonoro que refleje pureza, transición o incluso redención. Los looks en blanco y negro —alternando la dualidad— pueden leerse como un tránsito entre dos mundos, o como la dramatización de una batalla interior.
En última instancia, lo que Rosalía hace en París es lo que mejores artistas han hecho siempre: ensayar en público la iconografía de una nueva era antes de revelarla en su obra. Si Motomami fue un alter ego que tomó el volante, este ángel blanco parece estar preparando el terreno para algo distinto, quizás más introspectivo, quizás más universal. La espera ante su nuevo álbum se entrelaza así con cada una de sus apariciones, con cada detalle de vestuario que se convierte en pista.
Y París, con su tradición de alta costura, de espectáculos que funden moda y mito, no podía ser un escenario más perfecto para este gesto. Porque lo que se ha visto no ha sido solo un vestido blanco y una diadema de alas: es el nacimiento de un símbolo, la primera página de un capítulo que apenas comienza.