Esta crónica tiene un solo interés, despertártelo. Y antes de empezar a leerla, por favor, haznos caso. Ve a tu plataforma de confianza y busca “Ornella Vanoni”. Ahora escribe L’appuntamento y… sí, te suena. Vaya que sí te suena. De hecho, Brad Pitt y George Clooney se dibujan ahora en tu cerebelo a la perfección, en Ocean's Eleven, entre lámparas de cristal de Murano y adamascados venecianos. Ahora… (vale, cuesta dejar la canción, luego te la pones) teclea E cosi per non morire y —si puedes— corre el cursor hasta el minuto 3:20 y da al Play. ¿Sylvester Stallone en calzones y sudando como un pollo? Sí, es la BSO de Rocky. Pero ¿Quieres más? Apunta La musica è finita... y ¿Leader, de Led Zeppelin? ¿O te pensabas que era Madame Butterfly? Pues también, también. Y ahora ¿qué? ¿Te apetece que te la presentemos? Ella es La Signora. Ornella Vanoni, la cantante a la que Italia entera llora sin consuelo desde el pasado sábado. Sus 60 millones de habitantes —más los casi 10 que vivimos fuera de la bota—. El suyo ha sido el funeral que ha vuelto a paralizar el país (acuérdate de Armani). Desde el derby Milan-Inter, con las 80.000 localidades del San Siro completamente mudas ante su imagen en el videowall del marcador a los conciertos de Annalisa (La de Sinceramente) y Elodie (La de Dimenticarsi alle sette). Tanto fue así que una se fue al concierto de la otra para cantar una canción de Ornella juntas.
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También ha revolucionado las redes. Si tienes alguna afinidad con el país (novio, novia, amiga del Erasmus, vacaciones pasadas…) es raro que no te haya salido un reel de esta señora de cabellera encendida, piernas eternas, pecho importante (y libre, muy libre) y una belleza atípica pero arrebatadoramente sexy. O que te haya salido un pavo que compara las letras de sus canciones con los cantos de Dante, o un camarero que hace un cappuccino alla Vanoni o una chavala que, rodillo en mano, elabora un pastel al “rossetto e cioccolato della Vanoni”.... Por no hablar de miles de fotografías de los artistas más top del país y del momento (Arisa, Marracash, Mahmood, Colapesce e Dimartino, Achille Lauro, Fedez o Marco Mengoni) cantando un dueto con ella. Porque Ornella Vanoni era la “otra” gran dama della musica italiana. La número 2. Justo después de Mina. La que optó, a diferencia de la cremonese, a envejecer delante de las cámaras y a convertirse en una estrella fuera de serie y del tiempo, amada por raperos y reinas del pop. Del indie más cool (antes que Rigoberta Bandini, ya estaba ella cantando Splash) al ex de Chiara Ferragni. Y en un animal, televisivo cantando o opinando. Hoy, el micro 18 de la RAI lleva su nombre y no es para menos, las televisiones veían en ella a una leyenda y conseguían, con mucha gracia, la sabiduría de la vejez y sin ningún pelo en la lengua, decirle a Meloni —o a quien fuera— lo fue fuera necesario y nadie se atrevía a decir. Ella era Ornella. Y murió en Milán el sábado, después de echarse una siesta y comerse un helado, dulcemente. Suspiró profundamente y… se fue.
Quizás porque así era también su voz. En ese tipo de enfrentamientos (ficticios o no) que tanto nos gusta alentar a los periodistas oponiendo a dos mujeres que creemos increíblemente poderosas, tan exclusivas y excluyentes como para convivir en un mismo universo, (imagínate un Rocío Jurado contra Isabel Pantoja o un Laura Escanes vs. María Pombo), Vanoni vivió a la sombra de Mina. Y mientras que Mina era como un huracán que te arrasaba vivo, Vanoni era capaz de pegarte contra un muro. Le bastaba con juntar los labios y soplar. Dulcemente. De aquella añada (y qué añada) de maggiorate italiane de los 60 y 70, con las grandísimas Raffaella Carra, Patty Pravo, Milva, Iva Zanicchi, Rita Pavone o Gigliola Cinquetti, Vanoni destacaba por ser la que lograba el equilibrio. Era elegante pero cercana; era vanguardista e intelectual, pero también mainstream; era la más mayor, pero también la más joven; la sexualmente liberada, pero nunca apabullante o vulgar… Y con ese difícil balanceo como el de un samba carioca, logró convertirse en parte del patrimonio emotivo del país.
