La tarde de primavera cae ligera sobre Taormina. Un rayo siciliano de luz dorada se cuela por la ventana. La nonna -siempre de negro- recoge despacio la cocina. La nieta la mira, la piel curtida, morena, las arrugas resultado de tantas esperas colina abajo, en el puerto, donde una barca jamás arribó y causó su luto; de los paseos montaña arriba a la Madonna de la roca; de las plegarias.
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La nonna hoy ha hecho arancini para comer, una bola empanada rellena de risotto y paste di mandorla de postre. Y ahora barre despacio una cocina que aún huele a almendras. Por fin suelta la escoba en una esquina, se quita despacio el delantal, sonríe a su nieta mientras sale a la calle y se sienta en su silla a esperar el morir del día con la vista puesta en el cielo, con sus ropas negras y sus aretes dorados, con las manos curtidas sobre el regazo, la cadena y las medallas de oro, con el sol que acaricia esa piel que él mismo ha quemado, con un mar turquesa al frente y una mirada en alto que se extiende hasta las costas de Calabria, la ciudad de Siracusa y la cumbre del Etna.
-¿Cosa fai nonna? -pregunta la nieta.-Niente-, responde la anciana.
Italia es la cuna del arte, de la belleza, del placer; Italia es tan grande que sería imposible resumirla en este texto y merece todo este número de abril para celebrarla entera. Un país donde cada piedra cuenta historias, donde el bien vivir y la melancolía se entrelazan como las enredaderas de una vieja villa olvidada, donde el dolce far niente invita a entregarse a la vida sin ataduras, a la dulzura del momento presente, a desnudarse del ruido, de las prisas, de las cadenas de la mente, a descansar en el no hacer, a enfrentarse a la verdad más íntima -¿qué queda cuando nos despojamos de todo?-.
En una terraza romana, un hombre remueve su café con la lentitud de quien ya no espera nada. En un canal veneciano, una góndola se desliza sin prisa, como si flotara sobre los recuerdos de quienes amaron y se perdieron en sus aguas.
“Aquí cada piedra cuenta historias y el bien vivir y la melancolía se entrelazan como enredaderas”
En un callejón florentino, un poeta sin nombre garabatea versos en una servilleta atrapado entre el placer de la contemplación y la noción de que todo, incluso la belleza, es efímero. En Sicilia, con la silla a la vera de su casa, la nonna espera el atardecer. El dolce far niente es un bálsamo para el alma cansada, una necesidad, una bendición, un arte dulce, un instante en el que el tiempo se detiene. Un momento de aparente ligereza que contiene todo el peso de la existencia.