Quizás, por sus innumerables canciones de amor. Ya sabes, Italia y el amor. Amor en todas sus formas. Contando la vida, su vida, sus errores y sus infidelidades hechas música. Un símbolo sofisticado pero ardiente de esa Italia que oscila entre los opuestos y, siempre, para bien y para mal, los excede. Una mujer que hizo de la sinceridad (pese a los golpes de la censura) un arte; del escenario, su casa; y de la fragilidad, su fuerza. Un icono incómodo muchas veces, e irresistible, todas. Con una de las voces más auténticas, reconocibles y rebeldes de la Cultura. No sólo italiana, sino también europea. No en vano, ella fue la primera cantante en traerse a Europa el sonido de Toquinho y Vinicius de Moraes a este lado del Océano, la samba, la saudade, la tristezza... Una mujer que vivió a su manera y lo escandalizó —también a su manera— mientras que servía de inspiración a varias generaciones de artistas y diseñadores como Versace, Armani, Gianfranco Ferre o Maria Grazia Chiuri, que vieron en ella a una mujer que nunca tiene miedo a ser ella misma.
En RTVE, por ejemplo, se presentó sin “suje” unas Navidades postransición… Ay las italianas y lo sujes ¿Alguien ha dicho Sabrina Salerno?... Pero ya antes, en la RAI, se enfrentó a todo —y a todos— con una canción que decía algo así como “Quello sì mi ferì, più di chi mi scoppava lì per terra” (“Aquello sí que me hizo daño, más que aquel que me fol* en el suelo”) un verso que parece más propio de Bad Bunny o Anitta que de un tema — Angeli e diavoli— de arte y ensayo… Una canción en la que se contraponía dos modos distintos de amar que, por cierto, le ofrecían dos hombres también muy diferentes: por un lado, la pasión más salvaje, básica y animal de un camionero y, por otro, la atracción intelectual que le regalaba un poeta. Una letra escrita por Andre Previn que Paolo Limiti adaptó para La Vanoni no sin antes advertirle de que “a lo mejor”, había que edulcorarla "un poquitito" porque que era un "pelín" fuerte… Sin embargo, ella rotunda se negó: “No, no. Yo la canto así. Yo se lo conté así a Previn y así es como la quiero cantar”. Y así la cantó en la RAI aunque luego su presidente tuvieran que dar explicaciones en el Parlamento. Años después, en Che tempo che fa (algo así como Qué tiempo tan feliz) se lo preguntaron. “Oye, y ¿qué pasó con el camionero y el poeta? ¿Cómo termino?” Y la Vanoni no tuvo duda en responder. “Mal. Con el camionero, más allá del sexo, mal. Pero con el artista, peor. Las cabezas complicadas siempre te hacen daño. Una cabeza más sencillita no tiene nada que contarte, pero lo que te dice, nunca duele tanto”.
Porque Ornella Vanoni estuvo casada. Con el productor de cine Lucio Ardenzi. Y tuvo un hijo, Cristiano. Y dos nietos, Camilla y Matteo, que recordaron a su abuela durante el funeral del finde pasado, mientras el trompetista Paolo Fresu ponía los pelos como escarpias a los asistentes al sepelio con su versión de L’appuntamento resonando entre los muros de San Marco de Brera… Pero sus grandes amores fueron… otros. Tan gordos, tan prohibidos, tan culturalmente productivos que forman parte de la Historia Musical y Rosa de Italia y también, de nuestros recuerdos. Y de nuestra memoria sentimental. Sí, por muy españoles que nos sintamos, también. Por ejemplo, ¿te acuerdas de Senza fine, la canción que escucha en repeat Sarah Polley en Mi vida sin mí de Isabel Coixet? ¿O de la eternamente veraniega Sapore di mare, sapore di saleeeee? Pues esas dos canciones nacieron del amor imposible de Ornella con Gino Paoli. Al que luego siguieron Strehler (el fundador del prestigioso Piccolo Teatro di Milano) con quien todo terminó por la afición del productor a los estupefacientes y Franco Califano que, también, porque lo suyo era tan tóxico como lo de Burton- Taylor. Pero sigamos con Paoli, uno de esos "cotis" del pasado con los que te dices “J* hasta los cotis de antes molaban más”. Pues bien. En 1960, un joven Gino Paoli estaba tocando el piano en su sala de grabación de la Universal cuando vio por primera vez a la milanesa. Gino era curiosamente un día mayor que la Vanoni, como si desde su nacimiento se estuvieran esperando. Y fue verse y sentir que estaban predestinados. Al principio, lo suyo fue admiración profesional, admiración intelectual y… deseo. Platónico.
Comenzaron a trabajar juntos, a escribir letras y a componer pentagramas. Gino escribe eso de senza fine, mani senza fine pensando en las manos de ella apoyándose sobre las teclas del piano que él tocaba cuando sus vidas se cruzaron y que se alargaban y alargaban hasta rozar sus dedos. Como si fuera un amor imposible. De hecho, pensando que lo era, porque uno creía de la otra que era lesbiana y la otra barruntaba del uno que era gay, hasta que supieron que no, que los dos eran hetero, que los dos podían enamorarse, besarse, hacer el amor… Solo que... sí era imposible. Al menos, como novios. Sí, como amantes. Gino estaba ya casado. Su mujer, Anna Fabbri, supo que aquello que ocurría con Ornella no era una simple y ordinaria infidelidad. Entendió que era algo más, más profundo e imposible de vencer. Intentó hacerse a la idea pero finalmente decidió hablar con Ornella, “Tu eres más joven, más inteligente, más brillante, más atractiva que yo… ¿por qué mi marido?”. Y Vanoni decidió romper aquella traición y respetar el amor de esa otra mujer renunciando al hombre de su vida y su destino. Quizás, ella podría volverse a enamorar… Y casarse. Y lo hizo. Doce años con su marido, frente a tres que pasó con Paoli. Aún así, seria el amor de su vida aunque durara tan poco tiempo. Quién sabe si porque, en el amor, para Ornella no importa ni el tiempo ni las etiquetas. “¿Cuál fue el amor de tu vida? Tres años con Gino… en 88 me parece un poco poco…”, le preguntaron en la RAI hace tres y ella respondió. “El amor para siempre existe aunque dure poco. Está en ti vivirlo así o como una estafa”.
Y ya que hablamos de etiquetas, hablemos de moda. Fue cantante, fue actriz (la tienes, si quieres en Netflix en la película Siete mujeres y un misterio, la versión italiana de Huit femmes, de François Ozon) pero también fue una de las divas italianas más refinadas de siempre. Ornella no solo nos deja una herencia musical que trasciende las modas, sino que su herencia estética es comparable a Deneuve para YSL, por ponerte un ejemplo. La moda de los 90s no habría sido como fue si no hubiera existido ella. Y su estela es —y será—, (porque veréis las colecciones que se nos vienen con Pier Paolo Piccioli) fino alla eternità. Porque estuvo a la vanguardia de la moda —y la tendencia— pero, al mismo tiempo, fue fiel a su estilo sabiendo incluso cómo construir una estética distintiva, especialmente con esa cabellera roja que se convirtió en su marca de fábrica. Todo, acompañado de looks muy maduros, sofisticados, no necesariamente minimal, siempre con algún corte geométrico que marcaba, exaltaba y mostraba su silueta y sus espectaculares piernas y un no menos espectacular escote. Como en la vida, Ornella nunca tuvo miedo de atreverse con eso de enseñar. Siempre fue una mujer muy consciente de su cuerpo, de su físico, que no tenía miedo a arriesgar y era capaz de mantener la elegancia y la dignidad de una reina en el destierro con… descocarse un poquito. Digamos que… fluía y fluía como la seda (italiana) La elegancia hasta la última fibra.
Gianni Versace, Armani, Gianfranco Ferré… batallaron por convertirla en su musa… Y lo fue de los tres. Los tres más un foráneo, Dior. De hecho, puede decirse que es la única diva que se ha sentado en el front row de estas cuatro Maison porque podía y era imagen de las cuatro. Gianni, para sus discos. Sobre todo, en la época metálica, vestidos joya, long dress y vestidos de noche que ella lucía durante sus actuaciones o videoclips. Armani, para sus apariciones serias, vistiendo sus creaciones de sastrería exquisita. Gianfranco Ferré, para sus sesiones de fotos promocionales. Y Dior, para las ocasiones especiales. ¿La última? Su muerte. “El féretro debe costar poco porque quiero que me incineréis. Luego tiradme al mar, o lo que os parezca. Me gustaría Venecia, pero haced como queráis, y el vestido para irme para siempre, lo tengo: un Dior”, contó en su última entrevista donde, precisamente, le preguntaron por si había pensado en ese último momento y… sí, lo había pensado, tal y como recordaba rememorando esa "difícil" conversación con su hijo sobre sus últimas voluntades.
Sin embargo, nadie, ni los más jóvenes, habían pensado que Ornella desaparecería. Ni Mahmood, ni Marracash, ni Giorgia… tal y como contaban a la salida de la capilla ardiente que se dispuso en el Piccolo Teatro Grassi. Durante dos días con sus noches, para que los milaneses fueran a mostrarle sus respetos aunque hubiera que esperar horas por los metros y metros de colas… Y todos ellos con la sensación de que los grandes se van. Robert Redford, Diane Keaton, Claudia Cardinale.... Gigantes que pensabas que eran eternos porque estaban ahí antes que tú y pensabas, por eso mismo, que seguirían también después de que tú te fueras y más allá… Mujeres y hombres que veías en la pantalla de pequeño mientras tu madre decía: "Estos sí que son artistas como Dios manda". Porque no eran simplemente personas, eran puntos cardinales, entidades que no cambiaban nunca. Como si el tiempo funcionara de modo distinto para ellos. Mujeres y hombres que eran libres, y quizás esto las hacía invencibles. Libres en años en los que la libertad no era un eslogan para una colaboración pagada. Libres cuando ser libre significaba perder oportunidades, discutir con productores, ser tildada de difícil, de extraña o de histérica. En esa época, la libertad costaba verdaderamente cara, y Vanoni, por ejemplo, pagó por todos nosotros. Pero como diría ella, todo depende de voglia, pazzia e inconscienza, domani è un’altro giorno y sant’allegría. Son títulos de sus canciones. Escuchálas y luego, nos dices si es que puedes dar al stop.
